Tribuna
Igualdad, participación, transparencia. Principios para una reforma de la ley electoral
Dos miembros de Podemos sostienen que la falta de proporcionalidad y las desigualdades territoriales en el peso de los sufragios emitidos son dos de los principales problemas del actual sistema
Patricia Pinta / Txema Guijarro 9/02/2018
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“Una persona, un voto”. Este principio fundamental de igualdad política se sitúa en la base de los sistemas democráticos modernos. Las luchas históricas de las clases trabajadoras, las mujeres o los afrodescendientes norteamericanos por conquistar su derecho al sufragio se enmarcaron dentro de esta máxima. La manifestación de las preferencias políticas de la ciudadanía ha de ser, por tanto, garantizada sin que medie en ello discriminación por razón de sexo, raza, nivel educativo o volumen de ingresos. Sin embargo, no se trata únicamente de abrir un espacio de expresión a todas las voces que configuran la pluralidad de nuestra comunidad política, sino de que todas ellas sean, además, igualmente escuchadas. Es decir, la igualdad de voto no se limita al reconocimiento del derecho universal al sufragio, sino que ha de aspirar también a que el voto de todos y todas las ciudadanas tenga el mismo valor.
La falta de proporcionalidad y las desigualdades territoriales en el peso de los sufragios emitidos son, precisamente, dos de los principales problemas de nuestro actual sistema electoral. Esta sustancial diferencia entre el porcentaje de los votos recibidos por las distintas fuerzas políticas y el porcentaje de los escaños obtenidos en el arco parlamentario supone una clara tergiversación de la voluntad ciudadana expresada en las urnas. Pero esta circunstancia no es, en absoluto, un hecho casual. El diseño electoral vigente responde a las características de un determinado momento histórico, así como a una determinada voluntad política por parte del legislador. Los fundamentos de nuestro procedimiento electoral se recogen, por un lado, en la Constitución Española de 1978 y, por otro, en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG) de 1985. Sus orígenes se remontan, en buena medida, a la llamada Ley para la Reforma Política de 1977, aprobada por las Cortes franquistas, así como al Real Decreto-Ley sobre Normas Electorales del 18 de marzo de ese mismo año. Las decisiones adoptadas en aquel contexto, en plena transición democrática, determinaron un sistema que, de manera deliberada, introducía un sesgo mayoritario, rural y conservador en el proceso de conversión de votos en escaños. En términos prácticos, esto se ha traducido en una clara sobrerrepresentación de los dos grandes partidos, PP y PSOE, con el consiguiente menoscabo de otras sensibilidades políticas. Por ello, resulta imprescindible acometer las reformas necesarias para hacer unas reglas de juego más justas para todos y todas. Unas reglas de juego que respondan al principio democrático de igualdad del voto y proporcionalidad en la representación ciudadana.
En términos prácticos, esto se ha traducido en una clara sobrerrepresentación de los dos grandes partidos, PP y PSOE, con el consiguiente menoscabo de otras sensibilidades políticas
Este historial de “agravios electorales” en términos de correspondencia entre votos y escaños durante estos cuarenta años de democracia es de sobra conocido por todas. De hecho, la demanda de un procedimiento de reparto más justo e igualitario ha acompañado a nuestro sistema democrático desde que daba apenas sus primeros pasos. No obstante, fueron las movilizaciones ciudadanas del 15-M las que dotaron de un nuevo impulso a esta legítima reivindicación de calidad y profundización democrática. En buena medida, la fuente de los desajustes descritos es la determinación constitucional de la provincia como circunscripción electoral. Su tamaño en escaños asignados, muy reducido en buena parte de los casos, supone un serio obstáculo al principio de proporcionalidad del voto. Sólo en aquellos lugares en que se reparte un número relativamente elevado de escaños, como Madrid, Barcelona o, en menor medida, Sevilla o Valencia, se alcanzan niveles aceptables de proporcionalidad. Asimismo, las disparidades de población entre provincias y la asignación de una representación mínima inicial común a todas ellas ha redundado en una bonificación del valor del voto en unos territorios (generalmente rurales y de corte más conservador), penalizándolo en otros (fundamentalmente urbanos y de corte más progresista). Tal es la causa por la que el número de votos necesario para obtener un escaño en Madrid (en torno a 178.000) resulta muy superior al que se precisa, por ejemplo, en la provincia de Soria (en torno a 45.000).
