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Tribuna

Revisitando a Marx: repensar la economía desde la democracia

La democratización de la empresa es el instrumento de transformación colectiva mediante el cual las trabajadoras y los trabajadores pueden reconquistar la hegemonía cultural perdida desde los años ochenta del siglo XX

Bruno Estrada 28/02/2018

<p>Manifestación en Madrid, en 2018, por el aniversario de la matanza de los abogados de Atocha, a la que se sumó un sindicato británico.</p>

Manifestación en Madrid, en 2018, por el aniversario de la matanza de los abogados de Atocha, a la que se sumó un sindicato británico.

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Hablar de Carlos Marx y del trabajo doscientos años después de su nacimiento no puede hacerse desde una reflexión acrítica, como si no hubieran pasado dos largos siglos preñados de cambios. En estos doscientos años se han producido profundas transformaciones en las formas de generar valor por parte de las empresas capitalistas y, como consecuencia de ello, ha cambiado profundamente la realidad del trabajo y del conflicto social, lo que requiere de nuevas estrategias por parte de los sindicatos.

La deliciosa película El joven Marx nos muestra cómo el joven filósofo, poco a poco, fue dejando de interesarse por los vacuos debates intelectuales con Proudhon sobre la interpretación de una realidad que estaba mutando. Proudhon representaba un concepto de socialismo vinculado a una forma de producción basada en el trabajo de los artesanos, que estaba en declive. En el capitalismo emergente la explotación de los trabajadores por parte de los propietarios de los medios de producción era mucho mayor que en la producción artesanal y también las plusvalías generadas. La película refleja cómo el joven Karl fue progresivamente implicándose en la lucha política y social que batallaba contra esa lacerante explotación de las trabajadoras y trabajadores industriales, la nueva clase social emergente. 

Esta inmersión en la lucha política de los trabajadores no hubiera sido posible sin su estrecha colaboración con Engels, y sin la determinante influencia de la compañera de este, Mary Burns, una joven trabajadora que, como hilandera de las faraónicas factorías textiles de Manchester, había sufrido en su propia carne la dura realidad de la clase obrera inglesa. Podría decirse que Marx comprendió lo que realmente significaba el capitalismo gracias a Engels, y a Burns.

En este capitalismo manchesteriano, que luego se extendió por todo el orbe, los incrementos de productividad se han venido obteniendo  mediante una creciente división del trabajo que ha descompuesto el proceso productivo en tareas cada vez más rutinarias y repetitivas, y en una aceleración de los ritmos de producción. Este trabajo se convierte en un mero input estandarizado, en una mercancía homogénea. Posteriormente la mecanización de esas tareas uniformes, la sustitución de trabajadores por máquinas, han permitido aún mayores incrementos de la productividad, como mostró magistralmente Charles Chaplin en Tiempos Modernos

Marx consideraba que la progresiva mecanización de las tareas de producción conllevaría unos rendimientos decrecientes de la tasa de beneficio, un aspecto de su teoría que la realidad actual se ha encargado de desmentir. ¿Por qué?

La “nueva productividad emocional”

En las actuales sociedades de la abundancia, las empresas han encontrado una nueva forma de incrementar la productividad, mediante la “creación de valor de arte” en gran parte los productos y servicios que consumimos: una “nueva productividad emocional”. Esta nueva productividad se obtiene incrementando el precio, no reduciendo los costes, gracias a que las empresas crean bienes superiores sobre los que consumidores dejamos de tener criterios objetivos-racionales para analizar su relación precio-calidad. Cuando el principal criterio para comprar un bien es subjetivo-emocional, “lo compro porque me gusta”, los precios de venta, como en las obras de arte, se desconectan de los costes de producción. De esta forma en estas sociedades los precios de un porcentaje creciente de productos y servicios vienen determinados por nuestra capacidad de gasto, y por la confianza emocional que depositamos en su supuesta calidad.

Estas sociedades de la abundancia la conforman la mayor parte de la población de los países democráticos más ricos del planeta (con una renta per cápita superior a 20.000 dólares) y más recientemente una parte creciente de la población de un buen número de países emergentes, los que han vivido una acelerada industrialización en las últimas décadas. 

