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Ocurrió a lo alto de un pequeño pueblo de montaña. A lo alto: en un chalet separado de la hilera de casas que compone el municipio. A lo alto: orografía pardusca y calva y crispada de matorrales abrasados. En Levante, en las zonas desde las que todavía se intuye el mar, la vegetación es un acto de desesperación y de fe: no hay plantas tiernas, hierba, solo ramajes tísicos como ascetas rusos. El dueño de aquella casa de lo alto arrancó una noche una ramita de un pino. Escogió una de esas que se bifurcan, de las que usan los niños para jugar al tirachinas. Comprobó la dureza, hizo algún cálculo mental y la recortó por varias partes hasta conseguir el instrumento perfecto para empujar el gatillo de la escopeta.
Lo llamaremos aquí Antonio. Era el tipo de hombre que uno se imagina antes carcajeándose mientras lo amenazan de muerte que colocándose el cañón de un arma junto a la cara. Ahora, muchos años después, escarbo en los recuerdos como quien rebusca en una carpeta vieja y se encuentra escritos con borrones, tinta desleída y especulaciones solapadas con certezas que, con el paso del tiempo, hacen pasar por una historia cerrada y cierta lo que no lo fue. Recordar es siempre un acto de soberbia.
Antonio, empresario, se teñía el pelo de un negro purísimo e inhumano y el contraste de ese color con su edad le ponía un aire amuñecado: daba la sensación de que era de plástico macizo, de que no había venas ni tejidos sosteniendo su apariencia. Se mentía. Estaba casado, pero un día, su mujer se encontró con que tenía una amante muy joven y un hijo. Era un ejemplo del truhan mediterráneo, del tramposo, del que te miente y se le ve pero igualmente consigue que finjas con ganas habértelo creído. Un hombre atenazado por esa prisa con que el calor alicantino calcina algunas cabezas: creo recordar que se tomaba el ritmo natural del tiempo como una afrenta personal.
Cuentan que hacía mal las cosas y le salían bien. Se hablaba de él como de alguien maravillosamente sin remedio. Un día se fue a pescar con un par de sus empleados. Apareció tarde y con zapatos de charol. Llegó escandalizando, bromeando, vacilando de lo que no había pescado todavía. Se subió a las rocas del espigón con la caña en una mano y una bolsa en la otra. Los dos amigos miraban el brillo de los zapatos, pensaban en el mal agarre de las suelas y se echaban las manos a la cabeza: a aquel se le escurrían los pies y seguía avanzando sin mirar dónde pisaba. Antonio sacó la caña, tenía el anzuelo puesto con una lombriz momificada desde hacía meses o años. “Con esto tiro, con esto, con esto, con esto”, graznaba. Lanzó la línea y a los cinco minutos enganchó una dorada enorme: recogió el carrete presumiendo a gritos y resbalándose.
Cuentan que a lo mejor te sentabas en el asiento del copiloto de su coche y te decía, quita eso, ponlo detrás, y al mover el bulto te dabas cuenta de que era una bolsa repleta de billetes. Otro día, cenando en el primer piso de un restaurante probó la tortilla de patatas, saboreó, meditó y con las mismas se levantó y dijo “¡Açò està aguao, che!” y lanzó el plato por la ventana. Los acompañantes se asustaron un poco y luego se descojonaron. Todas las historias que aludían a Antonio provocaban esa mezcla de perplejidad, incredulidad y descojone: alucinas, te ríes, paras, piensas, niegas con la cabeza o bizqueas y vuelves a reírte: esa suma de gestos es el reflejo, el espectro vivo que dejó Antonio en muchos de quienes lo conocieron.
No se supo nada de la ideación previa a aquella noche de lo alto, sobre los matorrales. Estaba un poco raro quizás. Un día preguntó a alguien si alguna vez había cagado sangre. Ese alguien le dijo que no.
Para matarse, dijeron, sostuvo la culata contra la pared y se colocó el cañón en la cara, tomó la rama tirachinas y la apoyó en el gatillo. Daría pavor el silencio del último segundo, aunque dicen que en ese ambiente de soledad pura hay a veces un brote de felicidad, un brote verde y tierno de los que no crecían en aquel pueblo. Sucede, se supone, por la perspectiva de una inmediata disipación en la nada, o tal vez porque los únicos milímetros de cerebro sin contaminar luchan por reconquistar, por hacer valer un carcomido instinto de supervivencia. Antonio empujó la rama con un golpe y apretó los dos gatillos. Nadie sabe cómo sonó el disparo. A la mañana siguiente encontraron su cuerpo y el silencio.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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