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Los ensayos espectrales de Mark Fisher

La publicación casi simultánea de Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos y Lo raro y lo espeluznante, del crítico y autor británico Mark Fisher, da lugar a ese acercamiento a su obra

Peio Aguirre 5/05/2018

<p>Fisher en el museo de Arte contemporáneo de Barcelona en 2011</p>

Fisher en el museo de Arte contemporáneo de Barcelona en 2011

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La reciente publicación de dos libros del británico Mark Fisher (1968-2017), crítico musical y cultural, viene marcada por su prematura muerte. Aquejado por esa enfermedad contemporánea que es la depresión, Fisher decidió marcharse a comienzos del año pasado. Se publican ahora, prácticamente a la vez, el segundo y tercer libro de este autor: Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (Caja Negra Editora, Buenos Aires), y Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay, Barcelona). Mark Fisher se dio a conocer en ambientes musicales y, progresivamente, en el ámbito de la crítica cultural en la pasada década gracias a su blog –y alias– K-punk. La salida en 2009 de su primer libro, Capitalist Realism. Is there no alternative? (Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra Editora, 2016), consiguió una importante resonancia en círculos artísticos –dentro y fuera de la academia– deseosos de religar la cultura popular y el arte experimental con una clara posición de izquierdas. La descripción de ese capitalismo realista estaba en sintonía con algunos de los síntomas descritos por autores como Fredric Jameson y Slavoj Žižek acerca del capitalismo tardío y el estado de la cultura, si bien Fisher se esforzó por llevarlos a su fase terminal a través de un exorcismo de sus propias ansiedades personales agudizadas por la educación, la burocratización y la salud mental1.

Sus extraordinarias membranas para captar le permitieron hacer un diagnóstico totalizador del sistema económico global sobre el que no acaba de haber un consenso definitivo acerca de su nombre (posmodernismo, capitalismo tardío, neoliberalismo o tal vez realismo capitalista). Éste era un libro marcado por el término capitalismo en su portada, lo que hizo que muchas librerías lo etiquetaran dentro de la sección de economía. Desde luego, el libro de Fisher puede compartir estante con lo último de Yanis Varoufakis, pero estaría mucho mejor al lado de cualquier edición de Theodor W. Adorno o Walter Benjamin. La diferencia de Fisher con estos autores del Marxismo Occidental es que el británico hablaba de música, de las series de TV y del cine de la época en que le tocó vivir, esto es, de un nuevo comienzo de siglo impregnado por toda la cultura acumulada del “largo siglo XX”). El ansia de entendimiento de esa abstracción llamada “capitalismo” se traduce en él en una subjetivación recóndita de las referencias a nivel cutáneo y del sistema nervioso. Una sensibilidad reservada, íntima, aflora en la construcción de las oraciones. Su escritura demostró que la crítica no tiene por qué ser aburrida, sino que puede ser una intensidad llena de un lenguaje vibrante y ágil. Incluso puede llegar a ser pop sin ser banal; esto es, una escritura no académica que todavía ausculta el pulso a la producción cultural del presente, ya sea un disco de Dubstep o un blockbuster de un director de cine como Christopher Nolan.

Se suele decir que todo primer libro esconde el estilo de escritura que el autor anhela cultivar en lo sucesivo; si Realismo capitalista es un libro iniciático, toda una descarga de energía, Los fantasmas de mi vida contiene el mismo nervio, con una aun mejor filigrana a nivel de las referencias (música, televisión, películas, distintos ensayistas y filósofos). Los fantasmas de mi vida es la prueba de que un nuevo tipo de discurso florece en regiones más allá de las franjas comerciales de los mass media y en los burocráticos y neuróticos despachos de la academia; un discurso intelectual no necesariamente académico, popular sin ser populista. Éste es además un libro de “crítica” más que de “teoría”, porque la primera todavía mantiene el potencial de su propia renovación intacto, siempre y cuando se aplique con la libertad y la densidad de esta recopilación de escritos.

