Memoria
Ocho mujeres valientes y un ángel de la muerte
Homenaje a tres madres de Plaza de Mayo, dos monjas y tres jóvenes activistas secuestradas y desaparecidas en 1977, en un feminicidio colectivo organizado por Alfredo Astiz, uno de los represores más crueles de la dictadura argentina
César G. Calero Buenos Aires , 1/05/2018
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“Todo esto que hacemos, venir acá, los habeas corpus, las entrevistas, las idas a la policía y a los regimientos, todo es inútil –decía Azucena Villaflor–, nada de esto nos va a llevar a nada, lo que tenemos que hacer es ir a Plaza de Mayo (...) y cuando seamos bastantes, porque desgraciadamente vamos a ser enseguida bastantes, porque es mucha la gente que está desapareciendo, vamos a atravesar la plaza, vamos a cruzar la calle, nos vamos a meter en Casa de Gobierno, no nos vamos a dejar rajar por nadie, y vamos a llegar a Videla, porque Videla no debe saber el alcance que está tomando esta terrible represión”.
La voz firme de la veterana actriz Cristina Banegas recrea un pasaje del libro El infiltrado, del escritor y periodista Uki Goñi, en el que se hace referencia a Azucena Villaflor –una de las fundadoras de la organización Madres de Plaza de Mayo–, secuestrada en Buenos Aires el 10 de diciembre de 1977 por agentes de la dictadura cívico-militar que causó la desaparición de 30.000 activistas en Argentina entre 1976 y 1983. Unos meses antes, el 30 de abril de 1977, y bajo el impulso de Villaflor, un grupo de 14 madres se concentraba por primera vez en la histórica plaza del centro de Buenos Aires, frente a esa Casa Rosada habitada por un Jorge Videla que, al contrario de lo que suponía entonces Villaflor, era el máximo responsable de la represión. “Circulen”, les conminó un policía. Y ellas, solícitas, le hicieron caso. Circularon sin detenerse alrededor de la pirámide de la plaza ese día y muchos más. Su lucha cumple ahora 41 años.
El predio de lo que fue la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), el centro de detención clandestino donde desaparecieron unos 5.000 activistas, es desde hace unos años un espacio para la memoria. En el antiguo casino (o casa) de oficiales, hoy reconvertido en el Museo Sitio de Memoria ESMA, se celebra un sábado al mes la denominada visita de las cinco, un encuentro especial en el que participan supervivientes de la dictadura, intelectuales, artistas y miembros de la sociedad civil. La visita de este sábado, 21 de abril, es todavía más especial, si cabe. Decenas de personas se agolpan en el patio del antiguo casino a la espera de presenciar un original y emotivo homenaje a ocho mujeres valientes secuestradas y desaparecidas en 1977 tras la infiltración en el grupo de las madres de un joven oficial de la Marina argentina llamado Alfredo Astiz. Bajo la falsa identidad de Gustavo Niño, el capitán de fragata se presentó ante las madres haciéndose pasar por el hermano de un desaparecido y se ganó su confianza. Por su cara de niño, sus ojos azules y su cabello dorado, las madres se referían a él como el ángel rubio. Una vez infiltrado, Astiz sería el responsable del secuestro del grupo de la Iglesia de Santa Cruz, donde se reunían los familiares de desaparecidos. Ocho mujeres y cuatro hombres caerían en las redes del Grupo de Tareas 3.3.2 entre el 8 y el 10 de diciembre de 1977 y serían trasladados a la ESMA, el siniestro centro de torturas y exterminio ubicado en una gran manzana de la Avenida Libertador, en el límite norte de la capital argentina.
Los 12 de la Santa Cruz, como se conoce al grupo, permanecieron en la ESMA entre cinco y diez días antes de ser incluidos en un vuelo de la muerte
Las víctimas de Astiz fueron tres mujeres de la incipiente organización Madres de Plaza de Mayo: Villaflor, de 52 años; Esther Ballestrino de Careaga (59) y María Eugenia Ponce de Bianco (53), dos monjas francesas: Alice Domon (40) y Léonie Duquet (60), y tres jóvenes luchadoras (Ángela Auad, 32; Raquel Bulit, 33, y Patricia Oviedo, 24), además de cuatro activistas varones. Los 12 de la Santa Cruz, como se conoce al grupo, permanecieron en la ESMA entre cinco y diez días antes de ser incluidos en un vuelo de la muerte. Algunos cuerpos aparecieron más tarde en la costa atlántica argentina y fueron enterrados sin identificación. En 2005, cuando se reanudaron los juicios a los represores bajo el gobierno de Néstor Kirchner, el prestigioso Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) identificó los restos de Villaflor, Ballestrino de Careaga, Ponce de Bianco, Duquet y Auad. Los demás integrantes del grupo continúan desaparecidos.
