El lector de Mario Levrero
Pablo Silva publica en España sus ‘Conversaciones con Mario Levrero’, en las que el autor de ‘La novela luminosa’ despliega su personalísima poética
Rubén A. Arribas 10/02/2018
Mario Levrero en una imagen de archivo.
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“Siempre me bastó con un lector que hubiera sintonizado con mi texto; la masa no me agrega nada”. Mario Levrero nunca tuvo especial interés en publicar su obra y, menos aún, en construir algo parecido a una carrera profesional o formar parte de algún canon; de ahí que llevara una vida al margen del mundo literario, indiferente por completo a ganarse el favor de las editoriales, la crítica, el periodismo cultural, el público o el jurado de algún premio. Como queda claro tras la lectura de Conversaciones con Mario Levrero (Valencia, Contrabando, 2017), de Pablo Silva, al autor de El discurso vacío, Caza de conejos o La máquina de pensar en Gladyssolo le interesaba una cosa: escribir con la mayor libertad posible.
De hecho, Levrero consideraba un estorbo la crítica o cualquier paratexto. Los prólogos –o los artículos como éste– le parecían una interferencia indeseable en esa suerte de diálogo narcisista, hipnótico y místico que debían entretejer la obra y su lector. A la crítica, por su parte, la acusaba de ser incapaz de moverse en otro plano que no fuera el intelectual y de imponer un concepto de realidad que excluía lo que sucede de la piel para dentro. En una obra como la suya, donde la percepción desempeña un papel estelar, cualquier palabra al margen del texto podía distorsionar la comunicación entre alma y alma a la que aspiraba. Su espíritu, es decir, su presencia sensorial, estaba en juego.
De todos modos, la comunicación que más le interesaba era consigo mismo. “Escribo sin finalidad comercial, trato de que el producto sea satisfactorio para mí”, aclara en Conversaciones. Eso sí, escribir para él no volvía menos exigente la tarea artística; todo lo contrario: siempre que las urgencias económicas no lo tiranizaban, organizaba su vida alrededor de la escritura. Lo esencial para él no era sentarse ante el cuaderno, la máquina o el ordenador, sino disponer en abundancia de un bien que ya entonces escaseaba tanto como ahora: el tiempo de ocio. Sin esa fuente de oxígeno, según Levrero, no había fotosíntesis posible en ese frondoso y laberíntico jardín que era su inconsciente.
“Produzco a partir del ocio. No hago nada que no me guste. No trabajo de manera alienada. Y el ocio no significa simplemente no hacer nada; puede ser muy activo. La actividad degenera cuando se transforma en negocio, negación del ocio”. A pesar de que la literatura política/ideológica lo indignaba, pocos artistas han sido más anticapitalistas que él. En los hechos, digo.
El texto es la forma
A propósito de ese militante carácter anticomercial, Pablo Silva cita unas reveladoras palabras del propio Levrero: “Si mis libros llegaran a mucha gente, caerían con seguridad en manos en las que no deben caer. Gente que no se contacta con ellos, que no dialoga. Prefiero considerar a mis lectores como amigos que se toman todo un trabajo para dar con mis libros. No me gusta para nada la idea de un público indiferenciado y extendido”. Si bien el juicio es algo exagerado –como le hace ver Silva y acepta Levrero–, deja entrever una idea de lector: alguien que establece una relación cómplice, duradera y permeable con la obra.
“El buen lector vuelve a leer lo que le gustó y lo disfruta más en las sucesivas lecturas, ya libre de la cosa del ingenio y de los golpes de efecto”, subraya Levrero. Y lo hace mostrándose a sí mismo como alguien que relee novelas policiales para recobrar los climas vividos –y no quién asesina a quién– o como un espectador que ve en bucle las películas que le gustan. En esa experiencia sucesiva, argumenta, emerge la forma en todo su esplendor y la obra va liberando energía a medida que la percibimos. El arte sucede cuando integramos esa vivencia como algo que, en vez de cuadricularnos o reducirnos el universo, nos ayuda a ensancharlo.
Eso que puede sonar entre esotérico y grandilocuente, en definitiva, es lo que hizo Kafka con él. En junio de 1966, Levrero tenía veintiséis años y atravesaba una crisis personal. Su lectura de América y de El castillo vino acompañada de una epifanía, de la liberación de una zona reprimida de su psique: había alguien, además de él, que miraba la realidad de un modo singular y único. La sensibilidad de Kafka era la suya. La identificación, como detalla en Conversaciones, llegó incluso a la fusión: “¿Qué se yo si ciertas cosas las vivió Kafka o las viví o soñé yo; ahora me perturban como mías aunque no las recuerde”.
Algunos efectos secundarios
Quizá sea demasiado pedir que las ensoñaciones de Levrero nos perturben como propias. Demasiado peligroso, aclaro. Quienes llevamos años perdidos en su interminable jardín lleno de árboles y plantas gigantes hemos aprendido que nada es lo que parece, y mucho menos el tiempo o el espacio. Así, a fuerza de extraviarnos en sus novelas y relatos, nos parece cotidiano viajar trescientos siglos en ferrocarril para llegar a París o que el robo de un paraguas en una biblioteca termine con alguien levitando sobre una cama en perfecta comunicación –de alma a alma, se entiende– con Gardel. Incluso nuestra casa es ahora un sitio donde hay habitaciones, puertas y túneles que nunca antes habíamos visto.
Tampoco las personas o los animales nos ofrecen ya un asidero estable con la realidad. Con el tiempo, nos hemos acostumbrado a que los conejos sean más peligrosos que quienes los cazan o a que un oso amaestrado pueda tener poderosas razones para disfrazarse de conejo y un conejo, para hacerlo de guardabosques. Y, cuando nos parece que en nuestro pueblo nunca pasa nada, unos días aparece el Gran Circo Electromagnético de Oklahoma –y sus gallinas mecánicas–, y otros actúa esa extraña contorsionista que es la Bella Otero, capaz de excretar su cabeza entre las nalgas tras unos instantes previos de autodigestión. Llegados a este punto, parece bastante comprensible que veamos misteriosos mensajes del inconsciente tras cualquier araña, hormiga, gorrión o paloma que se cruce en nuestro camino... Hay verdades para las que no hay signos establecidos y que no pueden comunicarse de otro modo.
En fin, la obra de Levrero es lo más parecido a la realidad aumentada antes de que ni siquiera se inventaran las gafas 3D. Famoso por ser lapidario y tajante en sus juicios, Levrero dejó uno insoslayable en Conversaciones: “El artista que es masificable no es artista”. La advertencia tiene aire de cartel clavado ante la entrada de una casa abandonada –con verja oxidada, fuente muy blanca y amplio y descuidado jardín en el frente– donde el dueño hubiese dejado escrito hace años un aviso a navegantes: “Prohibido entrar: grietas por todas partes, derrumbe inminente, unicornio suelto. Aténgase a las consecuencias”. Ya se sabe: en el sótano de casas así, suele haber algo que nadie –bajo ningún concepto– debe conocer y que es mejor que permanezca oculto. Algo que un lector masificable ni siquiera aspira a encontrar.
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