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Marcha de repudio contra la prisión domiciliaria al genocida Etchecolatz. Enero de 2018. Mar del Plata.
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Miguel Etchecolatz colecciona varias condenas a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad. Pese a ello, hoy es un hombre casi libre. A sus 88 años, el excomisario de la policía bonaerense, responsable de una veintena de centros clandestinos de detención durante la última dictadura argentina (1976-1983), disfruta del verano austral en su casa de Mar del Plata gracias a una reciente y polémica resolución judicial que le ha otorgado prisión domiciliaria por problemas de salud. El fallo, decretado en plenas Navidades, indignó a los organismos de Derechos Humanos. Miles de personas se manifestaron a principios de año en la turística ciudad costera para repudiar la excarcelación de uno de los principales genocidas del régimen militar, condenado en varios juicios por asesinatos, desapariciones, secuestros, torturas y robo de bebés. Entre los manifestantes, además de las organizaciones tradicionales de madres, abuelas e hijos de detenidos-desaparecidos, marchaban también algunas hijas e hijos de represores de la dictadura, entre ellas Mariana Dopazo, quien hace un par de años logró que la justicia le autorizara el cambio del apellido que había llevado hasta entonces: Etchecolatz.
El caso de Mariana fue uno de los detonantes para la creación hace unos meses de un colectivo de hijos de represores que decidieron denunciar públicamente a sus progenitores después de años de silencio, dolor y traumas. Agrupadas en el colectivo “Historias desobedientes” desde mediados del año pasado (y más recientemente también en “Hijxs y ex hijxs de genocidas”), varias hijas de represores (a las que se unieron más tarde algunos varones) se han convertido en las nuevas voces que reclaman memoria, verdad y justicia, el mismo grito que las abuelas, madres e hijos de los 30.000 desaparecidos llevan lanzando en Argentina desde hace 40 años.
“Crear una vida propia, a las sombras de mi progenitor, uno de los genocidas más siniestros de nuestra historia, fue muy difícil. Siempre rodeados de armas, acompañados de custodia policial y metidos en una burbuja. Mi vieja hacía lo que podía, amenazada recurrentemente por él: ‘Si te vas, te pego un tiro a vos y a los chicos’. De hecho, mi recuerdo más crudo de la infancia da cuenta del sufrimiento permanente: cada vez que él volvía de la Jefatura de Policía de La Plata, nos encerrábamos a rezar en el armario con mi hermano Juan, para pedir que se muriera en el viaje”. Así arranca el escalofriante relato que Mariana Dopazo publicaba en la revista digital La Garganta Poderosa días después de que Etchecolatz, de quien Mariana se declara “ex hija”, obtuviera el beneficio de la prisión domiciliaria.
La presencia de Mariana en una multitudinaria marcha celebrada en mayo del año pasado contra una sentencia de la Corte Suprema que había rebajado la pena a un represor (fallo revocado más tarde gracias a una ley aprobada de forma exprés por la presión popular) aceleró la salida a la luz de todas esas historias desobedientes de las que hasta entonces apenas se tenían noticias.
Marcha de repudio contra la prisión domiciliaria al genocida Etchecolatz. Enero de 2018. Mar del Plata.
