Análisis
El nacionalismo y la maldición española
Debemos hablar de si es posible un Estado democrático sin un proyecto compartido de nación. De cómo es posible el acuerdo entre regiones más y menos ricas para distribuir las cargas y recursos sin una creencia en el valor de lo común y la solidaridad
Cristina Peñamarín 16/01/2018
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España tiene ahora un serio problema nacional. También tiene, sin duda, un problema grave con el nacionalismo catalán, pero este además pone en evidencia y nos fuerza a asumir el problema clave de los españoles con la propia idea de España, el propio proyecto de nación, o la falta de él. Nos sitúa ante la cuestión de si es posible un estado democrático sin proyecto de país.
Aclaro de entrada que tiendo a considerar el nacionalismo, al modo de Jacob L. Shapiro, como un síntoma de periodos de inestabilidad e inquietud, más que como su causa. Es posible también que hoy el nacionalismo actúe como un catalizador de otros fenómenos. El caso es que entre los hechos más relevantes de nuestro tiempo hay que contar el ascenso de populismos (sea eso lo que sea) fuertemente teñidos de nacionalismo en casos como el Brexit, la elección de Trump, el ascenso de Marine Le Pen y muchos otros que han triunfado en Europa. Pero tratar del nacionalismo en estos casos requiere dar por supuestas demasiadas cosas, se adopte el punto de vista que se adopte. Y como me voy a referir a la cuestión Cataluña-España, entro en una situación que se ha polarizado al punto que nadie puede evitar “tomar partido” y en la que, sobre todo, es imposible el diálogo. Me pregunto cómo entender la llamada a la nación o el nacionalismo en estos casos y qué tenemos que entender por esos términos. Y también cómo afectan las convicciones opuestas a la imposibilidad de diálogo y a la búsqueda de soluciones.
1. El nacionalismo y la crisis de esperanza
En el campo de las ideas, progresivamente enconado en este rincón del globo, abundan hoy las descalificaciones de los nacionalismos. Desde la izquierda, las lealtades nacionales o regionales vienen considerándose obsoletas al menos desde Marx, para quien expresaban una resistencia irracional y regresiva que la historia superaría inevitablemente (sin embargo, la mayoría de las revoluciones socialistas se hicieron en clave nacional). Mucho más obsoletas pueden parecer hoy, cuando la desigualdad creciente se impone como orden mundial, un orden económico intratable e inamovible. Los particularismos y nacionalismos no son para algunos sino maniobras de distracción respecto del problema clave, ese orden económico injusto e inapelable. En esta perspectiva además, el interclasismo del nacionalismo, al unir a todos por encima de las diferencias económicas y sociales, marginaría las reivindicaciones de los desfavorecidos. Otros finalmente argumentan que la interdependencia global hace esperar que sean las asociaciones supracionales, no las naciones, las que nos ofrezcan cierta seguridad y posibilidad de progreso de cara al futuro.
No está claro que los nacionalismos estén hoy obsoletos ni que la unión interclasista necesariamente margine los intereses de los desfavorecidos. Pero antes de eso, me pregunto si es posible renunciar a la política, nacional y supranacional, por ejemplo, para afrontar el sistema económico, cuando la crisis económica y la política están entrelazadas y ambas evidencian síntomas de época. Como la de 1929, la crisis económica de 2008 ha manifestado un cambio tectónico en las relaciones económico-políticas, un nuevo modelo. Uno de los rasgos de este nuevo sistema es que las instituciones políticas, democráticas o no, no deben/pueden interferir en ningún modo en el desarrollo del sistema económico, que sigue su propia marcha inexorable hacia más ‘crecimiento’ (conllevando la desigualdad y la destrucción de numerosos entornos de vida). Para muchos desafortunados, la precariedad, la inseguridad del salario, de la educación de calidad, del futuro, están aquí para quedarse en esta era supuestamente post-crisis. El sistema que antes garantizaba un futuro garantiza hoy a los perdedores de la economía neoliberal que seguirán siéndolo. Que no tienen nada que hacer.