Esta traducción difiere sustancialmente del libro original publicado en inglés en 2014. La justificación editorial es doble: por un lado, se diseñó con el autor una edición en la que se dejaban fuera los capítulos vinculados estrictamente a materias culturales específicamente anglosajonas, como, por ejemplo, un texto sobre el polémico gurú de la BBC Jimmy Savile, o un extraordinario ensayo sobre la adaptación televisiva setentera de la novela de espías de John le Carré Tinker, Tailor, Soldie, Spy (El topo). Por otro lado, se incluyen algunos ensayos más sobre música, como por ejemplo uno sobre The Jam. La otra diferencia respecto a la edición original de esta colección de ensayos viene determinada por la muerte repentina del autor, motivo de que se añada una nueva sección al final, titulada “Depresión y resentimiento de clase”, y que recoge cuatro ensayos en los que Fisher relaciona su propio malestar con las condiciones de vida en el capitalismo y las posibilidades emancipadoras de una renovada conciencia de clase. Algo se gana y también se pierde, pues estos ensayos añadidos al final de Los fantasmas de mi vida daban quizás para una futura publicación autónoma sobre la relación entre capitalismo y salud mental. En mi opinión, no había razones para eliminar el contorno de una geografía britishness; no hay impedimento para que los connoisseurs lo aprecien, pues los lectores del autor de Realismo capitalista están habituados a escudriñar a través de la exclusividad de las referencias en blogs y portales de teoría y música de lo más especializados. En cualquier caso, el diagnóstico de Fisher sobre los males que aquejan a la cultura británica desde el ascenso del thatcherismo (que el ensayo sobre la controvertida figura de Jimmy Savile exponía sin tapujos) es simplemente demoledor.  

Si hubiera que definir el género de Fantasmas de mi vida diría que se trata de una clase de necesitada y urgente crítica cultural contemporánea; política a través de la música y viceversa. Fisher actúa como un hábil sismógrafo de las profundas transformaciones en la producción y el consumo desde los años setenta hasta nuestros días. Escribe sobre la temporalidad más que sobre el tiempo, acerca de esa idea sobre “la lenta cancelación del futuro” que toma prestada del italiano Franco “Bifo” Berardi. Escribiendo sobre la temporalidad clausurada, los paisajes que dibuja son perfectamente espaciales: lo que el lector recrea son esas galerías comerciales a primeras horas de un domingo por la tarde, apestadas de McDonald’s y pasillos muertos; edificios de cemento que olvidaron el componente utópico del brutalismo; una gran ciudad humeante y fría, vacía y oscura, o una casa suburbana entre la neblina inglesa. En esos no-lugares hay espacio para la nostalgia y la aflicción; paisajes postindustriales a lo J.G. Ballard, viejas series de televisión y un regusto por la introspección no trascendente.

El primer ensayo de Los fantasmas de mi vida, titulado “La lenta cancelación del futuro”, es un condensador de lo que viene a continuación: a saber, la tesis de que, a una desaceleración en la invención y la creatividad en la cultura popular en el siglo XXI, ha seguido una aceleración en el consumo, lo que hace de la repetición, el pastiche, lo retro y el déjà vu la norma cultural de un presente alargado y contingente a la vez. Para Fisher, la cultura musical ha sido central en la proyección de futuros que se han perdido. (Por cultura musical se refiere no solo a la música sino también a la moda, el diseño o cover art y el discurso alrededor). Su diagnóstico es que estos comienzos del siglo xxi serán recordados como el peor para la cultura (popular) desde la década de los cincuenta. Esta desaceleración ha de comprenderse en la perspectiva desarrollada por Fredric Jameson, figura teórica que reaparece a menudo en Fisher. En su ensayo El fin de la temporalidad (2003), Jameson indicó cómo el tiempo como elemento dominante de lo moderno o del modernismo (en la literatura de Proust, Woolf y T.S. Eliot) fue reemplazado por una predominancia de lo espacial en lo posmoderno, con la arquitectura como absoluta protagonista2.

Pero sin duda la gran novedad es la materialización de ese corpus interpretativo –aplicado primero a la música electrónica y después liberado y expandido a todo un espectro cultural– denominado hauntology o hauntología, un palabro híbrido entre to haunt o haunting (que en español puede traducirse como ‘el habitar de un fantasma’ o ‘espectro sobre algo o alguien’) y ontology (‘ontología’). La popularización del término alude a Jacques Derrida y al énfasis que éste otorga, en Espectros de Marx (Trotta, 1995), a la frase “el tiempo está fuera de juicio” de Hamlet, para señalar una temporalidad quebrada de presencias y ausencias que continuamente nos asalta en la coyuntura social y política de los numerosos “fines de la Historia”. En manos de Fisher –y toda una comunidad de blogueros ingleses–, la hauntología es una ciencia difusa, más metafórica que otra cosa, y sirve para señalar las contradicciones de la virtualidad producidas por el tránsito de lo analógico al mundo digital (incluyendo la virtualidad y abstracción del capital mismo).

