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Pasea por el bosque. Lleva bota de vino tinto y bocadillo de jamón ibérico (y otro de queso de oveja, porque es muy glotón). Se han ido las grullas y ya están en celo las cigüeñas. Camina varias horas hasta llegar a una garganta secreta que saja las lomas suaves con un tajo pizarroso y rotundo. Aún así, en esos cortados, sigue habiendo árboles. Los botánicos y los zoólogos avisados saben que es un raro paraíso. Para el sociólogo glotón también lo es, por las golosinas que da, por su paisaje acogedor y un paisanaje pastoril casi extinguido hoy, pero siempre orgulloso y sabio.
Es el gran bosque civilizado del sur (y el suroeste), cuatro millones de hectáreas, la envidia del resto de Europa. Un bosque sostenible al que se le explota la leña sin cortar los árboles, se les exprimen sus frutos sin necesidad de recolectarlos y es fértil sin recibir abonos industriales, ni pesticidas, ni herbicidas. Abarca Cáceres, Badajoz, Huelva, el norte de Sevilla, Parte de Toledo, parte de Ciudad Real, un poco de Madrid, Córdoba, Huelva, Salamanca, el Alentejo y el Algarve… Es la dehesa: “tierra defendida” desde la Edad Media de ocupaciones urbanas y agros secanos, pastizal enorme protegido por encinas y alcornoques con manchas de monte bajo, arroyuelos, hasta algún almendro y olivo abandonado. La carne de la dehesa es diversa y “feliz”. Ganadería extensiva que no sabe de naves industriales, ni jaulones de hormigón, ni de piensos compuestos o engordantes artificiales. Vacuno de carne o bravo, aún caprino, también ovino y el delicado ibérico que produce el mejor jamón del mundo. Está pendiente esa “etiqueta comercial” o esa “distinción institucional” para que el consumidor sepa que el chuletón, chuletillas, cordero, cochinillo o lomo es de ganadería extensiva. Una ganadería que implica dehesa, alimentación natural, pastoreo, sostenibilidad, libertad y bienestar animal… Una ganadería que produce también leche y quesos especiales que en nada se parecen a los que se producen con ganadería intensiva. ¿Para cuando esa etiqueta que por fin los distinga y que el consumidor pueda elegir entre carne encerrada y carne libre?
La carne de la dehesa es diversa y “feliz”. Ganadería extensiva que no sabe de naves industriales, ni jaulones de hormigón, ni de piensos compuestos
Hoy hace un sol muy limpio. Se sienta sobre un tocón de una encina que fue herida por el rayo y que pronto será leña. Junto al arroyo hay helechos, romero, tomillo, cantueso, jaras, un alcornoque enorme, pasto seco y también verde. Hace un rato pasó junto a unas vacas que rumiaban tranquilas. Al fondo se mueve un rebaño de cabras veratas, más lejos la sierras de los Montes de Toledo y en frente la muralla nevada de Gredos. Comienza el almuerzo con el bocata de queso (torta del Casar con un hilito de miel) No sabe por qué recuerda ahora y aquí sus nomadeos por Grecia. Extremadura tiene mucho de Griega. Imagina a Ulises alimentándose de queso, miel, vino, aceitunas, pescado en salazón. Carne poca, solo seca, ahumada o embutida. En sus lecturas de infancia, Ulises, desolado y perdido, se hacía fuerte y astuto con el queso y la miel. Y su abuela Ángela decía eso de "miel con queso sabe a beso". Y Flore el guarda traía quesos frescos de cabra y miel de la dehesa con alguna abeja ahogada en el tarro. No hay tierra sin queso en nuestra Europa, pero hay tierras en las que el queso gusta y hay tierras en las que el queso es fanatismo y placer. La luna quién sabe, pero si sabe que Extremadura es de queso y está como un queso y tienen muchos y muy diversos quesos maravillosos. No está escrito, pero Ulises llegó hasta Ítaca y salió pitando de nuevo al mar, (cualquiera no…) cruzó el Estrecho, llegó con su bajel hasta donde el Tajo se deshace en la marea y fue caminando tierra a dentro, saltando de queso en queso por Portugal hasta llegar a Extremadura. Allí se dejó mecer por el olvido y el arte de cierta pastora de cabras montaraces. Y fue feliz, dichoso, longevo comiendo queso y miel. Pidió ser enterrado una la colina en la que pastaban las cabras de su amor maduro y libertario. Allí encontró otro pastor, miles de años después, la piedra que le abrigaba. Ponía en griego antiguo “aquí descansa Ulises que vivió en el mar, amó a sirenas, derrotó a los cíclopes, durmió con su pastora y comió queso” El pastor, aunque sabio, no entendió nada de aquella jerigonza y enterró de nuevo el pedrusco roñoso lleno de huesos de marino y un queso fósil... La Iliada, La Odisea, Ítaca, Penélope, el regreso a la isla, una jubilación en Benidorm… bobadas. Ulises murió aquí, a orillas del Tajo, en el chozo de una dehesa, todo el mundo lo sabe. Quién escribe esto se acaba el bocata de queso y sigue caminando. Cruza un desnivel umbrío donde hay unos pocos madroños y quejigos, en el lado más soleado de esta mancha ha nacido un guindo, tal vez fue el hueso de una cereza que se comió otro pastor hace algunos años. Germinó la semilla, brotó y se salvó de los hocicos ávidos de los venados, los corzos, los jabalíes, de los más de medio millón de cerdos ibéricos, ocho millones de ovejas, casi tres millones de cabras y más de un millón de vacas, toros bravos, caballos… que viven en la dehesa.