Cuatro décadas después de esos hechos, ocho mujeres (acompañadas de Goñi) aparecen en el patio de la casona de la antigua ESMA ante el aplauso cerrado de la audiencia y el reconocimiento de varias madres de Plaza de Mayo presentes. Son actrices y cantantes convocadas por la directora del museo, Alejandra Naftal, y por Goñi para leer pasajes de El infiltrado (de reciente reedición en Argentina) en sucesivas performances representadas en las mismísimas entrañas del (ex) infierno. Con una minimalista puesta en escena, Cristina Banegas, Julieta Ortega, Patricia Sosa, Malena Sánchez, Srta. Bimbo, Ana Celentano, Coni Marino y Celsa Mel Gowland se disponen a leer durante más de una hora textos sobre las ocho mujeres represaliadas en los rincones más perturbadores del antiguo centro de tortura (hoy todavía prueba judicial en los procesos contra represores).
A Julieta Ortega (célebre actriz e hija del cantautor Palito Ortega) le ha tocado en suerte el sótano del edificio, el lugar al que llevaban a los detenidos para ser torturados en sesiones interminables. Era también el último sitio al que eran conducidos aquellos que iban a ser arrojados al mar en los siniestros vuelos de la muerte. En la enfermería instalada en el mismo sótano, los médicos militares les inyectaban pentotal a los presos para adormecerlos antes de trasladarlos en camiones a las pistas de Aeroparque, Ezeiza o El Palomar, desde donde partían esos vuelos de la infamia. Julieta Ortega trae a la memoria a la religiosa francesa Léonie Duquet. Como su compañera Alice Domon pertenecía a la Congregación de las Hermanas de las Misiones Extranjeras de París. Ambas colaboraban con los familiares de la parroquia de Santa Cruz. A Domon la recuerda con su performance la joven actriz Malena Sánchez en el tercer piso de la antigua residencia de los oficiales, conocido como Capucha, donde se apilaban los detenidos. “Hay que seguir luchando y saliendo a la calle, es lo único que nos queda”, comenta Sánchez en un breve descanso de su actuación.
Cecilia de Vincenti y Mabel Careaga, hijas de Azucena Villaflor y Esther Ballestrino, respectivamente, presentes en el homenaje, intentan contener la emoción que les produce pisar el mismo lugar donde sus madres fueron torturadas hace algo más de 40 años: “Es muy doloroso y es muy triste recordar toda la historia porque fueron madres que salieron a buscar a sus hijos, tratando de encontrar justicia, y lo que encontraron fueron militares represores que las tiraron vivas desde un avión. Durante muchos años no pudimos saber nada de ellas”, cuenta De Vincenti. Para ella, como para Careaga, recordar a esas mujeres a través del libro de Goñi es “sumamente importante”. Y especialmente, subrayan, en un momento en que el gobierno conservador de Mauricio Macri se ha distanciado de esa política de derechos humanos que fue una de las banderas del kirchnerismo durante doce años. La última estocada a los familiares de las víctimas ha sido el anuncio de la posible excarcelación de un grupo de represores entre los que figura el propio Astiz –condenado a cadena perpetua por delitos de lesa humanidad– para que cumplan prisión domiciliaria alegando motivos de salud.
Hilda Micucci, a sus 91 años, va de rincón en rincón escuchando a las actrices. No es la primera vez que visita lo que fue la ESMA, un lugar que le provoca sentimientos dolorosos: “Me cuesta mucho venir, la primera vez que vine fue un golpe muy duro para mí”. En esta ocasión ha sacado fuerzas para no perderse el homenaje a las madres: “Fue tremenda la desaparición de estas madres. Las secuestraron nada más por el hecho de querer, como todas nosotras, que nos informaran qué habían hecho de nuestros hijos. Ese es el derecho mínimo que puede tener una madre: saber qué hicieron con sus hijos cuando se los llevaron sin orden judicial, sin saber qué autoridad ordenaba la detención, por qué los detenían, dónde se los llevaron y qué hicieron después con ellos. Es la violación de todos los derechos”. Micucci, integrante de la Línea Fundadora de Madres de Plaza de Mayo, lleva cuatro reclamando por sus dos hijos, desaparecidos en noviembre de 1976: “En un primer momento sé que estuvieron en (el centro de detención) Campo de mayo y después no supe más de ellos”.
El infiltrado
Cuando Alfredo Astiz fue desenmascarado, pasó de ser un ángel rubio a un ángel de la muerte, el alias que le acompaña desde que se conocieron sus crímenes. Finalizada la dictadura estuvo libre durante muchos años. Pero la derogación de las leyes de obediencia debida y punto final bajo el gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) acabó con su impunidad. En el primer juicio de los crímenes de la ESMA fue determinante el testimonio de Uki Goñi y el libro que había publicado en 1996 sobre la infiltración del capitán de fragata en Madres de Plaza de Mayo. Astiz fue condenado en 2011 a cadena perpetua. En noviembre pasado, cuando se leyó una nueva sentencia contra los represores de la ESMA, recibió otra pena similar. Un fallo en el que por primera vez se condenó a los pilotos que participaron en los vuelos de la muerte.
