Fotograma de la película Stefan Zweig: Adiós a Europa (Maria Schrader, 2016)
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Cuando me senté a escribir esta columna, el viernes 9 de marzo, la primera frase que emergió en la pantalla fue: “Llevaba mucho esperando a escribir esto”. Había tardado tanto, decía, por ser un tema “muy complejo, de casi infinitas implicaciones”; algo sobre lo que hilar finísimo, y muy largo, si uno no quería “perder toda la riqueza posible de matices”. “Para decir todo lo que quisiera decir”, escribí, “necesitaría no uno sino diez artículos”.
Resolví entonces ceñirme a un solo aspecto, contando para ello un par de cosas concernientes a mi currículum sentimental hasta la fecha, con el fin de hablar sobre feminismo y lo que viene sucediendo en los últimos tiempos (y desde hace siglos), y que tuvo su clímax, mediático al menos, esta última semana. Quise empezar por ahí, entre otras cosas, por tratar de enfocar algún rincón distinto de los que se suelen al (sanísimo, necesario) debate público: “Algún cuento que me alumbró en los últimos tiempos, y que espero pueda alumbrar algo útil también para los dos”. Me refería a la mujer, simbólica e hipotética, que pudiera llegar a leerlo.
Quise hablar de las heridas. Las heridas emocionales que todos, hombres y mujeres, llevamos más o menos ocultas ahí en la cueva de cada uno; de cómo las mías me han otorgado un entendimiento impagable, sobre mí y mi comportamiento hacia ellas; de cómo –resumiendo mucho–, sólo en ese reconocimiento propio, mutuo, del sufrimiento de todos (puesto que todo el mundo sufre), podemos en mi opinión construir algo útil, sano, duradero, revolucionario, en el sentido más profundo y verdadero del término.
No llegué a acabarlo. Preferí dejar su conclusión para la mañana del sábado, abordarlo con una mirada nueva, y resolver. Pero en la mañana del sábado algo no terminaba de fluir. Eran varias cosas, de forma y fondo. Una de ellas, la viscosa sensación, discontinua, de que me pudiesen malinterpretar justo en los puntos en los que de ninguna manera quiero que se me malinterprete. Hablaba de heridas: planeaba, no sé si con fundamento, la sospecha de que se me pudiera tachar de algo, lo-que-fuera; cierto temor –por qué no decirlo: temor– a que me atacasen con el argumento de Cómo vamos a comparar el sufrimiento de los hombres con el de las mujeres, Qué pretenderá el Privilegiado Varón Blanco éste (de Murcia, además; y periodista freelance hombre:o sea rico, como todo el mundo sabe). Por ejemplo, miedo a resultar eso que llaman –últimamente a discreción– un cuñao.
Sentí también turbación por la posibilidad de sonar paternalista; de caer justo en algo que me desquicia, en la dirección que sea: creerse uno el portador del fuego sagrado, de la Verdad absoluta que ha de redimir al otro, diciéndole Esto Es Así, tratándolo como a un menor de edad. (Que es lo que han hecho los hombres durante siglos; y lo que otros y otras también parecen pretender últimamente: hacer dictados de parvulario con las Tablas de la Ley sobre lo que hombres y mujeres debemos y no debemos hacer.) No creo que mi artículo fuera en absoluto por ahí, puesto que se trataba y se trata precisamente, para mí, de mirar al otro, a la otra, en absoluto pie de igualdad, a la mismísima altura de los ojos (Mirarnos a los ojos, iba a llamarse el artículo). Por alguna razón, ahí estaba la sospecha. Se me iba el artículo de las manos, también por esas ramificaciones que apuntaba al principio. Así que preferí dejarlo en suspenso. Escribí un wasap al baranda –que es flamenco y entiende estas cosas–: déjame que reformule el tema, tocayo, le pedí, si no hay urgencia, y a ver si mañana culmino.
Como había estado leyendo y escuchando cosas diversas los días previos, para afinar el tono de lo que iba a escribir, me di una vuelta por Twitter; donde, también para tratar de dar puntos de vista y coloraciones distintas al Tema, yo había ido subiendo una serie corta de enlaces con el título genérico de Modelos de mujer. Ejemplos de mujeres con opiniones o formas de vida nada ajustables a parroquia alguna. Entonces me mosqueé de nuevo. Porque, bien pensado, ¿qué implicaciones puede tener esa fórmula, modelos de mujer? ¿Qué podían pensar de eso?