Historias como las de Analía Kalinec. Su padre, el exoficial de la policía federal Eduardo Kalinec, conocido como el “Doctor K”, fue condenado a cadena perpetua en 2010 por crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la dictadura cívico-militar. El “Doctor K” participó en interrogatorios y torturas en los centros clandestinos de detención del denominado “circuito ABO” de Buenos Aires (Club Atlético, El banco y El Olimpo). Analía vivió una infancia feliz junto a sus padres y sus tres hermanas. “Éramos una familia modelo”, asegura en una charla con CTXT. Hasta que en 2005, con el cambio de clima político tras la llegada al poder de Néstor Kirchner dos años antes, se reactivan los juicios a represores y se derogan las leyes de punto final y obediencia debida que habían otorgado inmunidad a cientos de genocidas. El “Doctor K” cae detenido el 31 de agosto de 2005. Y Analía descubre entonces con quién ha convivido realmente desde su nacimiento en 1979: “Cuando asumo lo que hizo mi papá, no podía procesar lo que estaba pasando. No entendía nada. Estuve dos años repitiendo que era injusto tener un padre preso. Se nos dijo que todo era producto de un gobierno revanchista. Cuando leí la causa, tuvo un coste emocional muy fuerte para mí. No desconozco esos años donde estuve totalmente negada. Muchos deben estar en ese estado de negación como mecanismo de defensa. Otros sentirán vergüenza, algunos los defenderán”, relata Analía, maestra psicóloga en una escuela de Buenos Aires. Tanto ella como el resto de miembros de Historias Desobedientes y de Hijxs y ex Hijxs de Genocidas están en contra de cualquier iniciativa de reconciliación o de amnistía hacia los represores: “Nuestros padres siguieron reivindicando lo que hicieron, no se arrepienten, mantienen el pacto de silencio. Eso es algo nocivo para la sociedad y no hay reconciliación posible ante tamaña aberración”, sostiene Analía, una de las primeras hijas que contó su historia en un libro aparecido en 2016.
A Analía no le mueve el odio. Hace diez años que no tiene relación con ese Doctor K que cumple cadena perpetua por crímenes horrendos: “Mi papá es un hombre enfermo, y yo entiendo que mi posicionamiento es también un acto de amor hacia él. Negar lo que hizo no es una posición saludable y yo le estoy diciendo: ‘Dale, papá, arrepentite, hiciste mal, decí algo. Tratá de ayudar a otras personas. Esa es por lo menos mi lucha interna. Hay que ver si él puede afrontar eso. Hablo con él imaginariamente”.
Para Liliana Furió (1963), documentalista de cine, el sentimiento que define la relación con su padre, el represor Paulino Furió, tampoco es el odio. Tanto ella como Analía, promotoras de Historias Desobedientes, prefieren hablar de “tristeza”. Tristeza por tanto dolor y por tantos años de trauma. Tristeza por haber comprobado que sus progenitores les acunaban o les leían cuentos después de haber pasado horas aplicando tormentos a jóvenes indefensos en las salas de la muerte de los centros de tortura clandestinos. Con demencia senil, Paulino Furió cumple condena perpetua domiciliaria por crímenes cometidos en Mendoza durante la dictadura. Fue jefe del G2 (División de Inteligencia del Ejército) y sentenciado a prisión perpetua en 2012 por la desaparición de una veintena de personas.
“Es una tristeza profunda. Lo nuestro es una tragedia familiar. Ese sentimiento está por encima del odio”, explica Liliana a CTXT. E insiste en que su reclamo no pasa en ningún caso por la reconciliación, una estrategia que algunos sectores políticos y mediáticos tratan de instalar periódicamente. El último intento ha llegado de la mano del jefe del bloque de diputados de Cambiemos, la coalición de derecha que gobierna en Argentina desde 2015 con Mauricio Macri a la cabeza. Nicolás Massot, joven promesa de la derecha “cool” argentina, habla en una entrevista publicada hace unos días en el diario Clarín de imitar el ejemplo sudafricano de reconciliación nacional para “superar” el capítulo de los años 70. La lluvia de reproches no se ha hecho esperar. Varios referentes del kirchnerismo le han recordado a Massot que los genocidas no han pedido perdón por sus crímenes, niegan su pasado represor y no han colaborado con la justicia para indicar qué destino tuvieron los miles de activistas desaparecidos durante la dictadura.
Según el último informe de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad (PCCH) publicado en diciembre del año pasado, desde 2006, cuando se reactivaron los juicios contra genocidas, se abrieron 593 causas a unos 3.000 exmiembros de las fuerzas de seguridad. Un tercio de esos juicios ya cuentan con sentencia y 856 exagentes de la dictadura fueron condenados, algunos de ellos a penas de prisión perpetua. Casi medio millar de los encausados fallecieron antes de recibir sentencia y 110 fueron absueltos por los tribunales. El 47% de los procesos todavía está en etapa de instrucción, el 17% en espera de juicio y el 3% en pleno juicio.