No es extraño que esta espectralidad tenga en el ruido del “crujido” de la aguja sobre el vinilo su momento álgido. Es como si una “niebla” envolviera los recuerdos y la experiencia cronológica en este nuestro “fin de la temporalidad”. Fisher no lo dice de un modo explícito, pero no cuesta esfuerzo conectar esta recuperación del sonido perdido de lo analógico con el actual fetichismo fílmico del celuloide en el cine, el audiovisual y el arte contemporáneo. Pero la virtud del autor no solo está en señalar los lugares donde el eterno retorno del pasado acontece, sino más bien en rastrear la potencialidad intacta de artefactos culturales y musicales –incluyendo la cultura popular y de masas–, rescatando así una dimensión utópica alojada en el inconsciente colectivo.

Esta vigorización de la hauntología (o fantasmología) como categoría filosófica alcanza su mejor momento en la lectura de la película El resplandor (1980), de Stanley Kubrick, sobre todo a partir de la música de The Caretaker, que según Fisher bien podría estar sonando en el salón de baile del Hotel Overlook, donde un demente Jack Torrance (Jack Nicholson) encuentra al superyo ideal de una época dorada, los gloriosos años veinte. Musicalmente hablando, los proyectos de The Caretaker y Burial son para Mark Fisher ejemplos máximos de esta hauntología; sonido caracterizado por la apropiación y el sampleado de fragmentos ya existentes de la música y la cultura pop reconvertidos en melodías con un profundo poso melancólico y existencial.

Pero el problema del término hauntología –su inapelable seducción– reside en la tentación de aplicarlo a todo lo que nos parezca encantado, hechizado o fantasmagórico; cualquier película gótica nos parecería entonces “hauntológica”. Fisher no cae en ese peligro, más bien su acierto consiste en subjetivizar al nivel de las referencias mediante una lista de autores y grupos que, enlistados, simulan una aparente falta de cohesión: Burial y The Caretaker, pero también Joy Division, Ariel Pink, Goldie, Darkstar… Kanye West junto a Owen Jones, el propio Jacques Derrida, etc. Por ejemplo, Burial ejemplificaría la resaca post rave o la retirada de una forma de disfrute colectivo basado en el baile a una actitud introspectiva donde prevalece una psicogeografía nocturna de la ciudad de Londres.

El modernismo militante de Fisher es principalmente estético3. Quiero decir que una de las preocupaciones de este autor consistió en reivindicar la matriz modernista en la música popular finisecular a partir de rasgos formales presentes en el post-punk y la new wave. Este modernismo popular (que no populista) era para Fisher un sustrato sobre el que edificar una nueva colectividad soportada por una conciencia de clase agonizante en la sociedad británica. Escribe que “si la explosión de la cultura popular experimental en la segunda mitad del siglo XX nos enseñó algo, es que es posible ser popular sin ser populista. Y a la inversa, es posible ser populista sin ser popular. ¿No es ésta, de hecho, la fórmula cultural del realismo capitalista? Blair gana una elección tras otra, pero al fin y al cabo es ampliamente detestado –en especial por aquellos que lo votaron a regañadientes–. Los reality shows siguen contando vastas audiencias –ahora en declive– pero muchas de las personas que odian esos programas son también quienes ávidamente los miran”4. Esto resuena reciente en nuestro país, cuando por ejemplo, desde algún sector de la izquierda, se ha tratado de vender la última edición del concurso Operación Triunfo como “popular” –y por lo tanto alejado de un elitismo cultural que la izquierda ha de subvertir en su lucha por la hegemonía–, sin atender a su naturaleza de producto de multinacional que esconde; en todo caso, un populismo del capitalismo de mercado. Es en cualquier caso una voluntad de innovación hacia el arte y la música experimentales junto con una búsqueda de briznas de utopía en la cultura popular lo que definiría el élan del crítico británico; se refería a esta asociación entre lo moderno y la cultura de masas con el término pulp modernism.

Mark Fisher fue más jamesoniano que derridiano. De Derrida dice que le resulta un autor frustrante, y la deconstrucción un sistema sin finalidad, mientras que de Jameson recoge la lógica cultural del capitalismo tardío como un horizonte cultural que todo lo invade y permea, así como cierta espontaneidad aparente a la hora de hilvanar temas heterogéneos que van de lo alto a lo bajo con un ánimo periodizador y dialéctico. Esta metodología crítica se esboza a lo largo todo el libro, y temáticamente traza un arco con el posmodernismo y sus formas saturadas de nostalgia en los intersticios del consumo. Sin embargo, aquellos rasgos del pastiche y el filme-nostalgia de lo posmoderno que ya fueron analizados por Jameson en su estudio seminal del fenómeno (y que parecían novedades cuando surgieron) han sido ahora completamente asumidos e integrados por el realismo capitalista donde la moda retro ha sido completamente asumida. De algún modo, Fisher hace con la música y la cultura popular aquella operación consistente en revelar desde la minuciosidad del análisis y la interpretación de fenómenos estéticos los comportamientos y modos de subjetividad de un sistema mundial hegemónico.

