Con el Ejército Yanqui en Irlanda (y IV)
4. Guerra de Señores y Guerra de Esclavos
Un ejército de jugadores de Rugby. La mejor máquina norteamericana: el hombre. El estadounidense es un soldado desembarazado. Y además, un soldado caro. Hitler reprocha a los aliados el hacer una guerra de señores. La suya se sostiene sobre sl sufrimiento
Manuel Chaves Nogales Domingo 16 de agosto de 1942 , 11/04/2015
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De todas las máquinas norteamericanas, la mejor es la máquina humana. Este soldado yanqui, bien alimentado, bien vestido, fuerte, optimista, seguro de sí mismo y de su Destino, es una herramienta de guerra insuperable. Lo que más me ha impresionado en los soldados americanos es el tono desenvuelto con que hablan de la guerra. Para ellos la guerra es como un trabajo arduo, una faena dura, un negocio difícil, que hay que rematar pronto y bien para pasar a otra cosa más interesante Ese fatalismo y esa desgana que pesan inexorablemente sobre los soldados de los viejos ejércitos es un fardo que los yanquis no saben ni quieren llevar sobre los hombros.
El norteamericano es un soldado desembarazado, suelto, con ideas propias y designios individuales. No es esa tropa sin alma que forma los grandes rebaños militares de Centroeuropa.
Es un soldado caro. Hitler reprochaba a los aliados el hacer una guerra de señores. Los americanos le irritarán más aún que los ingleses. Este lujo que el nazismo no concibe es pura y simplemente la conservación en el ejército de la dignidad humana, cosa que para los nazis es un lujo intolerable. Frente a la "guerra de señores" de las democracias, Hitler hace una "guerra de esclavos": una guerra que se sostiene únicamente gracias a los sufrimientos de una enorme masa de humanidad a la que se envía a morir fiando en su desprecio por la vida, desprecio que tiene precisamente su origen en la miseria, la ruindad y la tristeza de esa vida que no vale la pena de ser vivida puesto que ha sido despojada de todo cuanto pudiera hacerla amable, dejándole lo estrictamente indispensable para que la fiera humana hostigada se lance a morir matando. Esta es la moral del soldado nazi provocada artificialmente por la doctrina nazista. Lo que los doctrinarios nazis no concebirán nunca es cómo pueden ir al combate estos hombres que disfrutan de una vida amable y confortable, que siguen siendo hombres y no esclavos.
Pero es que en esta guerra se hallan en oposición, no dos doctrinas políticas, sino dos concepciones del mundo que son completamente antagónicas. Y, lo repetimos: el ejército norteamericano es el ejército que puede oponerse más entrañablemente al hitlerismo, no sólo por dogmas políticos que defiende ni por el dogma racial sustancialmente distinto de que el otro día hablábamos, sino por la disposición de espíritu de cada uno de los millones de los hombres que lo forman.
¿Quiénes se batirán mejor y sabrán morir más gallardamente, los esclavos hitleristas o los libres ciudadanos de las democracias? ¿Qué es más eficaz, la desesperación o el entusiasmo? ¿Qué da más fuerza al hombre, la plenitud o la miseria, la conciencia del valor que tiene la vida o la triste convicción de que no vale la pena conservarla?
Es evidente que para cometer un suicidio la disposición espiritual a que el nazismo lleva a sus masas es inmejorable. Pero la guerra no es un suicidio, al menos, para quienes aspirar a ganarla. Y mucho menos que ninguna otra guerra, esta de ahora en la que se exige al combatiente un esfuerzo más continuado que nunca, un heroísmo más persistente, más cotidiano. El hombre capaz de desarrollar el esfuerzo heroico que esta guerra exige, tiene que estar sostenido por una moral más fuerte, más sólida que la desesperación. No se trata, como puede creer el anacrónico samurái, de hacerse el hara-kiri cuando llega la hora, sino de estar en la trinchera días y días, meses y meses. No basta con el heroísmo de una hora; hace falta el heroísmo de todas las horas y de todos los días. Y este sólo se consigue dando al ser humano la plena satisfacción de todas sus necesidades materiales y espirituales, desarrollando la conciencia del propio valor, estimulando el gusto por la vida y pagando el sacrificio en su justo precio.