Esto no quiere decir que no siga habiendo muchas actividades en las que los incrementos de productividad aún se sigan obteniendo mediante la reducción de costes, incluidos los laborales. Asimismo, no podemos olvidar que en determinados momentos coyunturales en varios países desarrollados se ha producido un notable deterioro de las condiciones de vida de un enorme volumen de trabajadoras y trabajadores (en España ha sucedido de forma evidente a raíz de la crisis de 2007). Pero ello no ha sido fruto de una tendencia estructural de la economía, si no el resultado de determinadas políticas económicas y laborales que han tenido como objetivo explícito debilitar a los sindicatos y su poder de negociación para lograr una fuerte devaluación de los salarios. Estos objetivos se han indicado de forma expresa, y en numerosas ocasiones, por importantes autoridades de la Unión Europea y de los  gobiernos de nuestro país. Incluso Pedro Solbes, exministro de Economía del último gobierno del PSOE, lo volvió a reiterar en su última comparecencia en el Congreso de los Diputados en relación con su actuación en la crisis financiera.

No obstante, si analizamos lo que ha ocurrido en el conjunto del planeta en las últimas dos décadas se puede observar un notable incremento de la clase media en muchos países emergentes (según un estudio del Credit Suisse la clase media china la conforman ya 109 millones de personas, un volumen incluso superior al de la clase media de EE.UU., que está compuesta por 92 millones), lo que está permitiendo que se conforme una robusta demanda sofisticada también en ellos, una demanda que en sus decisiones de consumo no se guía solo por el precio.

La evolución de las ventas de fideos instantáneos en China es un buen ejemplo de cómo la demanda se hace más sofisticada cuando mejora la riqueza de los ciudadanos de un país. Entre 2011 y 2015, de forma paralela a la mejora de las condiciones de vida de decenas de millones de chinos, el consumo de este producto de alimentación low cost  (un paquete puede costar 40 céntimos de euros), de escasa calidad y valor nutricional, se ha desplomado en un 25%, reduciéndose sus ventas en 12.130 millones €.

Tal como indicó Joseph Stiglitz en su artículo The causes and consequences of de dependence of quality on price, publicado hace ya treinta años, en los mercados de bienes superiores la tradicional competitividad vía reducción de precios, y costes de producción, no es una garantía de que las empresas eliminen a los competidores con mayores precios y salarios y, por tanto, aumenten su cuota de mercado. Por eso no hemos asistido a unos rendimientos decrecientes de los beneficios empresariales, como había previsto Marx.

En las sociedades de la abundancia las empresas desarrollan innovadoras “tecnologías de comercialización” para crear valor emocional para sus productos, mediante la valorización de la marca, la creación de intangibles o la diferenciación del producto, una suerte de “neoartesanado industrial”. De forma que los mercados de bienes superiores han dejado de ser algo propio de mercados marginales, como el de coches usados, y se han extendido a multitud de bienes y servicios que consumimos habitualmente: lavadoras, coches, zapatos, vacaciones, formación, telefonía móvil, ropa, hostelería, restauración, etc. En todos estos mercados de bienes superiores los consumidores creen que el precio es la señal más potente sobre la calidad de los bienes: “si es tan caro es que será bueno”.

Sindicatos, distribución y sofisticación de la demanda

Conviene reiterar que la incorporación de “valor de obra de arte” a un alto porcentaje de bienes y servicios consumidos en un país solo es posible si un elevado porcentaje de trabajadores obtienen suficientes ingresos para adquirir esos bienes superiores, de forma que se logra una  amplia sofisticación de la demanda que decide por criterios diferentes al coste de los bienes.

Es en las democracias ricas donde, según el Foro Económico Mundial1, la demanda es más sofisticada. 

 
Ranking mundial sobre el grado de sofisticación de la demanda
EE.UU.
1
Corea del Sur
2
Suiza
3
Japón 
6
Alemania 
7
Reino Unido
8
Finlandia
10
Suecia
11
Fuente: Foro Económico Mundial.