Existe, no obstante, un importante margen de mejora del sistema electoral vigente, incluso dentro de los límites del actual texto constitucional. Y es aquí donde nos referiremos a la ya “archiconocida” fórmula d’Hondt. Este método de reparto alude al procedimiento matemático de conversión de los votos en escaños. Como dijimos anteriormente, nada es casual en la configuración de nuestro sistema electoral. Y es que d’Hondt es la menos proporcional de las fórmulas proporcionales posibles. Ello ha contribuido a la generación de notables distorsiones en el proceso de atribución de representación parlamentaria. Pongamos el ejemplo de las pasadas elecciones generales del 26 de junio de 2016. En tales comicios, y con un 33,01 % de los votos, el Partido Popular obtuvo un 39,1 % de los escaños: 6 puntos por encima de lo que le correspondió en sufragios. Sin embargo, y en el sentido opuesto, Ciudadanos vio cómo con un 13,06 % de los votos lograba únicamente el 9,1 % de los escaños. Por ello, un simple cambio de la fórmula electoral permitiría, sin alterar los pesos territoriales, dar impulso al mandato constitucional de proporcionalidad del sistema, consagrado en su artículo 68.3. Nuestra propuesta, en este sentido, consiste en la aplicación de la fórmula Sainte-Laguë. Este método, empleado ya – en sus distintas versiones – en países como Noruega, Nueva Zelanda o Suecia, responde a una lógica de cómputo similar a d’Hondt; ambas se agrupan bajo la rúbrica de las llamadas “fórmulas de promedio mayor”. Su introducción no supondría, por tanto, una complejización del sistema de escrutinio (los actuales divisores de la fórmula d’Hondt serían sencillamente sustituidos por la serie de los números impares). Sin embargo, sus beneficios en términos de igualdad del voto serían notables. El denominado índice de desproporcionalidad de Gallagher mide el grado de disparidad existente entre votos recibidos y escaños asignados. Un índice con valor 0 hablaría, por tanto, de una proporcionalidad perfecta. Considerando los resultados del 26-J, Gallagher otorga a nuestro modelo actual un valor de 5,4. Sólo sustituyendo d’Hondt por Sainte-Laguë conseguiríamos una importante mejora, alcanzando una valoración de 2,0 (no muy alejada, por cierto, del 1,1 que habría correspondido a la circunscripción única estatal).
Por supuesto, no debemos olvidar que estas mismas lógicas de mayor proporcionalidad deben también incorporarse al Senado, una cámara en la que actualmente un partido – el Partido Popular – tiene el 63 % de los escaños repartidos en elecciones generales (sin contar los de designación autonómica), tras haber logrado un 32 % de los sufragios en estos comicios. A todas luces, esto supone una flagrante violación del principio de igualdad de voto, y debe ser por tanto corregido con urgencia.
No hay motivos para pensar que este incremento de la proporcionalidad del sistema haya de actuar en menoscabo de su gobernabilidad. Sí es cierto, no obstante, que nos encontramos ya en los umbrales de una etapa política inédita en la que, tras el final del bipartidismo, se hace imprescindible una nueva cultura de acuerdos y negociación entre los diferentes actores políticos. El tiempo de las mayorías absolutas ya pasó. Y la composición del arco parlamentario es – y ha de ser – reflejo de la pluralidad y riqueza que caracteriza a la sociedad española.
nos encontramos ya en los umbrales de una etapa política inédita en la que, tras el final del bipartidismo, se hace imprescindible una nueva cultura de acuerdos y negociación entre los diferentes actores políticos
Abríamos este texto consignando la importancia de que, conforme al principio de igualdad democrática, todas las voces que integran nuestra comunidad política sean igualmente escuchadas. En este sentido, no podemos olvidar a la mitad de nuestro pueblo, las mujeres, cuya voz es sistemáticamente silenciada. Y lo es, especialmente, en el ámbito de la representación política. Por ello, junto al cambio de fórmula electoral propugnamos el establecimiento de listas cremallera. Una medida sencilla que, no obstante, contribuiría a la configuración de un sistema electoral más justo, democrático y feminista.
