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Tribuna

La ley española es pasado para las mujeres

¿Qué tiene que ver la sentencia de la Manada –la diferencia jurídica entre abuso y agresión sexual– con una lucha histórica del feminismo en España que pedía la abolición del delito de adulterio?

Alba González Sanz 27/04/2018

<p>Manifestación en protesta por la sentencia de La Manada, Madrid</p>

Manifestación en protesta por la sentencia de La Manada, Madrid

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Cuando comenzaba el siglo XX, cuando las décadas se aproximaban a esa Segunda República que tan importante fue para la ciudadanía de las mujeres, la relación entre estas y la judicatura en España era francamente peor que la que hoy vivimos. Matar mujeres salía barato, como sigue saliendo hoy, y en palabras de Emilia Pardo Bazán, el mujericidio estaba a la orden del día –el libro Masculinidades en tela de juicio de la historiadora Nerea Aresti (Cátedra, 2010) da buena cuenta de ello y es una lectura genealógica fundamental–. Podríamos hablar del estigma de las madres solteras, del no reconocimiento de la paternidad fuera del matrimonio canónico, de la ausencia de personalidad jurídica en los códigos que consideraban a la mitad de la población o bien como menor de edad perpetua o bien como demente, de la pérdida de nacionalidad en caso de matrimonio con extranjero, de los asesinatos, claro que sí… pero después del fallo judicial por la violación grupal en Pamplona, a mí no se me va de la cabeza que estamos ante un caso que es nuestro artículo 438 –el de adulterio–, una muestra extrema y especialmente simbólica del machismo estructural de sociedad, leyes y Estado, que cristaliza una época. Hagamos un poco de historia.

Las feministas de hace casi cien años tuvieron un caballo de batalla especialmente doloroso que, de otra forma, tiene también que ver con la libertad sexual de las mujeres, desde ayer violentada en la ley de forma flagrante. Me refiero al delito de adulterio y a cómo lo recogía el Código Penal de entonces. El artículo 438, en resumen, decía que sólo la mujer puede incurrir en el tipo penal del adulterio, es decir, daba por normal, legal y no problemático que un varón tuviera relaciones fuera del matrimonio. Ni siquiera se recogía en la ley la hipótesis de que eso fuera susceptible de delito salvo en el supuesto de que el hombre incurriera en un adulterio escandaloso, con amancebamiento: ponerle un piso a la querida, meterla en casa, hacer muy evidente la ruptura del pacto hipócrita de una sociedad católica que no concebía el derecho al divorcio y daba por sentado que un hombre necesita algo más que la legítima esposa del hogar para satisfacer su deseo. Pero, lo relevante de aquel artículo era que daba patente de corso a los matadores de sus mujeres, pues si el esposo sorprendía a la esposa en tal circunstancia adúltera y, en ese momento, la mataba a ella y al amante, no le pasaba judicialmente nada. Las feministas, desde doña Emilia a Carmen de Burgos, María Cambrils, María Lejárraga, Campoamor, Nelken, Hildegart, todas las que escribieron sobre este tema desde finales del XIX hasta esa Segunda República denunciaron que con la excusa del supuesto adulterio, en España se mataban mujeres sin rubor, porque se las mataba acusando en falso. La que ha faltado a la honra del esposo merece morir. La que no se deja matar para guardar su honra no es digna de la justicia de los hombres. ¿Ven por dónde voy?

si el esposo sorprendía a la esposa en tal circunstancia adúltera y, en ese momento, la mataba a ella y al amante, no le pasaba judicialmente nada

Adulterio en España desde 1870: mantener relaciones sexuales con un varón que no es aquel con el que se ha firmado el contrato de matrimonio, delito únicamente femenino que de ser castigado con la muerte a manos del esposo deshonrado no merece más condena por parte de la justicia. Adulterio: delito que no podía cometer un hombre al que se le presuponía libre acceso al cuerpo de las mujeres dentro y fuera de su hogar, con o sin pago de por medio. Si a esto le añadimos el sometimiento jurídico de aquella que tenía la mala idea de casarse (que eran la práctica totalidad de las españolas de entonces, porque sin poder acceder libremente a la educación y al trabajo, la única manera de subsistir sin prostituirse –en casi todas las clases sociales– era ser mueble casado), la situación de sometimiento estructural de la mayor parte de las mujeres era evidente. En aquel entonces, cuestiones como considerar que la violación puede darse dentro del matrimonio eran inconcebibles. En el núcleo de ese caballo de batalla del que Carmen de Burgos dejó un relato estremecedor, la novelita corta El artículo 438 de 1921, está la libertad de una mujer, su ciudadanía expresada en el cuerpo, en el derecho a una vida libre de violencias que eran, que son, en su fondo último, de índole sexual. Y ayer se constató, de forma dolorosa, lo que ya sabíamos: que ese núcleo de nuestra libertad sexual sigue en disputa.