El padre de Laura Delgadillo fue uno de los represores que nunca fue juzgado. El comisario de Inteligencia Jorge Luis Delgadillo estuvo diez años cuadripléjico en una cama antes de morir en 1999. Su hija Laura, nacida en 1959, todavía recuerda la noche del 23 de marzo de 1976 en que un grupo de compañeros fue a buscar a su padre: “Esa noche salió con un chaleco y un arma larga. Al día siguiente fue el golpe de Estado”, relata Laura a CTXT. El padre de Laura mantuvo en secreto su pasado como represor. Su hija, sin embargo, fue descubriendo poco a poco que no formaba parte de una familia “normal”. “Mi padre guardaba una capucha en casa”, cuenta. Pero los objetos que más le llamaron la atención fueron aquellos que se iban incorporando al patrimonio familiar. “Había de repente un microscopio de juguete que pertenecía a una persona secuestrada. Cuando supe que era un botín de guerra, quise devolverlo. Mi viejo apareció un día con un montón de cosas y mi madre nos prohibió tocarlas y más tarde, cuando se separaron, las quemó".
El grupo de Historias Desobedientes, que hoy cuenta con una treintena de miembros (la mayoría hijas e hijos pero también nietos y otros familiares), se dio a conocer públicamente tras su participación en la marcha que el colectivo feminista “Ni una Menos” celebró en Buenos Aires en junio del año pasado. Desde entonces han participado en todas las manifestaciones pro Derechos Humanos y se han ido aproximando al resto de organismos que agrupan a familiares de desaparecidos y víctimas de la dictadura. No ha sido un camino sencillo. Pero poco a poco han ido cobrando reconocimiento. Hace unas semanas, los dos grupos de hijas e hijos de represores fueron invitados a Mar del Plata para participar en la marcha de repudio contra la prisión domiciliaria concedida a Etchecolatz. “Para nosotras fue muy importante la invitación que recibimos para acudir a Mar del Plata”, sostiene Analía. Y Liliana coincide en la relevancia de ese acercamiento: “La gran mayoría de los organismos de Derechos Humanos entiende que somos una voz nueva, auténtica y necesaria para estos tiempos y por eso nos apoyan”.
El próximo objetivo de las hijas e hijos de represores es sacar adelante un proyecto de ley que les permita declarar contra sus progenitores en los juicios. Uno de sus principales impulsores ha sido el abogado Pablo Verna, integrante de Historias Desobedientes e hijo de un médico militar que participó en los denominados “vuelos de la muerte” administrando inyecciones para anestesiar a los detenidos que después eran arrojados al agua. La legislación argentina prohíbe declarar contra familiares. Los descendientes de represores reclaman en su iniciativa que se modifiquen dos artículos del Código Penal para que se abra una excepción en los casos de delitos de lesa humanidad. El padre de Pablo Verna, el ex capitán Julio Alejandro Verna, le confesó a su hijo sus crímenes hace unos años, pero la fiscalía todavía no le ha podido imputar causa alguna. Verna transitó su tragedia en soledad durante muchos años hasta que en 2013 denunció a su padre ante la Secretaría de Derechos Humanos. Cuando se formó el colectivo de Historias Desobedientes el año pasado, se animó a darle forma a la iniciativa para que la ley les permita declarar contra sus progenitores.
Cada una de las historias desobedientes de las hijas e hijos de represores refleja un drama oculto durante años. El trauma de haber convivido con un represor que no se quiso arrepentir nunca de sus crímenes. Para Analía y sus compañeras, no puede haber reconciliación sin arrepentimiento y sin colaboración con la justicia. Ni tampoco medidas de gracia como la concedida al genocida Etchecolatz. La respuesta en Argentina sigue siendo la misma que hace 40 años y se resume en tres palabras: memoria, verdad, justicia.
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Autor >
César G. Calero
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