Asimismo, la ampliación del derecho al sufragio a determinados colectivos, hoy excluidos, se engarza también dentro de las lógicas democratizadoras previamente expuestas. En este sentido, la derogación del voto rogado se presenta como una urgencia democrática. Fueron muchos y muchas las jóvenes – y no tan jóvenes – que, en un contexto de crisis económica, hubieron de abandonar su país en busca de las oportunidades laborales que aquí se les habían negado. El procedimiento del voto rogado no es sino una traba al ejercicio de un derecho fundamental de ciudadanía. Las cifras, de hecho, hablan por sí solas. Si en las elecciones generales de 2008 la participación desde el exterior se situaba en el 31,74 % de los inscritos en el Censo Electoral de Residentes-Ausentes, tras la reforma del voto rogado de 2011 las tasas de participación descendieron de manera sistemática en todos los comicios posteriores, situándose alrededor del 5 %. Por otro lado, las personas con determinados tipos de diversidad funcional se enfrentan también a serias restricciones y obstáculos en el ejercicio del derecho de participación política. En este sentido, el Congreso de los Diputados ha tomado ya en consideración una Proposición de Ley de modificación de la LOREG, presentada por la Comunidad de Madrid, para garantizar el derecho de sufragio de todas las personas con discapacidad. Por último, querríamos abrir la puerta al debate sobre una ampliación del derecho al voto a partir de los 16 años. Una edad suficiente, de acuerdo con nuestra legislación, para trabajar, contraer matrimonio, decidir sobre nuestro propio cuerpo o incurrir en responsabilidades penales. Pero, ¿por qué no para ejercer el derecho al sufragio? Parece, cuando menos, una pregunta merecedora de atención y reflexión colectiva.
Terminaremos este breve recorrido a través de nuestras propuestas de reforma de la LOREG, haciendo mención a dos medidas asociadas a las campañas electorales. En primer lugar, proponemos el envío único de papeletas. Se trata de articular una manera más eficiente, ecológica, sencilla y barata de acceder a las diferentes opciones políticas. De hecho, se estima un ahorro aproximado de la mitad de los gastos vinculados a este rubro (alrededor de 20 millones de euros en las pasadas elecciones generales). En segundo lugar, planteamos la celebración de al menos dos debates obligatorios televisados entre los candidatos y candidatas, al menos uno de los cuales tendrá lugar en la televisión pública. El acceso de la ciudadanía a la información y propuestas formuladas por las diversas formaciones políticas es imprescindible para el adecuado ejercicio del voto. La legislación ha de ocuparse, también, de la salvaguarda de este derecho.
Una vez realizada esta exposición de propuestas vinculadas la LOREG, cabe preguntarse entonces dónde quedan los cambios electorales operados a través de la reforma constitucional. ¿Significa acaso que nuestro espacio político renuncia a esta reforma? En absoluto. Ni para los cambios relativos al sistema electoral, ni para todos los demás cambios que nos gustaría poder discutir e implementar, a través de un amplio proceso constituyente, en lo que respecta al blindaje de los derechos sociales, a la mayor transparencia de nuestras instituciones democráticas, o a un modelo territorial que se parezca más a la España plurinacional en la que nos reconocemos. Sin embargo, dada la correlación de fuerzas parlamentarias actual, esta reforma parece ahora vedada. Y lo está –entre otras razones- porque la sobrerrepresentación de la que goza actualmente el Partido Popular, el partido del inmovilismo, lo hace hoy inviable. Por eso, esta reforma de la LOREG en la que nos embarcamos ahora no es ya compatible con una reforma constitucional, sino que, en muchos sentidos, es un requisito indispensable para poder afrontar la misma con garantías democráticas.
Estamos convencidas de que los planteamientos que llevamos ahora responden al sentido común de las mayorías sociales de nuestro país. Y por tanto, más allá de los intereses partidistas de cada cual, se trata de una cuestión de justicia y de perfeccionamiento democrático, que debería llamar al entendimiento entre partidos. Por eso, no nos podemos permitir vacilar o perder la perspectiva; así como seremos inflexibles en la defensa de los principios de mayor igualdad, mayor participación y mayor transparencia, deberemos ser audaces, generosas e imaginativas en el diseño de los dispositivos que finalmente acordemos para su concreción.
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Patricia Pinta es politóloga.
Txema Guijarro es diputado de Podemos por Alicante y secretario general del Grupo Parlamentario.
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