¿Por qué digo que tengo la sensación de que la sentencia de “la Manada”, la diferencia jurídica entre abuso y agresión sexual, los alcances precisos en los que se matizan ‘violencia’, ‘intimidación’ o ‘consentimiento’, será en términos de reivindicación feminista nuestro artículo 438? Porque pienso que hablar de la libertad sexual de las mujeres, expresada en cuerpos y deseos no sometidos a un tercero(s), abre en canal el contrato social, que Carole Pateman llamó sexual. Lo hizo para explicar allá por 1995 que esta especie de paz de poderes separados, voto, heterosexualidad normativa y violenta y teóricos derechos, se sostiene en el libre acceso de los varones, hermanos, fratría, al cuerpo de todas las mujeres que se considera impropio, indigno y no respetado cuando no está contratado matrimonialmente y dentro de una casa. Ese es el melón, por decirlo vulgarmente, viejo y nuevo cada día: nuestro cuerpo, nuestra sexualidad, nuestra libertad cifrada en poder vivir el deseo y el disfrute sin que ningún juez pueda decir –mientras somos violadas y como cuestionamiento de ese hecho– que no advierte en nosotras actitud pudorosa. El derecho a no ser pudorosas como expresión de la libertad de quienes no estamos en el mudo para ser orificio a libre disposición de nadie.

La sentencia de Pamplona, la lucha por una ciudadanía que se exprese también en el cuerpo y en su deseo, es nuestro artículo 438 porque la violación es el elemento de amenaza implícita y explícita que coarta, en todos los ámbitos, esa ciudadanía de las mujeres. Leer el fallo y el voto particular es constatar, como lo hacemos en tantos ámbitos, que la vida de la mitad del mundo pasa por aprender rápido ese pudor y ese autocuidado para no tener problemas; por esquivar jefes o compañeros graciosos y sobones, por limitar nuestros itinerarios en la calle con la intención de estar seguras, por no hablar y callar sobre ese lugar en el que sucede la mayor parte de la violencia sexual en este país, en el mundo, a todas las edades: la casa, la intimidad, la familia cercana. En España se denuncia una violación cada ocho horas y las propias estadísticas oficiales estiman que eso no es ni el cuarto de las que se deben de producir; no incluyo las hipótesis sobre violencia sexual en la infancia porque no quiero compartir esa arcada, se pueden buscar fácilmente. Así que más de una decena de mujeres son violadas diariamente en España. Multiplicad, los coños y los golpes, por 365 días al año, por muchos años, por siempre. Y sólo hablamos del sexo, no de otras violencias previas, necesarias, aparejadas. Sólo hablamos de violentar el cuerpo de una mujer para satisfacer y consumar un poder patriarcal tan antiguo como el puto mundo

Pronunció Clara Campoamor, allá por 1928 en la Academia de Jurisprudencia de Madrid, y luego dejó impreso en 1936, que “la ley escrita, sólo por el hecho de hacerse escrita, está ya trascendida. Fija un momento que empieza a ser pasado desde el día de su promulgación”. La ley española, como tantas otras, es pasado para las mujeres, perpetuo pasado de sometimiento a la voluntad y al deseo masculinos, contaminada de construcciones culturales por las cuales las mujeres debemos defender nuestro honor con la vida –ya lo miremos en tradición romana, católica o judía, y todas nos fundan– y si no, no merecemos la vida, el reconocimiento de esas leyes patriarcales que esperan de nosotras la inexistencia o, claro, la culpa encarnada en una vida de desolación si sobrevivimos. Todas sabemos que la partida acaba cuando nos enganchan en un portal cinco hijos sanos de patriarcado y perdemos valor como mujeres en tanto que usadas por otro(s). Todas y todos sabemos, aunque creo que eso merece reflexión aparte, que la celebración del poder de un patriarca, de un empresario, de un hombre de éxito, de cualquier hombre satisfecho de sí mismo, es el consabido “volquete de putas”, las “putas y varios”, los cuerpos de todas. Eso que sale en cada caso de corrupción e indecencia política, de Granados a Trump, y que sostiene lo que Pateman denunció por contrato sexual de sometimiento y lo que debemos empezar a llamar, con todas las letras, trama patriarcal cada vez que hablemos de la corrupción política en España.

La ley española, como tantas otras, es pasado para las mujeres, perpetuo pasado de sometimiento a la voluntad y al deseo masculinos

Nuestro artículo 438, hermanas, hermanos cómplices con la justicia y los derechos, es abrir de una vez en canal aquello que somos en el deseo, en los cuerpos, y reconocer esta sexualidad heterosexual violenta, avasalladora, fálica, que unos portan por socialización y educación sexual en el porno y nosotras aguantamos por costumbre de supervivencia, para preguntarnos por la libertad al margen de la genitalidad y de las construcciones culturales de lo que es ser ‘hombre’ o ‘mujer’, de esa masculinidad y de esa feminidad que necesitamos seguir poniendo en tela de juicio a través de la educación y, sobre todo hoy, de la modificación de unos códigos legales que nos quieren Lucrecias. Antes de desgarrarnos el pecho para recibir el puñal que nos anule porque no valemos cuando hemos sido violadas, desgarremos ese Código Penal de sentidos patriarcales que piden resistencia heroica ante el agresor porque no saben del miedo que atesora un cuerpo que quiere vivir y que tiene, no lo olvidemos, derecho a vivir libremente.

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Alba González Sanz es investigadora feminista y escritora @albagsanz

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Alba González Sanz

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