Frustración, rabia
Un hecho clave en la política de hoy es la frustración que produce esta condena, palpable en amplias capas de población y aceptada como inevitable por la mayoría de fuerzas políticas. Esa aceptación es la otra cara de la crisis: la política es impotente, nos dicen, ante esta realidad inapelable de la economía neoliberal. La solución no es política o no hay solución política, son otras formas de decirlo. Esa impotencia de las instituciones democráticas, que no es generalmente tratada como un problema político en nuestro sentido común, puede causar un problema político de primer orden. Porque el sentimiento de impotencia ante ese sistema que afecta, y mucho, a la vida de las personas aquí y ahora, puede generar frustración y rabia, unos afectos que apenas tienen ocasión de hacerse relevantes salvo en las convocatorias electorales.
Los populismos de hoy comparten esta actitud anti-sistema, anti-élites traidoras y a menudo anti-instituciones podridas. Hacen un diagnóstico adecuado del estado de ánimo de una buena parte de la ciudadanía. Otra cosa es su propuesta de solución
En los discursos de campaña de Trump que tuve la curiosidad de seguir, me llamó la atención la constante apelación a la rabia y a la repugnancia de los electores ante “los pantanos de Washington”, los interesados, hipócritas y perjudiciales manejos de “los políticos”. Es la fuerza de la rabia, unida a la necesidad de creer en una salida, lo que debe ser tomado como síntoma de nuestro tiempo. Para las personas marcadas por la desaparición del futuro que se les había prometido, al que creían tener derecho, no hay soluciones. Pero esas personas pueden querer creer en soluciones que, viendo sus efectos, sólo pueden juzgarse como imaginarias y descabelladas. El voto pro Brexit, Trump, y otros, recoge la rabia “contra todo”, contra “el sistema”, que es fácil presentar como un todo, un statu quo de componentes político-económicos inseparables o cómplices. Los populismos de hoy comparten esta actitud anti-sistema, anti-élites traidoras y a menudo anti-instituciones podridas. Hacen un diagnóstico adecuado del estado de ánimo de una buena parte de la ciudadanía. Otra cosa es su propuesta de solución.
Las salidas falsas son hoy, aparentemente, las únicas salidas. Solo tribunos populistas de derechas recogen el sentir de esa parte de la población y le dan forma. Sus discursos son poderosos por lo que ofrecen (sentido, comunidad, enemigo, combate, proyecto, futuro) y peligrosos por la confrontación que suscitan con el enemigo ad hoc (Europa, inmigrantes, refugiados, musulmanes…) y con las instituciones democráticas que, si bien merecen un serio cuestionamiento, no deben ser destruidas sin valorar cómo tales instituciones, que ha costado gran esfuerzo construir, protegen o no los valores que les asignamos.
Lejos de ser algo obsoleto, el rebrote de los nacionalismos puede dar la razón a Bauman y a quienes ven muy actual el atractivo de nacionalismos y comunitarismos, precisamente porque el individualismo, la deslocalización, la precariedad y la uniformización del capitalismo global generan desorientación, pérdida de sentido, desarraigo. Es esta pérdida la que hace valioso el arraigo, lo local, lo imaginado como propio, como común y como “antiguo”, es decir, como algo que persiste y nos ancla en la fluida movilidad-futilidad de hoy. Algo nativo en cada uno, al tiempo que compartido con otros y con un mundo a los que nos une. En fin, la fantasía de la comunidad que se haría particularmente seductora ante el sinsentido y la fragilización del mundo de vida.
2. Sobre la irracionalidad del nacionalismo
Obsoleto o no, iluso o no, el deseo de nación y de participar en un proyecto colectivo se hace presente hoy con fuerza, quizá porque la forma de la nación es la que en estos tiempos de inseguridad e incertidumbre responde a la demanda de comunidad.
No porque la pasión nacional sea eterna o imprescindible para los humanos. Puede alternarse o sustituirse con múltiples formas de identificación colectiva, o de desidentificación e indiferencia por lo colectivo (donde cada uno se limita a su pequeño mundo de relaciones próximas y obligadas). La “conciencia de clase” tardó décadas en perfilarse en la Inglaterra industrial que fascinó a Engels y Marx, décadas de luchas, discursos, organizaciones, líderes, que pugnaron por que los trabajadores, la clase obrera, emergiera como entidad colectiva, con sus derechos y sus objetivos propios, en su lucha contra un enemigo, justamente “de clase” (como muestra magistralmente E. P. Thompson). Tampoco los pueblos oprimidos por las metrópolis coloniales surgieron de la nada o estaban dados como tales naciones dispuestas a independizarse. Necesitaron obras literarias, periódicos, relatos, mapas, diccionarios, que les permitieran imaginarse como nación, para que la lucha por su independencia tuviera sentido.
