Dos calvos peleando por un peine
El anuncio de negociaciones nucleares entre Trump y Kim Jong-Un revive la amenaza atómica. Cincuenta años después del primer experimento, Estados Unidos posee una tecnología antibalística imperfecta
Edward Burmila (The Baffler) 27/03/2018
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Los halcones de la guerra tienen mucha experiencia vendiendo la fantasía de que se puede sobrevivir a una guerra nuclear a un público estadounidense que suele mostrarse poco receptivo ante la idea de morir abrasado en un holocausto de fuego y radiación. Claro, si se minimiza la posibilidad de una guerra nuclear, la opinión pública podría mostrarse más favorable a una política exterior beligerante que flirtee abiertamente con la guerra. Quizá el ejemplo más explícito de este intento por mandar mensajes en ese sentido provino del subsecretario de Defensa para la organización de la defensa civil durante el gobierno de Reagan, T.K. Jones:
“Una guerra nuclear no es tan devastadora como nos han hecho creer. Si hay suficientes palas para todos, todo el mundo sobrevivirá…Se puede hacer un buen refugio si se sacan las puertas de casa, se cava una trinchera, se apilan un par de puertas por encima, se cubren con plástico para que la lluvia o cualquier otra cosa no estropee el pegamento de la puerta y luego se amontona tierra por encima. La tierra es el secreto”.
Verosímil, ¿verdad?
Este intento por suavizar la imagen del Armagedón coincidió con una casi suicida y desaforada política de riesgo, una profusión en el gasto en defensa y una tremenda bravuconería por parte del gobierno de Reagan, que situó a EE.UU. más cerca de una guerra nuclear a gran escala de lo que había estado desde la crisis de los misiles de Cuba. No obstante, este tipo de mensajes son anteriores a la época de Reagan. Como sucede en la película ¿Teléfono rojo?, volamos hacia Moscú, cuando el general Turgidson promete a la sala de guerra que si EE.UU. ataca primero a la Unión Soviética se podría conseguir la victoria con “no más de diez o veinte millones de muertos, como máximo, dependiendo de los descansos”, los argumentos que minimizan los horrores de las armas nucleares resurgen cada vez que Estados Unidos tiene un líder ansioso por un poco de guerra de la buena.
el signo de la época de Trump es el miedo permanente a que el final del mundo (o al menos de una parte importante) sea una farsa perpetrada por dos calvos peleando por un peine
Ahora los Estados Unidos tienen ese tipo de líder. Al estar Trump y su colega Kim Jong-Un enzarzándose en un concurso público por ver quién la tiene más grande, la posibilidad de que uno o ambos de estos megalómanos inestables pueda llegar a apretar el botón ya forma parte del ruido de fondo de la vida moderna. Si nuestros padres y abuelos vivían con el miedo a que se produjera un intercambio nuclear estratégico con la URSS, el signo de la época de Trump es el miedo permanente a que el final del mundo (o al menos de una parte importante) sea una farsa perpetrada por dos calvos peleando por un peine.
Incluso si los nombres, lugares y tecnologías concretas han cambiado, el mensaje continúa siendo el mismo y se está propagando de nuevo: no será para tanto; diez, veinte millones, como máximo.
Los estadounidenses tuvieron que procesar por primera vez la idea de una guerra nuclear a escala mundial, y sus consecuencias, en la década de 1950, cuando se desarrolló el ICBM (misil balístico intercontinental, por sus siglas en inglés) y la capacidad nuclear de la Unión Soviética. Los líderes militares y políticos se dieron cuenta rápidamente de la necesidad de aplacar el miedo entre la población. Se tenía que convencer a los ciudadanos, como requisito previo y necesario para vivir bajo la constante amenaza de una guerra nuclear, de que se podría sobrevivir a una. Evidentemente, esto no era cierto, pero la percepción supera a la realidad.
La construcción de refugios fue el primer gran bálsamo contra ese miedo, y se alentó a los estadounidenses a que construyeran sus propios búnkeres en el jardín de casa (que luego podrían convertirse en cobertizos o salas de póker). Muy pocos propietarios hicieron caso. Entonces, el plan evolucionó y dio origen a un programa subvencionado a escala nacional para construir refugios públicos colectivos. Cuando el Congreso y el gobierno de Eisenhower (y el de Kennedy después) vieron la factura, se esfumó cualquier posibilidad de construir refugios para que albergaran algo más que una mínima fracción de la población.