Es importante insistir en la elevada capacidad distributiva de la democracia, ya que es lo ha permitido una disputa más equilibrada de la riqueza generada. Bernstein ya indicó, hace más de un siglo, que el capitalismo, al ser corregido por la acción social y política de las organizaciones obreras, no estaba depauperando a los trabajadores. 

A partir de los años cincuenta del siglo XX el poder sindical logrado en gran parte de estos países fortaleció el poder de trabajadores en la negociación colectiva y, consecuentemente, hizo que la clase media se incrementara. También fueron muy relevantes los fuertes mecanismos redistributivos que los gobiernos socialistas pusieron en marcha a partir de los años cuarenta y cincuenta (en Suecia fueron pioneros, ya que tuvieron los primeros gobiernos socialdemócratas en los años veinte): 1) una fiscalidad progresiva; 2) un Estado del Bienestar con unos extensos servicios públicos de calidad; 3) una adecuada intervención en los mercados oligopólicos de productos básicos (agua, energía, vivienda, telecomunicaciones, servicios financieros), así como ; 4) una sólida estabilidad macroeconómica que evitó durante treinta años las cíclicas crisis del capitalismo.

Para Marx la historia de la sociedad humana formaba parte de la historia natural, de lo que se concluye que la evolución social del ser humano nos lleva hacia mayores espacios de cooperación, ya que esta ha sido la razón que explica nuestro éxito evolutivo. Por tanto, de los tres instrumentos que las mujeres y hombres hemos “inventado” para cooperar a lo largo de nuestra historia: la religión, el dinero (que ha dado lugar a la actual hegemonía del capitalismo) y la democracia, resulta evidente que este último es el mejor.

Los cambios productivos operados en las sociedades de la abundancia, y sus efectos en el trabajo, podrían hacernos llegar a la conclusión de que esta “nueva productividad emocional” daría lugar por sí misma una mayor preeminencia social de aquellos trabajos que aportan calidad, creatividad, emocionalidad, trabajos fundamentalmente intelectuales que no pueden reducirse a un input estandarizados. En estas actividades los incrementos salariales, y otras formas no materiales de retribuir el trabajo, son un importante estímulo para que las empresas aumenten la “productividad emocional”, ya que esta depende fundamentalmente de incentivar la motivación de estos trabajadores. No tiene mucho sentido que las empresas que producen bienes superiores busquen incrementar la productividad obligando a los trabajadores a soportar largas jornadas agotadoras, o sustituyéndolos por máquinas.

Asimismo, hay que tener en cuenta que en las sociedades de la abundancia tienen un creciente peso los valores postmateriales, por los incrementos salariales no son el único instrumento para motivar a los trabajadores para que aporten lo mejor de sus capacidades intelectuales en relación con la creatividad, la innovación tecnológica o la empatía con el consumidor. Aquellas cuestiones relacionadas con la democratización de la empresa cobran cada vez más importancia: la percepción de libertad del trabajador en la utilización de su tiempo, la autorrealización, la propia participación de los trabajadores en la definición de las grandes líneas de dirección estratégica de las empresas. Todas las empresas de alta tecnología con éxito en EE.UU. en los últimos veinte años han tenido una importante participación de los trabajadores en su capital.

No obstante, si bien la “nueva productividad emocional”, puede reforzar el poder de negociación individual de los trabajadores vinculados a los procesos de creación, distribución y comercialización del producto, esto no tiene por qué ocurrir en los procesos de fabricación y comercialización estandarizados, que en gran medida están externalizados del “corazón de la empresa”. En un modelo de gestión empresarial basado, en gran medida, en la externalización productiva es muy difícil lograr un reparto equitativo entre capital y trabajo, ya que externalización es en sí misma un sinónimo de desvalorización del trabajo. 

Tampoco podemos olvidar que gran parte de ese “valor de obra de arte” se genera en pequeñas empresas subcontratadas, por parte de trabajadores autónomos, o en centros productivos localizados en otros países donde no hay sindicatos libres (en España la mayor parte de los trabajadores de las empresas de menos de cincuenta trabajadores tienen muy mermada su capacidad real de negociar de forma colectiva sus condiciones de trabajo). 

