Norma Brutal
Norma
21/03/2018
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La muerte de Gabriel Cruz me pilló comiendo con mi suegro en un luminoso restaurante de Chamberí. Me preguntó los años que tiene mi hijo. “Siete”, respondí yo. Entonces mi suegro me enseñó el brazo, aunque no hacía falta. Ambos teníamos los pelos de punta. Pero el hambre pudo más que la pena y nos comimos unos huevos fritos con chanquetes. Mandé un mensaje a CTXT con la noticia y dije: “Qué dolor tan grande”. Me tomé un descafeinado y hablamos de fútbol.
En la mesa de al lado había tres parejas de unos 30 años. De esos que vacilan a los camareros y ríen jocosos cuando uno de ellos hace una gracia. Pude escuchar con nitidez una frase cuando salió el tema: “No, si cuando vi que el padre tenía una novia ya me mosqueó un poco, pero no quise decir nada”. La frase la pronunció una mujer, que debería ser fichada de inmediato en los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado como investigadora. O bien entrar en política y dejarla legislar cosas como la prisión permanente revisable.
Esa tarde me enteré de que los niños de la parroquia a la que pertenezco habían dibujado en la misa de la mañana un pescado. Se me saltaron las lágrimas. Abracé a mis hijos. La mayor me suplicó que nunca la dejara sola y que no me echara novio. Me puse a freír calamares mientras escuchaba a Paco González en Tiempo de Juego muerta de risa. Me he ahorrado la tele estos días y no he leído sino apenas uno ó dos artículos al respecto. También sé que la madre del niño entró en la radio con una dignidad y una entereza más grandes que las que yo tendré jamás.
Llevo dos días asistiendo con estupor y tristeza a una nueva muestra de miseria periodística en la que todos estamos implicados. Los del dedo acusador (no sin falta de razón), los que se recrean, los que gritan dentro y fuera de las redes sociales, los que vemos televisión. Yo, que nací cobarde, confieso que a cambio he visto unos minutos de La Voz Kids y algo de Cazamariposas. “Me siento una artistaza cuando estoy en el escenario”, dijo una niña de menos de diez años. En mi salón se escucharon risas.
No he querido señalar ni vestirme de trayectoria profesional impecable porque estaría mintiendo. En estos casos es fácil abrir el cajón de mierda, pero también es duro señalar a gente con nombres y apellidos a los que conoces, a los que tratas. “Nadie les pone una pistola en el pecho, podrían haberse negado a hacerlo, o al menos a no firmar”. “Con la de cosas que no hemos firmado”. “Ya, pero no es lo mismo hacerlo cuando hablas del plan de acción social de un banco que de la muerte de un niño”. Le doy vueltas a este tema una y otra vez y lo hablo con un amigo con cadáveres periodísticos parecidos a los míos. Porque sí, soy cobarde, llorona y algo corporativista. También me da vergüenza ajena lo que hacen determinados periodistas. Y supongo que alguien, en algún lugar, ha sentido algo parecido cuando yo he puesto mi nombre y mi apellido. Y si no es vergüenza ajena, han debido pensar que hago un ridículo espantoso. ¿Les he contado cuando escribí del IPC y lo titulé “Aquí hay tomate”?
Esta mañana cogí el autobús y me dediqué a uno de mis placeres más culpables: hacer como que escucho música cuando en realidad lo que hago es escuchar conversaciones ajenas. Dos mujeres dominicanas y mulatas como Ana Julia hablaban de ella. Yo no soy mulata ni dominicana pero también soy fan, como ellas, de programas como Crímenes imperfectos y Asesinos en serie. Porque ése fue el inicio de un diálogo en el que me quedé con las ganas de participar. Ser televidentes les otorgó, en el trayecto que va desde Atocha hasta Colón, el título de forenses. Por supuesto, también sabían cómo debía actuar el Ministerio del Interior al respecto. Les ahorro los detalles y me voy al final. “Lo que sí te digo es que los periodistas bien que no han ahorrado detalles. Como si no hubiera hombres que mataran y ni nos enteramos. Tendría que hablar el embajador”. Luego hablaron de las ganas de jubilarse. Yo me bajé en el Puente de Juan Bravo y no le conté esto a nadie, pero me hizo pensar.
Acabada mi reunión me vine a casa. En los 13 minutos que tardó en venir el autobús eché un vistazo a Twitter. Mucha chufla con las pensiones. Animé desde mi perfil a Rafa Hernando porque, aunque dicen que la verdad nos hará libres, el sarcasmo nos ayuda a sobrevivir. En esta ocasión no hizo falta sacar los cascos y me fui lanzadísima a sentarme junto a tres señoras. Unos 60 años, con canas, gafas de colores chillones y pantalones vaqueros. Hablaban de series. Les gusta “la de los médicos de la Uno”, han visto algo de de Fariña pero les da pena “lo que ha sufrido Galicia”, hablan de Gabriel. “Estoy harta de especiales informativos”, dice una, y me parece la forma más precisa y preciosa de definir todo esto. Hablan de cómo los políticos han acudido veloces a hacerse la foto y de golpe y porrazo pasan a hablar de nietos, de si llevan o no alzador en el coche cuando van con ellos. Hablan de cambios legislativos, de si es seguro o no llevarlos mirando al maletero o al capó cuando son pequeños, de lo revoltosas que son las criaturas, de los muchos errores de la paternidad de sus hijos. “Mi nieto ha salido muy guerrillero y precisamente es del mismo signo del zodiaco que tu marido. ¿Tu marido es guerrillero también?”, dice una. Las otras ríen porque, como diría mi madre, aquello huele a respuesta picante. Deciden bajarse un par de paradas antes porque quieren tomarse algo. Total, va a estar todo el día lloviendo.
Rafa Hernando, ¿tú vas mucho en autobús?
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