Si el sentimiento nacional no es una tendencia permanente en el humano, sí tiene hoy un claro atractivo. Y por razones también prácticas. Si somos estados-miembros de entidades supra-nacionales, como la UE, es porque somos estados, aunque de soberanía limitada. La protección de la vida, de la educación, de la salud, dependen en buena medida hoy de estados nacionales y de su forma de asociación con otros. Por ello el sentido práctico requiere que pensemos qué estados nacionales queremos que organicen la vida institucional del día a día en esta geografía político-económica de interdependencias en la que vivimos. Que nos preguntemos qué forma de estado nos queremos dar y qué políticas, nacionales y trans, queremos promover. “Nos queremos dar” ¿quiénes? La cuestión de quién y cómo define la nación está presente en las decisiones clave acerca de la regla común o de las instituciones que garantizan “nuestros” valores.
Al entrar en el juego pasional, es importante reparar en que las identidades colectivas son estimuladas por la confrontación con un enemigo, real o fabricado ad hoc, pero crecen también lejos de la confrontación, movilizadas por un proyecto de futuro o unos ideales
Una de las cosas que tienen en común las identidades colectivas es que han de ser imaginadas. Es decir, que requieren imágenes, relatos, experiencias de comunicación y participación. Cuando son caracterizadas, imaginables, y percibidas como posibles, como trabadas de algún modo con las prácticas y proyectos del día a día, se pueden hacer también muy deseables (sea como refugio o ancla en un territorio común, sea porque aportan el entusiasmo o la esperanza del proyecto compartido). Al entrar en el juego pasional, es importante reparar en que las identidades colectivas son estimuladas por la confrontación con un enemigo, real o fabricado ad hoc, pero crecen también lejos de la confrontación, movilizadas por un proyecto de futuro o unos ideales que unen en la esperanza de hacer juntos algo bueno para todos. Hacer algo mayor que uno mismo, participar en un quehacer que hace a sus miembros dignos de un país y los une con un futuro deseable, ha sido y sigue siendo un móvil del sentimiento nacional en EE.UU., por ejemplo (al punto que es muy común encontrar discursos de ese país que afirmen cosas, en este caso contra Trump, como: “Nos quedará un largo trecho hasta restaurar los valores estadounidenses básicos… Hará falta un esfuerzo muy prolongado para volver a convertirnos en la nación que supuestamente deberíamos ser” –P. Krugman, The New York Times/El País, 2017/12/28-)–. Esta retórica nacional es inimaginable en España en una persona de izquierda, porque los “valores españoles básicos” es una expresión vacía de cualquier contenido que pueda estar en sintonía con los valores de izquierda o progresistas.
La identidad-proyecto requiere también una lucha. Pero no es lo mismo entender el enemigo como el que impide la mejora de las condiciones de vida o la libertad de la mayoría, que entenderlo como el otro marcado corporalmente como inferior y despreciable. En un caso, tenemos la polémica política imprescindible, el conflicto abierto entre intereses y visiones del mundo. En el otro, la discriminación sexista, racista, clasista, etc.
Como muestra abundantemente la historia de las revoluciones y contrarevoluciones modernas, la cualidad inter o transclasista del nacionalismo ha podido jugar a favor de los poseedores o de los desposeídos, de la democracia o del autoritarismo, dependiendo de los intereses, los objetivos, los valores que moviera “la nación” en cada circunstancia y en cada relación de fuerzas –volveré a esto más adelante. Y ha podido extremarse hasta obnubilar en el odio o el rechazo, como ocurre con todas las pasiones cuando, en contra de lo que advierten siglos de reflexiones humanas, son abandonadas a su exceso o conducidas a su cierre sobre sí mismas, lo que las hace incompatibles con la vida y la convivencia. Razón y pasión, como pensamiento y afecto, siempre han formado un continuo, con incontables puntos entrelazados e intermedios entre sus polos extremos de sólo una u otra, sólo razón o sólo pasión, que propiamente llamamos delirio.