Para Fisher, el estado actual de la subjetividad, el origen de la (su) depresión es el neoliberalismo. El ensayo sobre Joy Division, uno de sus grupos musicales de adolescencia, le sirve para conectar rock, política y depresión. Escribe: “Joy Division conectó tanto no solo por lo que fue, sino por cuándo fue. Thatcher acababa de llegar, el largo invierno gris de la reaganomía estaba en camino, la Guerra Fría todavía alimentaba nuestros inconsciente con pesadillas que derretirían las retinas durante toda una vida”. Y a continuación indaga con sobrecogimiento en el suicidio de Ian Curtis, cantante del grupo e icono máximo del post-punk, y afirma que su asunto, el de Joy Division, era la depresión y no la tristeza o la frustración: “la depresión cuya diferencia con la mera tristeza consiste en su declaración de haber descubierto la Verdad (final y sin adornos) sobre la vida y el deseo”5. Tristemente esto suena anticipador de su propio destino.

En cuanto a Lo raro y lo espeluznante (Alpha Decay), se trata del libro que Fisher publicó pocas semanas antes de morir, y es tan preciso y específico como personal en sus temas. A diferencia de Los fantasmas de mi vida, éste es un ensayo sin ambición compiladora, más breve y cohesionado, habitado por aquella misma espectralidad, pero ahora volcada en sus pasiones literarias. Ya en la introducción nos dice que no es normal que le haya llevado tanto tiempo considerar las categorías de lo weird (‘raro, extraño’) y lo eerie (‘misterioso o espeluznante’), pues desde que tiene memoria siempre estuvo fascinado por ambas definiciones. La dificultad para encontrar equivalentes en español para lo weird y lo eerie (como por otra para haunted y haunting) nos introduce en esa especificidad idiomática del inglés que es también cultural. Fisher busca ir más allá del Unheimlich de Freud, que ha sido traducido en ocasiones como ‘lo siniestro’, y cuya traducción en lengua inglesa sería  el de uncanny.

Lo cierto es que The weird and the eerie podía haber sido traducido al español de otra manera, pero tampoco importa. A partir de Lovecraft, Wells, Philip K. Dick o David Lynch, el autor describe su particular definición de lo raro como una cualidad que reúne distintos rasgos de los cuentos de horror, fantasía, lo grotesco y lo sobrenatural. Encuentra en las producciones culturales de estos y otros autores un aspecto de lo raro que escapa a las definiciones del diccionario, pues, como señala, un elemento natural, como por ejemplo un agujero negro, puede ser más raro que un vampiro. En cualquier caso, se refiere a una anomalía o una presencia inquietante, una extrañeza que fascina. Lo espeluznante, por su parte, comparte una dimensión más ontológica, pues remite a la extrañeza que genera una presencia o una ausencia inesperada. Lo espeluznante es para él la sensación que se tiene cuando hay algo donde no debería haberlo o, por el contrario, cuando no hay nada y debería haberlo. Lo espeluznante es un sentimiento más afín a la ciencia-ficción o al misterio que al horror, y que aparece –siempre según él– en algunos cuentos de Daphne du Maurier, Margaret Atwood, los filmes de Tarkovsky, Nolan o Christopher Glazer, o en la novela de Joan Lindsay Picnic at Hanging Rock, que adaptó al cine Peter Weir en 1975.

Este trabajo sigue la senda iniciada en Los fantasmas de mi vida más que la de Realismo capitalista. No hay sin embargo aquí ninguna mención a la hauntología, siendo ésta una de las teorías más afines al autor y estando Lo raro y lo espeluznante tan próximo temáticamente. Esta ausencia solo puede ser intencional, en un libro donde apenas hay referencias musicales (únicamente un capítulo sobre The Fall y un metacomentario sobre Brian Eno). Fisher fue un escritor que no realizó distinciones entre literatura, cine y música, y fue un apasionado crítico cultural necesitado de interiorizar los artefactos culturales en el corazón y la epidermis. Resulta imprescindible considerar esta dimensión política que un análisis apasionado del arte y la cultura tiene en el sistema ideológico actual, marcado por debilidad de la imaginación individual y de la colectiva. Mark Fisher tenía la fibra de los mejores, y toda esta producción textual es ahora material para degustar y, de paso, volver a leer, contemplar y también escuchar.