Una de ellas era la fotógrafa, artista visual argentina, Ana Álvarez-Errecalde. Quien, en esa entrevista suya con la que me topé, decía a la entrevistadora que se alegraba de que la llamasen un día equis de noviembre para la charla, y no en marzo, por esto del Día de la Mujer Trabajadora; entiendo que porque ella, y todas las mujeres, están ahí haciendo lo que hacen los 365 días del año. Sentí vergüenza súbita, entonces, pensando que había caído exactamente en lo que Errecalde denunciaba, o le irritaba: vindicar su trabajo un 8 de marzo, porque tocaba. [Hace años, se me ocurrió compartir en otra red social mi sospecha –mosqueante– de que ese día sólo fuera un suvenir, la limosna paternalista que el sistema –patriarcado si quieren– da a ese ente llamado la mujer: como si sólo ese día pudiéramos saber una mitad del planeta que la otra mitad existe y “hace cosas”, como diría nuestro querido prócer. Claro que esa fecha simboliza mucho más, ya que un símbolo consiste exactamente en el valor que la gente le otorga; pero ésa fue mi impresión entonces. (PD: Tengo la convicción de que fue ese comentario lo que provocó que alguna muchacha muy comprometida con la causa, y con quien creía tener una buena amistad, me eliminase entonces de su mapa.)]
Sentí vergüenza súbita, entonces, pensando que había caído exactamente en lo que Errecalde denunciaba, o le irritaba: vindicar su trabajo un 8 de marzo, porque tocaba
Respecto a los demás modelos de mujer, recordé también a la periodista colombiana Jineth Bedoya. Alguien a quien traté muy fugazmente en Bruselas, hace años, cuando fue, de la mano de Amnistía Internacional, a dar testimonio de la salvajada a la que había sido sometida en su país; testimonio que luego reflejé en el periódico del que era becario entonces. Lo que Bedoya contó aquel día, y cómo lo contó, se me quedó aquí dentro, creo que para siempre (al terminar su conferencia fui a hablar con ella; quise haberle dado un abrazo, pero no me atreví). ¿Se consideraría Bedoya un modelo de nada, simplemente por haber sobrevivido y luego contado con tal coraje, con tal colosal humanidad, lo que le sucedió? Me mosqueé más, empecé a sentir vergüenza de nuevo, por mi poca vista. También mencionaba a Marilyn Monroe y a Oriana Fallaci (a Chavela Vargas también la había recordado hacía nada), de quienes escribí perfiles hace un tiempo. ¿Se considerarían ellas modelos, ejemplos de nada? ¿Y qué es un modelo de algo? La compañera de CTXT Bárbara Celis compartió lo de Fallaci comentando que la periodista italiana hubiera seguro secundado la huelga del 8M. Puede que Celis tenga razón. También puede que no: siendo como era Fallaci de imprevisible, cómo saber por dónde saldría; igual que las otras dos.
Dudé si eliminar todos esos tuits (Fallaci, Monroe, Bedoya, Errecalde), cada vez más contrariado. Entonces me topé con otra cosa que había puesto ahí en Twitter el día anterior, el 7: las posturas de dos mujeres distintas, una a favor, otra en contra, sobre secundar la huelga feminista del 8M. Una, que la respaldaba, era nuestra también compañera Ángeles Caballero, en uno de sus artículos de su sección Norma Brutal –alguien valiente que trata de huir como de la tiña de los lugares comunes–. La otra, que no la respaldaba, era la profesora de filosofía y bioética Elena Postigo, explicado en un hilo –también sin argumentos facilones–. Lo que yo pensaba, y había dicho ahí, era algo así como: “Aquí, dos posturas, una a favor, otra en contra”, de la cuestión. Y añadía, recordando a Serrat: “Pues sería todo un detalle, todo un síntoma de urbanidad, que cada cuala hiciera lo que le diera la gana, sin tener que demostrar limpiezas de sangre ideológicas de ningún tipo. ¿Verdad, usted?”.