El sentimiento nacional estadounidense, que en Krugman se basa en valores democráticos y refuerza la adhesión a esos valores, puede exaltarse en la confrontación contra un enemigo intensamente odiado y generar un apoyo sin fisuras a empresas patrióticas tan erradas y contraproducentes como la guerra de Irak. Pero no podemos achacar esto al sentimiento nacional “per se”, sino al falaz e interesado relato que dio forma al shock emocional de la población tras el ataque del 11S. El relato que transformó el miedo en odio y entusiasmo contra un enemigo inventado ex profeso (Lakoff y Castells, entre otros, han estudiado esta elaboración). Y a la falta de distancia, comprobación y crítica respecto a esa maniobra con que la gran mayoría de los medios, faltando a su deber de compromiso con el público, la secundaron y jalearon.
Las identificaciones colectivas no son en sí mismas irracionales, pero pueden llegar a serlo porque implican un vínculo afectivo. Y éste, como todas las pasiones, se hace irracional cuando se encona o extrema. Ningún ser racional renunciaría a la vida afectiva porque los afectos extremos nos lleven a perder la razón. Más bien tratará de vivir esos afectos evitando extremarlos y perder su vida y su razón en ellos. Las personas que protestan en las llamadas “marchas de la vergüenza” manifiestan que pertenecer a su país tiene para ellas un valor y está asociado a ciertos valores, que ven traicionados por sus representantes. Su vergüenza no deja de ser razonable porque sea un sentimiento. Como todo sentimiento, se elabora en un proceso cognitivo-valorativo. Quienes expresan ese saludable afecto político razonan perfectamente la relación entre sus creencias, sus valores, y su malestar; saben apuntar a un responsable y demandar cívicamente otras políticas.
Lo peligroso no es que los sentimientos intervengan en la política (de hecho es inevitable e imprescindible que lo hagan). Lo peligroso es dejar que los afectos hacia el mundo común, los sentimientos políticos, se extremen, se enconen y se hagan perjudiciales para los sujetos y los entornos, inasequibles a la prudencia, el diálogo o el razonamiento. Llegar a esas situaciones en que muchos sienten que han sido dañados o amenazados al punto que deben reaccionar de forma clara y contundente. Cada uno de ellos no puede no estar contra lo que el otro representa. Pero esto no es vivido como un juego sólo pasional sino también racional. Porque para cada parte sus creencias están fundadas en evidencias y por eso no son irracionales (irracionales se llama a las creencias –y actuaciones o emociones basadas en ellas-- que no están fundamentadas en las evidencias a mano, señala J. Elster). Lo que ocurre en una situación de confrontación es que las que son evidencias para nosotros no lo son ni mucho menos para ellos, y a la inversa. Por eso, cada parte entiende que los (supuestos) sentimientos de los otros sólo pueden ser fingimientos o auto-engaños, porque ellos no pueden pretender que creen lo que es “evidentemente” falso. La confrontación ocurre en el terreno duro de las evidencias. Pero no se llega a las evidencias sin pasar por los relatos, las creencias. Unos y otros se necesitan y sostienen recíprocamente.
Desatender las identificaciones colectivas o promover que se lancen a una contraposición desbocada y delirante es uno de los mayores peligros políticos, porque ese afecto de la confrontación encarnizada es un poderoso destructor del mundo común. Y sin embargo, no por ello debemos renunciar a las identidades colectivas, a las nacionales en este caso, que, insisto, son necesarias para los actuales estados. La difícil pregunta es cómo conseguir una forma equilibrada de identificación con la nación. Una cuestión de forma y de grado, ya que posiblemente tan peligroso es para las naciones modernas demasiado nacionalismo, como demasiado poco.