 

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1 Véase “Hay que democratizar la política y el trabajo”, entrevista de Peio Aguirre a Mark Fisher, en El Estado Mental, https://elestadomental.com/diario/hay-que-democratizar-la-politica-y-el-trabajo7 de agosto 2016, https://elestadomental.com/diario/hay-que-democratizar-la-politica-y-el-trabajo

2 Fredric Jameson, “El fin de la temporalidad”, en Las ideologías de la teoría, Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2014, pp. 752-778

3 La expresión “modernismo militante” se refiere al título del libro de Owen Hatherley, Militant Modernism, Zero Books, Londres, 2009

4 Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Caja Negra Editora, Buenos Aires, 2018, pp. 105-106.

5 Ibid., pp. 94, 98.

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Peio Aguirre

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  1. Godfor Saken

    Del libro "La conspiración contra la especie humana", de Thomas Ligotti (editorial Valdemar): En una novela traducida como Momento de libertad, que se publicó diez años antes de su suicidio en 1976, el autor y crítico cultural noruego Jens Bjørneboe escribió que «quien no haya experimentado una depresión plena, solo y durante un largo periodo de tiempo… es un crío». Aparte de indemostrable en su validez, la biliosa secreción de Bjørneboe es también demasiado restrictiva al considerar su tipo personal de sufrimiento el único rito de paso a la madurez como individuo consciente. La depresión es sólo una de las psicopatologías que podrían elegirse para hacer la rimbombante afirmación de que quienes no se han visto plenamente afectados por ella durante un largo periodo de tiempo merecerían estar en el patio de un colegio o de una guardería. Pero sirve como ejemplo de una enfermedad psicológica con la que la mayoría de la gente ha tenido alguna experiencia en una o más de sus variedades. La forma estadísticamente prevalente de esta enfermedad es la «depresión atípica». Menos frecuente y más mortífera es la «depresión melancólica». Pero sea cual sea el apellido que lleve un caso determinado de depresión, todos tienen el mismo efecto: sabotear la red de emociones que hacen parecer que tú y tu mundo tenéis sentido de algún modo significativo. Es entonces cuando descubres que tu «viejo yo» no es la cosa inviolable que creías que era, como no lo es el resto de tu «vieja realidad». Ambos son tan frágiles como nuestros cuerpos y pueden ser perforados con la misma facilidad, desinflando todo lo que creíamos significativo sobre nosotros y nuestro mundo. El sentido que nuestras vidas pueden parecer tener es obra de un sistema emocional relativamente bien constituido. Del mismo modo que la consciencia nos da la sensación de ser personas, nuestra psicofisiología se encarga de convertirnos en personalidades que creen que vale la pena jugar al juego existencial. Podemos tener recuerdos diferentes de los de todos los demás, pero sin las emociones adecuadas para avivar esos recuerdos lo mismo podrían estar almacenados en un archivo de ordenador como unidades de datos inconexos que nunca se unen para constituir un individuo hecho a su medida para quien las cosas parecen tener sentido. Puedes conceptualizar que tu vida tiene sentido, pero si no sientes ese sentido tu conceptualización carece de sentido y tú no eres nadie. Las únicas cuestiones de peso en nuestras vidas están coloreadas por arcoíris o auroras de emoción regulada que le dan a uno una sensación de ese «viejo yo». Pero una depresión grave hace que tus emociones se evaporen, reduciendo tu persona a una cáscara vacía y solitaria en un paisaje desolado. Las emociones son el sustrato de la ilusión de ser alguien entre otros que son alguien y también de la sustancia que vemos, o creemos ver, en el mundo. No saber esta verdad elemental de la existencia humana equivale a no saber nada en absoluto. Aunque varíen en intensidad y naturaleza, nuestras emociones deben parecer siempre estables en su concatenación, del mismo modo que un cóctel debe hacerse con ingredientes específicos en las mismas proporciones relativas para que su mezcla pueda convertirse en un vodka martini o una piña colada. Unidas, nuestras emociones forman ostensiblemente un yo dominante cuya calidad puede compararse con la de otros yoes anómalos secundarios. Aunque siempre estén cambiando de sitio o mezclándose dentro de nosotros, nítidos o amorfos, la