La población civil londinense aguantó medio año de bombardeos aéreos sencillamente porque Londres era la ciudad de Europa mejor dotada para atender a las necesidades de su población, y en esta confianza las mecanógrafas de la City sabían que permaneciendo en sus puestos mientras caían las bombas, ganaban el derecho a irse a bailar a los restaurantes elegantes cuando terminaban su trabajo. Veremos, cuando llegue la hora, si las poblaciones alemanas, esquilmadas y aterrorizadas, habiendo perdido el gusto por la vida, son capaces del mismo heroísmo y la misma resistencia.
En esta guerra hay que dar al combatiente todo cuanto merece el esfuerzo sobrehumano que se le pide. Nunca se ha exigido tánto al hombre, tánta devoción, tánta resistencia al sufrimiento, tan inhumanos esfuerzos.
He presenciado el entrenamiento para la batalla de los soldados norteamericanos. El hombre que va embutido en la coraza de un tanque, detrás de un cañón de grueso calibre cuya culata al disparar retrocede hasta un milímetro de su pecho desnudo haciendo retumbar la formidable explosión en su caja torácica; el hombre adiestrado para el asalto de trincheras a la bayoneta al que se exige un “sprint” final no inferior al de los héroes olímpicos; el ametrallador que con los ojos vendados tiene que montar y desmontar su máquina en el espacio de unos segundos porque, llegado el caso, le irá la vida, son héroes a los que se exige mucho más de lo que se exigió nunca a un soldado.
He visto patrullas atléticas lanzadas al asalto de trinchera que en trescientas yardas habían de hacer un esfuerzo sobrehumano tan formidable que en el breve transcurso de cuarenta segundos los hombres se agotaban, echaban el alma por la boca, ni más ni menos que el soldado de Marathon.
La máquina humana que debe resistir tales pruebas tiene que ser perfecta. El entrenamiento físico no basta; hace falta la disposición espiritual, el ánimo, el entusiasmo. Norteamérica cuida el motor humano mucho mejor y más cariñosamente que el motor mecánico. Por eso los soldados norteamericanos tienen ese aire que irrita y desespera a esas tropas de esclavos hitlerianos que aspiran a ser señores del mundo sin haber sabido serlo de sí mismos.
Puede afirmarse que el tipo de vida de este soldado yanqui no ha sido nunca superado en ningún ejército. Con sus tres uniformes, sus seis pares de calzado, su alimentación rica, y sus diversiones, su alta paga y sus confortables alojamientos, el soldado norteamericano tiene la íntima convicción de estar defendiendo algo que vale la pena ser defendido; su propio bienestar y el de su pueblo, la dignidad y el orgullo de ser todo un hombre. Esta "guerra de señores" será más larga, más costosa que la “guerra de esclavos” que hace Hitler dejando morir millones de hombres faltos de abrigo en las estepas heladas de Rusia, pero no sería ganarla sino perderla el convertir en esclavos miserables a quienes tienen que hacerla como héroes.
Se ha dicho que el genio es el resultado de una larga paciencia. Igualmente el heroísmo es el resultado de una larga preparación espiritual para cuando llega el momento culminante de la existencia en que hay que jugarse el todo por el todo. Esta predisposición natural la tiene el norteamericano como no la tendrá nunca la grey germánica aterrorizada y envilecida que marcha a la muerte con los ojos cerrados.
Fío más en un ejército de jugadores de rugby que en un ejército de galeotes. Con sus chaquetillas de cuero, guanteletes, sus cascos y su aire arisco y duro los norteamericanos dan la impresión de un ejército de jugadores de rugby capaces de la lucha más feroz y enconada, capaces de llegar a la máxima brutalidad y al máximo ensañamiento, si fuese preciso, a pesar de que su punto de partida sea este sentido deportivo de la existencia que es la gran razón de la fuerza norteamericana.
De todas las máquinas norteamericanas, la mejor es la máquina humana. Este soldado yanqui, bien alimentado, bien vestido, fuerte, optimista, seguro de sí mismo y de su Destino, es una herramienta de guerra insuperable. Lo que más me ha...
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Manuel Chaves Nogales
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