Mientras el gobierno español nunca se dirigió a esos votantes descontentos, el discurso independentista les ofrecía en cambio un diagnóstico claro, un enemigo bien caracterizado, siempre despectivo u ofensivo y causante de todos “nuestros males”
3. El caso de España y Cataluña
Cómo en Cataluña ha crecido el rechazo hacia “lo español” es uno de los vuelcos de la opinión más fuertes y relevantes que se han dado en nuestra vida democrática. Es muy difícil hacer un relato de lo sucedido evitando tomar partido por una de las visiones del conflicto, pero es lo que voy a intentar, convencida de la necesidad de seguir tratando de afinar nuestra comprensión. Sabemos que el independentismo pasa de ser una opción minoritaria a una que consigue el apoyo de casi la mitad de los electores catalanes entre 2011 y 2012, poco después de que gran parte de España se manifestara airada con el 15M. La “desafección” por el tratamiento europeo y español de la crisis fue similar en Cataluña a la del resto del país (como muestran encuestas y estudios), pero tomó allí una forma particular gracias a la propuesta independentista, que supo conectar con el malestar de quienes se rebelan contra su condena a ser perdedores, con su afán de sentido y su querer creer en un cambio posible. El partido catalanista en el poder, amenazado de desaparecer tras su desprestigio por la corrupción, se sumó a la fuerte demanda y los medios públicos catalanes se incorporaron a las campañas pro independencia. A ese discurso pro “liberación” de Cataluña del Estado español, el gobierno del PP, manipulando y desprestigiando cuanto pudo las instituciones judiciales, aportó el necesario combustible rechazando siempre, como ha hecho con todas las demandas populares, y ninguneando (ofensivamente) cualquier petición catalana, con una sola respuesta: la ley es la ley y España es España. Mientras el gobierno español nunca se dirigió a esos votantes descontentos, el discurso independentista les ofrecía en cambio un diagnóstico claro, un enemigo bien caracterizado, siempre despectivo u ofensivo y causante de todos “nuestros males”, y una meta, el referéndum de autodeterminación que negaba ‘Madrid’ y que representaba el derecho a decidir que apoyaban dos tercios de catalanes.
Tan fuerte prendió el rechazo a ‘Madrid’, amplió tanto la base popular del independentismo y tan de golpe, que se produjo la ilusión de que su pujanza era imparable. Se sumaron a la épica de la liberación nacional anticapitalistas y partidos burgueses corruptos que habían gobernado la Generalitat siguiendo las políticas antisociales de recortes/austeridad. El cálculo se demostró erróneo en parte, por cuanto la mitad de los catalanes resistió a la oleada y negó su voto a la independencia. Y esa división aproximada 50/50 hacía y hace imposible una independencia que no sea una imposición a la mitad de la población. Pero la hegemonía lograda por el discurso independentista suponía que este contara con la “espiral del silencio” (E. Noëlle-Newman), el fenómeno por el que los oponentes prefieran callar ante el temor a quedar aislados, expuestos ante la que consideran la opinión mayoritaria y la que tiene la fuerza y la capacidad de imponerse en el futuro.
En el resto de España, atónitos, indignados o indiferentes, fijábamos nuestra atención en la crisis del entramado político-institucional, tratando de comprender qué estaba pasando. Pero no mirábamos al conflicto que se estaba consolidando entre “Cataluña” y “España”, en el que nos tocaba irremisiblemente estar de una u otra parte. En Cataluña, las medidas judiciales de prisión contra dirigentes y cargos independentistas contrarrestaron en el terreno afectivo el efecto del reality check de noviembre de 2017: la constatación de la imposibilidad de la planeada independencia inmediata e indolora. Sin embargo, se ha producido un cambio en el estado de la opinión tras la reacción constitucionalista o españolista: no hay ya una opinión que calla y otra dominante que se vocea e impone como si fuera la de todos, sino una contraposición abierta y una pugna por la hegemonía. Y no sabemos si de esta confrontación podrá salir una solución pacífica aceptable para todos.
Las consecuencias de la crisis catalana son graves. Si, en el lado positivo, ha hecho evidente la necesidad de reconstruir el pacto constitucional español, todas las demás consecuencias parecen caer en el lado negativo: además de dejar en el olvido las políticas antisociales y la enorme corrupción de los gobiernos local y estatal, produjo la división de la población catalana en dos mitades hoy antagónicas, definió la identidad catalana por contraposición a lo español y potenció la reacción “españolista”. El resurgir del nacionalismo español, temido por las fuerzas de progreso por considerarlo necesariamente regresivo y favorable a la derecha.
Para los reformistas de hoy, sobre todo los que vivieron el franquismo, la bandera española y sus símbolos más notorios son “fachas” y ni el nombre de España ni esos símbolos se pueden despegar, salvo para los triunfos deportivos, de la apropiación que hizo de ellos Franco. Mientras en Cataluña, a falta de otros referentes claros que distinguieran a ‘España’ de la política del PP en el gobierno, esta política se ha identificado a tal punto con ‘España’ que para buena parte de la población ese nombre se ha hecho repulsivo y muchos no pueden admitir ser considerados españoles. (Lamentablemente, la izquierda se ha sumado al desconcierto. Ni Podemos ni los socialistas, internamente divididos, han sabido ofrecer una clara defensa de la España democrática y capaz de tejer un nuevo pacto constitucional).