Por aquel entonces iba marcando muescas en su paladar: becada, champán, ostra, lamprea, trufa, hortolanos, foie, langosta, caviar, angulas, fugu, dátil de mar, atún toro… hasta el apestoso durián tenía la suya. Pero en la otra parte de su memoria también se grababan sabores y experiencias de menos arrogancia y menos lujo, pero de más verdad e intensidad: miel, aceite, pan, cereza, salmonete, jamón, ¡sobre todo jamón!, ¡la mejor golosina de la dehesa!... Salta de Ulises a ella. ¡Sátiro, perverso, guarro! Su voz volviendo del sueño y él cogiendo con los labios y masticando despacio las finas lonchas de jamón que había ido colocando sobre sus culos. Le había hecho unas bragas de buen ibérico de Huelva y lamía el perfume de la grasita que el jamón había dejado sobre sus jamones. Debía reprimirse y no morder allí. Entendía entonces a los vampiros, a los caníbales y a los libertinos de todos los siglos y su empeño insidioso en mordisquearlo todo. Después seguía rebañando a pesar de sus protestas y se refrescaba la boca bebiendo el hilillo de jerez frío que dejaba caer de la copa a esa grieta en la que la espalda pierde su nombre para llamarse de una forma mucho más apetecible. Entonces ella gritaba, el frío, claro, y él debía calentar esas intimidades de la única forma rápida y posible que sabía. ¡Eso es estropear el jamón y el vino! Decía ella ya poco convencida. Él opinaba lo contrario. Relamía su plato y su copa. El sabor del jamón, del jerez y de sus intimidades armonizaban con una perfección que no había visto describir a ninguno de esos gourmet de misa diaria, guía Michelin y tecnoemoción entre las cejas. Ella le dejaba hacer, se dejaba hacer. Jamón sobre jamón, el uno ibérico, el otro de su raza. Vino sobre vino, el uno dulce, el otro seco con notas afrutadas a melocotón ahumado y miel amarga. ¿No decías que no te gusta la lencería? Donde estén unas bragas fabricadas con lonchas traslúcidas de jamón entreverado que se quite cualquier trapo de Victoria Secret. Él pasaba de la seda, solo le excitaba la carne, magra o con tocino, y sus circunstancias.
Cae la tarde y con él todos esos dulces recuerdos (y salados). Una piara de cerdos ibéricos, renegros y relimpios, levantan la jeta al descubrir sus pasos, luego siguen a los suyo, a su felicidad de bestias libres aficionadas a la siesta, el pasto verde, las bellotas, las víboras y los arraclanes. Llega a un paredón de piedra de un antiguo chozo de pastores, ¿tal vez el hogar de Ulises? y se sienta a comer el bocata de jamón mirando al infinito. Ha venido a la dehesa para escribir “sobre el terreno” un artículo sobre este extraño bosque a la vez salvaje y civilizado. Debería enumerar cifras y datos precisos, valores objetivos, evocar su necesaria defensa, denunciar a sus enemigos y sus amenazas, reivindicar su necesidad y su preciosa existencia, pero no quiere hacerlo. Se sabe de memoria el mapa fragmentario de la dehesa, una enorme isla boscosa de cuatro millones de hectáreas que aún resiste todas las formas destructoras del progreso. Escribirá que sus dos bocadillos exquisitos han nacido en la dehesa y también él mismo, su forma de hablar, desear, caminar, escribir… Porque, entre Ítaca, reseca, aburrida y pedregosa, y la dehesa ¿tu que isla prefieres?
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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