Mi postura era, es, sencillamente, que no soporto que nadie obligue a nadie a hacer nada (una costumbre muy extravagante, o equidistante). Mi creciente paranoia, sin embargo, me llevó a pensar que quizás alguien pudiera pensar... ¿qué? ...Y terminé borrando todo eso; mi comentario y los enlaces a una y otra postura. Por purísimo recelo al qué dirán, a que alguien pudiera creer que yo era o no era... ¿qué?
No recuerdo bien si eso fue antes o después (quizá después, por ¿equilibrar?) de escribir, esa misma mañana del 9 de marzo en que no pude terminar esta columna, otro tuit. Esta vez con una canción de Aute. Resulta que ese día cumplía 60 años Sharon Stone (“sesenta gloriosos años”, dije), y recordé que Aute le había dedicado una canción, a su exquisita manera, con su elegante y sensual cortesía. Puse la canción y puse lo de los gloriosos años, como íntimo homenaje doble: a Aute, porque cualquier excusa me es buena; a Stone, porque es una mujer interesantísima, y me barrunto que libérrima, más allá, por encima de poseer esa belleza devastadora que ya sabemos, y que sigue teniendo (porque no considero que una mujer tenga que ser joven para ser bellísima).
Entonces me asaltó de nuevo la duda: quizás podría tomarse aquello como un claro síntoma de machirulismo (ya lo vislumbraba: Yo, Machirulo: la autobiografía); quizás podría pensarse que tanto Aute como los secuaces que le damos pábulo estamos cosificando a Sharon Stone. Volví a arrepentirme. Volví a no arrepentirme. Al fin me cansé; lo dejé estar, no borré nada. Me entró hambre, después de estar un rato absurdo aquí delante del portátil, dudando (ah, el puto ego: mi perfil de Twitter, el ombligo del Cosmos; con lo influencer masivo que es uno). Pero lo seguí pensando mientras ponía el agua a hervir y recogía la ropa puesta a secar. Épicas actividades, por cierto, que llevo haciendo desde que me fui de mi pueblo a los 17 años, hace otros 17 años ahora. Viviendo solo, en pareja o con los Rolling Stones.
Pensaba que lo mismo pensarían que soy un machirulo, o peor (me temo que aún no llego a pollavieja, pero estamos en ello). Pensaba eso mientras hacía la comida y recordé también lo que había puesto en Twitter el mismo 8 de marzo, en realidad sin relación (consciente) con la fecha: una canción del gurú Leonard Cohen. Se llama The War, ‘la guerra’, y empieza diciendo: “Hay una guerra entre el rico y el pobre, / una guerra entre el hombre y la mujer...”. A continuación, había enlazado una vieja entrada de blog del año 2014, llamada igual. Cuya primera frase dice que la verdadera y última guerra que todos libramos, sin excepción y desde siempre, es “la de usted contra los que no quieren que usted sea quien es; empezando por usted mismo”.
Al sentarme en el sofá, con el plato de espaguetis especialidad de la casa, me topé con una película sobre la vida de Stefan Zweig, el escritor austríaco judío. Las casualidades no existen: yo había leído y reseñado hace meses una pequeña obra maestra de Zweig, Carta de una desconocida. Un libro que llegó a mis manos poco después de cierta crisis redentora (otra más), y que me hizo de espejito mágico justo sobre todo eso que iba a contar aquí, y no he contado al final: el dolor que podemos hacer sin darnos cuenta, sin intención alguna, como sonámbulos. En el caso del libro, un hombre a una mujer.
En la película, Zweig declaraba a un grupo de periodistas en el Buenos Aires de 1936, sobre algo en torno a lo que había una lógica postura unánime por entonces entre la gente decente –el nazismo–: “No voy a criticar eso en una sala llena de personas que piensan igual. A mi modo de ver sería un gesto sin sentido, carente de riesgo o impacto”.
(En 1942, Zweig y su mujer se suicidaron, los dos juntos, temiendo el triunfo de esa barbarie.)
Terminé de comer, fregué los platos, apagué la televisión, me lavé los dientes, me hice un té. Puse otra vez a Cohen. Y volví a sentarme aquí a resolver esto. Es decir, a (no) escribir esta columna.
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Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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