Se teme o aborrece el nacionalismo español por los valores conservadores que implica, pero ¿qué otra imagen de España se nos ofrece? Este país arrastra una maldición sobre la propia imagen desde hace siglos. Ya en el ilustrado XVIII, señala Álvarez Junco (Dioses útiles. Naciones y nacionalismos) el impacto que tuvo sobre las élites modernizadoras la imagen negativa de España que dominaba en Europa. Por un lado se sentían de acuerdo con un aspecto de la crítica internacional sobre España: había instituciones y políticas perjudiciales para el país que debían ser reformadas. Por otro lado, se sentían ofendidos cuando se menospreciaba a la nación en su conjunto y se culpaba de los males de la monarquía española al carácter de su pueblo, como hacía Montesquieu. Pero desató la polémica un artículo de Masson en 1783 en el que se preguntaba ¿Qué ha hecho en los últimos siglos España por Europa? “En España no existen matemáticos, ni físicos, ni astrónomos, ni naturalistas”. Esa polémica, afirma Álvarez Junco, sacó a la luz la contradicción que significaba apoyar por un lado un proyecto modernizador y defender, por otro, una identidad colectiva esencialmente antimoderna –ser católicos, cristianos viejos, tener sangre noble, descender de guerreros imbatibles. “Si aquel conjunto de valores podía ser políticamente útil a alguien era a los sectores conservadores, que se complacían en apoyarse en él para acusar a los reformistas de ‘afrancesados’ o antipatriotas”.
Desde esta perspectiva no sería el nacionalismo en sí lo peligroso, como se insiste hoy, sino los valores que se asocian a la nación. Por desgracia, en España en los siglos siguientes los valores reformadores y democráticos sólo triunfaron brevemente, siempre arrollados por las reacciones conservadoras y antidemocráticas, oportunamente apoyadas por fuerzas homólogas foráneas y por un catolicismo empeñado en dominar la educación y el pensamiento y en asegurarse de que en España no hubiera “cartesios ni newtones”. Y estas fuerzas conservadoras siguen pretendiendo, como siempre, definir el todo de España.
Frente al atractivo actual de la identidad colectiva, la nacional en particular, ‘España’ sólo puede ser un referente simbólico y afectivo para las fuerzas regresivas y polarizadoras
La maldición de la España democrática expiró en buena parte con el fin del franquismo, no así la que pesa sobre la identidad española. Cuando los líderes de Podemos han recurrido a “la patria” en sus mítines no han sido muy sutiles ni muy convincentes. Quizá porque ignoraron ese temor a los símbolos nacionales, a lo contaminada que está la patria española para las fuerzas del cambio que debían ser sus aliadas. Quizá porque no es fácil conectar con el sentir de los destinatarios (no lograron traer al hoy la música de Ferlosio, Chicho, “La patria son mis hermanos / que están labrando la tierra”). No se llena de sentido inmediatamente algo que carece de él o que conlleva sentidos opuestos a los que nos identifican a “nosotros”. La tarea de resignificar esos símbolos no es fácil, si bien tampoco hemos contado con esfuerzos consistentes en ese sentido. En cambio, vemos que Ciudadanos basa gran parte de su actual éxito electoral en una defensa de lo español definido por contraposición a Cataluña y los nacionalismos periféricos. Un nacionalismo contra otros, polarizador. Sin embargo, Ciudadanos no hace sino aprovechar un vacío político y simbólico. Frente al atractivo actual de la identidad colectiva, la nacional en particular, ‘España’ sólo puede ser un referente simbólico y afectivo para las fuerzas regresivas y polarizadoras. Y así seguirá siendo mientras no se sepa asociar la idea de España con valores democráticos, modernizadores y de progreso social.