Por ello, el reto del sindicalismo de hoy en día es cómo conjugar el seguir siendo un sindicato de clase, solidario, sin dejar de ser una organización de extensa base social. Solo así el sindicato será capaz de “integrar lo que la empresa desintegra”, como dice de Unai Sordo, secretario general de CC.OO. 

Repensar la economía desde la democracia

Revisitar a Marx nos debe servir, no para enredarnos en sesudas discusiones intelectuales que se asemejan a los debates bizantinos, sino para hacer algo que él expresó con una escueta y contundente frase: “de lo que se trata es de transformar el mundo”.

La democracia ha sido el mejor “invento” que ha encontrado el ser humano, a lo largo de su historia, para aunar la libertad, el conocimiento y la cooperación, los vectores de su evolución social, ya que la democracia permite que los objetivos para los que se coopera sean definidos por todas y todos. Por eso, hoy en día, el gran reto de la izquierda política y social comprometida con la transformación del mundo es repensar la economía, y la empresa, desde la democracia.

Ernst Wigforss, ministro de Economía de Suecia de 1932 a 1948, que fue el gran constructor del Estado del Bienestar sueco, dijo hace más de ochenta años que “la democracia no debía detenerse ante la puerta de las fábricas”. Por eso, para conseguir que todos los ciudadanos puedan disfrutar de altos grados libertad en todos los campos de la vida personal y social, y no solo los más ricos o los más inteligentes (emocional o racionalmente), resulta imprescindible ensanchar la base de la democracia en las empresas. 

 Lo más relevante para generar sociedades más igualitarias y más libres no es la forma de distribuir los bienes y servicios producidos, sino la propiedad de las empresas. Por eso democratizar la economía debe significar mucho más que incrementar el porcentaje de capital público en la economía.

Repensar la economía desde la democracia debe permitir integrar al Estado y al mercado como elementos complementarios en la esfera económica pero, sobre todo, crear sólidos espacios de “capital colectivo” en la empresa: como planteó la ley de cogestión alemana de 1976; los Fondos Colectivos de Inversión de los Trabajadores que se instauraron en Suecia en 1984; el Fondo de Solidaridad creado por la Federación de Trabajadores de Quebec en 1983; la ley francesa de 2013 que ha otorgado a los trabajadores el derecho a participar en el consejo de administración de las empresas privadas de más de mil empleados; o quienes hoy en día  defienden en Bélgica las “empresas de la codecisión”.

La democratización de la empresa es el instrumento de transformación colectiva mediante el cual las trabajadoras y los trabajadores pueden reconquistar la hegemonía cultural perdida desde los años ochenta del siglo XX, cuando los latifundistas de capital apostaron por privatizar la política. 

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Bruno Estrada es economista y adjunto al secretario general de Comisiones Obreras. 

Notas:

1. Los otros tres países con mayor demanda sofisticada del mundo son pequeños países (Hong Kong tiene 7,4 millones de habitantes, Qatar 2,7 y EAU 9 ), que tienen una elevadísima renta pér cápita proveniente de situaciones excepcionales: Qatar y EAU son monarquías petroleras, y Hong-Kong es la puerta de entrada de enormes flujos de capital en China.  No necesitan ser democráticos para crear riqueza.

 

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Bruno Estrada

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1 comentario(s)

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  1. Ramón

    Esto es lo que yo llamaría un titular oportunista: se nombra a Marx en el título y en un par de párrafos... para desplegar una "teoría" que no tiene nada que ver con -de hecho, contradice- la del supuesto autor de referencia. Es lo que tiene esta gente que, plenamente istalada en las sofisticaciones del capitalismo global, saca a pasear de vez en cuando el recuerdo emotivo de cuando creyeron ser de izquierdas (aunque no anticapitalistas). Otro sindicalismo es posible (y necesario)!!

    Hace 6 años 3 meses

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