Pero que no se diga que al Pentágono le falta imaginación. En lugar de refugios públicos, los encargados de la defensa civil pensaron en una política oficial que permitiera evacuar las ciudades antes de que se produjera un ataque nuclear. ¡Qué reconfortante! Hasta un niño podría supervisarlo. El gobernador de California, Edmund Brown Jr., amablemente señaló que “Los Ángeles ni siquiera puede evacuarse un viernes por la noche”. Así y todo, un funcionario del departamento de Defensa elaboró un plan que facilitaría la evacuación de las ciudades al dejar salir primero a los coches que tuvieran matrículas impares (en serio). Los propietarios de matrículas pares esperarían en casa con paciencia a que les llegara su turno. Nunca se aclaró hacia donde se evacuaría a los residentes urbanos, posiblemente porque los cerebros que estaban detrás de la idea se dieron cuenta de que un plan con una primera etapa tan pésima no necesitaba una segunda. En realidad, el plan no necesitaba funcionar, ya que los refugios y las estrategias de evacuación eran meros temas de conversación.
En la década de los sesenta y principios de los setenta, el discurso cambió hacia la posibilidad de encontrar una solución de corte tecnológico: defensa con misiles. Los misiles antibalísticos (ABM, por sus siglas en inglés) son y han sido el santo grial de la planificación de defensa estadounidense desde hace más de cincuenta años. El problema es que da igual cuánto dinero se dedique a ese problema (y se han dedicado miles de millones), esos aparatos de mierda sencillamente no funcionan.
Y no es porque no se haya intentado. El principal problema es que tanto el misil como la cabeza nuclear viajan a varias veces la velocidad del sonido. Solo imagina que te defiendes de una bala disparándola con otra mientras está en el aire: eso es el ABM.
Cuando George W. Bush retiró a Estados Unidos del Tratado sobre Misiles Antibalísticos, el gasto se disparó a unos niveles que solo Reagan podría haber imaginado, aunque sucedió de forma más discreta
Las siguientes décadas están plagadas (igual que el paisaje físico, en el caso de los primeros ABM: Nike Zeus y Safeguard) de intentos abortados por incorporar un sistema de defensa con misiles que funcione. El plan de Reagan imitando la Guerra de las galaxias es quizá el ejemplo más conocido, pero ni mucho menos el único. Cuando George W. Bush retiró a Estados Unidos del Tratado sobre Misiles Antibalísticos, el gasto se disparó a unos niveles que solo Reagan podría haber imaginado, aunque sucedió de forma más discreta.
Hoy en día, cincuenta años después del primer experimento, Estados Unidos posee una tecnología antibalística que siendo generosos se puede calificar de imperfecta. El Sistema de Defensa Terminal de Área a Gran Altitud (THAAD, por sus siglas en inglés), como su propio nombre indica de forma indirecta, solo es eficaz en un área limitada.
Tranquilos, muchachos. Los derribaremos. Fijo.
Al mismo tiempo que a Trump se le pone dura imaginando una guerra nuclear contra Corea del Norte, aparecen artículos en prensa alabando las maravillas de la tecnología antibalística estadounidense, como si ambos se hubieran puesto de acuerdo. Solo la CNN ha emitido ya doce reportajes sobre el THAAD y el sistema de defensa con misiles desde la primavera de 2017. El presidente Trump prometió en noviembre que destinaría cuatro mil millones de dólares adicionales para solucionar el problema… y de forma simultánea conseguía aumentar el riesgo de guerra al intercambiar insultos infantiles con “el hombre cohete”.
Decirle a la gente que una guerra nuclear no es algo tan grave porque se pueden derribar los misiles que nos disparen, coincide con la respuesta tradicionalmente utilizada, pero en realidad es bastante discutible. Los estadounidenses no se llevarán la peor parte de la guerra que está iniciando Trump contra Corea del Norte a través de Twitter. Corea del Sur y Japón son los países donde morirán millones de personas. Pero eso solo supondría un gravísimo problema si el presidente o su base política valoraran en lo más mínimo las vidas de personas no estadounidenses y no blancas.
Seúl (con una población de diez millones de personas) se encuentra a menos de 80 km de la zona desmilitarizada, y los veinte minutos de diferencia entre lo que tarda Corea del Norte en detectar un ataque inminente y lo que le cuesta a la máquina de guerra estadounidense destruir Pionyang es tiempo más que suficiente para convertir la ciudad en algo salido del Apocalipsis de San Juan. Los estadounidenses disponen de una fantasía tecnológica que les tranquiliza porque las armas nucleares no pueden hacerles daño, aunque lo más probable es que sí puedan. Sin embargo, los coreanos del sur no tienen ese consuelo.
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Traducción de Álvaro San José
Este artículo se publicó en inglés en The Baffler.
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