Al estudiar países formados por una diversidad de culturas e identidades, como Gran Bretaña y España, David Miller sostiene que la solidaridad entre las varias nacionalidades y regiones requiere una identidad inclusiva que permita que mayorías y minorías se identifiquen unas con otras y compartan sentimientos de simpatía. Sólo sentirse parte de una identidad común hace posible la solidaridad voluntaria (D. Miller, Citizenship and National Identity). El espectáculo mediático del mundo, la información “de actualidad”, nos permite comprobar cómo no sentimos nada hacia cualesquiera humanos nos resulten extraños, simbólica y afectivamente otros. Por ello las muertes de refugiados provenientes de África o Asia apenas tienen repercusión en Europa, o los muertos iraquíes o palestinos no cuentan para los estadounidenses, etc. Por más que nos alarme o repugne, hemos de admitir este rasgo del sentir humano, que sólo se siente afectado por la suerte de quienes percibe como próximos o como “los suyos”. La simpatía y la solidaridad dependen de la proximidad percibida, es decir, de cómo las experiencias, los discursos, imágenes y relatos aproximan o alejan a otros de nuestra percepción.
Más que de los peligros del nacionalismo, debemos hablar de si es posible un Estado democrático sin un proyecto compartido de nación. De cómo es posible el acuerdo entre regiones más y menos ricas para distribuir las cargas y recursos sin una creencia en el valor de lo común y la solidaridad. ¿Puede entrar España en esa discusión? ¿Necesitamos sólo un Estado “de hecho”, una entidad administrativa y política viable, o también necesitamos sentir que somos una nación porque queremos serlo, porque tiene sentido y valor para cada uno formar parte de ella?
La obsesión por “España una” que propone siempre la derecha implica un optimismo cruel (como diría L. Berlant, Cruel Optimism). Cruel porque la propia fantasía de unidad incuestionable impide realizar el esfuerzo de pensar cómo es posible lograr la unidad de lo diverso, cómo alojar las diferentes pertenencias nacionales. España es en esto similar a Gran Bretaña: casi todos los escoceses tienen un sentido claro de cómo difiere la identidad británica de la escocesa y la galesa, pero no ocurre así con los ingleses. La mayor parte de éstos encontrarían difícil explicar qué significa ser inglés como opuesto a ser británico. La mayoría de catalanes y vascos diferencian claramente la identidad catalana o vasca de la española, algo que no les ocurre a castellanos, andaluces o asturianos. ¿Esas diversas formas de pertenencia, historia e identidad requieren acomodos institucionales diferentes en una unidad nacional articulada y sentida, como sostiene Miller? Esta es sólo una de las cuestiones que necesitan una seria discusión.
En primer lugar, es necesaria una profunda reflexión sobre la imposibilidad actual de diálogo entre los independentistas catalanes y quienes no están por esa opción. Para encontrar una “verdadera” salida a la crisis de Estado en la que nos encontramos no podemos despreciar las emociones implicadas, pues eso sólo puede ser ofensivo y contraproducente. Habremos de abordar al menos dos problemas: cómo es posible para cada parte reconocer las “evidencias” y los sentimientos de los otros (no para consagrarlos o confirmarlos, por cierto. Sino porque reconocer y comprender los modos básicos de ver y de sentir del otro es indispensable para dialogar y para sugerir otras elaboraciones posibles de tales percepciones y sentimientos). Y esa salida requiere también ofrecer una esperanza creíble en una España atractiva para todos, que defienda los valores de igualdad, democracia y justicia social, como hicieron, por ejemplo, el movimiento contra la guerra de Irak, el 15M, la marea blanca por la sanidad o la verde por la educación públicas y de calidad. Uno de los logros de estos movimientos fue hacer que muchas personas nos sintiéramos orgullosas de pertenecer a un país que defendía así sus valores políticos y sociales.
Sin duda el nuevo pacto constitucional que exige la general insatisfacción actual con el estado autonómico, con el reparto de la fiscalidad, etc., requiere un serio trabajo de las fuerzas políticas y sociales a fin de crear un espacio para la deliberación de las políticas que atañen a todos los territorios, un Senado hoy inútil, entre otras articulaciones institucionales. Pero estos trabajos, así como el necesario diálogo entre todas las partes implicadas, sólo serán posibles si al tiempo se crea la afinidad afectiva que surge del imaginar un país atractivo para todos, basado en unos valores sentidos por cada uno como fundamentales para la unión. Con ser imprescindible, esto no es fácil ni inmediato. Pero tampoco los problemas a los que nos enfrentamos hoy, y en particular el de Cataluña, se resolverán por la vía rápida.
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Cristina Peñamarín es Catedrática de Teoría de la información de la UCM y miembro del consejo editorial de CTXT.
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Cristina Peñamarín
es catedrática de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid.
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