En 1977 Goñi trabajaba en el periódico Buenos Aires Herald, editado en inglés, cuando le encargaron que atendiera a esas madres que llegaban a la redacción del único medio que atendía las demandas de los familiares de desaparecidos e informaba sobre la represión. Hijo de un diplomático y educado en el extranjero, Goñi había llegado a Argentina con 21 años y se encontró con un país donde reinaba el miedo y el silencio.
Tras haber reelaborado el libro para esta nueva edición (El infiltrado, Astiz, las madres y el Herald, editorial Ariel), Goñi ve ahora ese doloroso episodio a través del espejo del movimiento feminista y el fenómeno de NiUnaMenos en Argentina: “Fue un feminicidio complejo de Astiz. Ya en 1977 sentí que cuando nadie se atrevía a oponerse al régimen, estas mujeres indómitas y valientes se atrevían a marchar en la Plaza de Mayo alrededor de la pirámide. Sus maridos no querían que hablaran y ellas se peleaban con ellos delante de mí en el diario. El arrojo de estas mujeres para las mentes medievales de los militares debió ser muy ofensivo”.
Para el escritor, autor de varios libros sobre las conexiones del nazismo con Argentina y corresponsal del diario británico The Guardian, la única vía para sanar la herida de esa etapa atroz de la historia argentina es la “justicia reparadora y el trabajo de investigación serio”. “Ahora se habla en Argentina de reconciliación –comenta–; está de moda el negacionismo, pero eso es imposible con hombres que no se han arrepentido, que no ofrecen nada”.
Alejandra Naftal es superviviente de un campo de detención clandestino durante la dictadura y desde hace tres años dirige el Museo Sitio de Memoria ESMA. Al igual que Goñi, cree que se “alinearon los planetas” para recordar a las ocho mujeres con una intervención performática en el museo en un momento en que el movimiento feminista vive un auge en Argentina: “Las madres y abuelas de Plaza de Mayo han penetrado en la cultura argentina y en el movimiento de las mujeres”. Para Naftal, el hecho de que haya cientos de represores en prisión y que siga habiendo juicios por delitos de lesa humanidad en Argentina es fruto de la lucha de unos movimientos de Derechos Humanos que son ejemplo para el resto del mundo. Según el último informe de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad (PCCH), publicado en diciembre del año pasado, 853 exagentes de la dictadura han sido condenados desde 2006, algunos de ellos a cadena perpetua. Al mencionarle la situación tan diferente que ha transitado España, donde el franquismo nunca ha sido judicializado, Naftal echa en falta un movimiento popular vigoroso que lleve adelante sus demandas por encima del poder de turno: “En Argentina el movimiento de Derechos Humanos nunca bajó los brazos, luchó con gobiernos a favor y en contra, y hoy su lucha es lo único que une e interpela a la sociedad, por haber convertido el dolor en memoria, verdad y justicia”. Ese movimiento consiguió hace un año, tras una multitudinaria manifestación en Buenos Aires, que se revocara una polémica decisión judicial que favorecía a los represores. Ha logrado también que uno de los principales genocidas de la dictadura, Miguel Etchecolatz, vuelva a prisión tras haber sido excarcelado a finales del año pasado. Y hasta se atrevió, hace dos semanas, a entregarle una carta a Mariano Rajoy, cuando el presidente español se acercó al Parque de la Memoria durante su visita oficial a Argentina. Nueve organismos de Derechos Humanos le pedían en la carta que el Estado español juzgue a los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura franquista o que extradite a los imputados en la causa que se tramita en Argentina.
Como sostiene Goñi, para que la justicia pueda intervenir y ayudar a sanar heridas es necesario la información, conocer todos los detalles de la historia. De los crímenes en la ESMA se tuvo noticia gracias a los testimonios de los supervivientes, a libros como El infiltrado y a las fotografías de Víctor Basterra, el preso al que los militares le habían encargado tomar imágenes de detenidos y oficiales y que se las ingenió para sacar de la ESMA parte del material y divulgarlo tras la caída del régimen en 1983. Con esas y otras pruebas, el trabajo de los jueces fue y sigue siendo fundamental. Tal vez por eso, una de las mayores ovaciones en la clausura del acto se la lleva la jueza María del Carmen Roqueta, la magistrada que condenó a Videla a 50 años de cárcel por la apropiación de bebés durante la dictadura. Emocionada, resume en una frase su actuación: “Sólo cumplí con mi trabajo, administrar la justicia de la mejor manera”.
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César G. Calero
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