experiencia de estos trinos biológicos hace casi imposible dudar de que seguirán estando con nosotros en el futuro que podemos divisar. Preguntad a cualquier pareja que no puede imaginar la existencia sin el otro, una ficción vital sin la que, aparte del hecho de que a menudo conduce a la procreación, ninguna sociedad podría existir. No tendría ninguna razón para hacerlo, porque la razón es meramente el portavoz de la emoción. Hume, que tenía la especialidad de retener a sus lectores con realidades evidentes pero sobreentendidas, escribió en su Tratado de La naturaleza humana (1739-40) que «la razón es y sólo debería ser la esclava de las pasiones». Liberar a la razón de esta esclavitud significaría convertirnos en racionalistas sin causa, paralíticos lisiados por la actividad mental. Hablando de la depresión y su efecto definitorio por el que lleva a su víctima hasta un punto en el que nada le importa ya, el presentador televisivo norteamericano Dick Cavett observó una vez que «cuando estás hundido por esta aflicción, si hubiera una varita mágica curativa en una mesa a dos metros de distancia te parecería demasiada molestia acercarte a cogerla». Nunca se ha hecho una mejor elucidación de la inutilidad de la razón cuando falta la emoción. Cuando estás postrado por la depresión, tu sistema de recogida de información coteja sus datos y te informa de los siguientes hechos: 1) no hay nada que hacer; 2) no hay ningún sitio adonde ir; 3) no hay nada que ser; 4) no hay nadie a quien conocer. Sin unas emociones cargadas de sentido que mantengan tu cerebro en la vía recta y estrecha, perderías tu equilibrio y caerías a un abismo de lucidez. Y para un ser consciente, la lucidez es un cóctel sin ingredientes, un brebaje claro como el agua que te dejará una resaca de realidad. En el conocimiento perfecto sólo hay una nada perfecta, lo que es perfectamente doloroso si lo que quieres es que tu vida tenga sentido. William S. Burroughs lo dijo atinadamente en su diario. Echando mano de su gramática parda, escribió: «¿El amor? ¿Qué es eso? El analgésico más natural que hay». Pero quizá tengas curiosidad por saber lo que ocurre con ese analgésico cuando la depresión arraiga y revela tu amor —sea cual sea su objeto— como uno más de los muchos tóxicos que enturbian tu consciencia de la tragedia humana. Quizá quieras también echar una segunda mirada a lo que antes te parecía una persona, un lugar o una cosa «bella», una cualidad que sólo existe en los neurotransmisores del observador. (¿La estética? ¿Qué es eso? Algo que les importa a quienes no están lo bastante deprimidos como para que no les importe nada de nada, es decir, quienes determinan casi todo lo que se supone que nos importa. Por mucho que protestes, ni el arte ni una visión estética de la vida son distracciones al alcance de todo el mundo.) Cuando estás deprimido, todo lo que en tiempos te pareció bello, o incluso alarmante y horrendo, no significa nada para ti. La imagen de la luna atravesada por las nubes no es algo que inspire por sí mismo algo misterioso o místico; sólo es un conjunto de objetos representados por nuestro aparato óptico y quizá procesados como recuerdo. Esa es la gran lección que aprende el depresivo: no hay nada en el mundo inherentemente emocionante. Cualquiera que sea lo que exista realmente «ahí fuera» no puede proyectarse como una experiencia afectiva. Es todo un asunto vacuo que sólo tiene un prestigio químico. Nada es bueno ni malo, deseable ni indeseable, ni de ningún otro modo salvo que está hecho así en laboratorios en nuestro interior que producen las emociones de las que vivimos. Y vivir de nuestras emociones es vivir arbitrariamente, imprecisamente, atribuyendo sentido a lo que no tiene ninguno por sí mismo. Pero ¿qué otra forma hay de vivir? Sin la maquinaria siempre chirriante de la emoción todo se paralizaría. No habría nada que hacer, ningún sitio adonde ir, nada que ser y nadie a quien conocer. La alternativa está clara: vivir falsamente como prendas de afecto o vivir factualmente como depresivos, o como individuos que conocen lo que se conoce como ser depresivo. Es una ventaja que no estemos obligados a elegir una u otra opción, porque ninguna de ellas es excelente. Basta echar una mirada a la existencia humana para saber que nuestra especie nunca se liberará del dominio completo de la emocionalidad que la tiene anclada a sus alucinaciones. Puede que no sea una forma de vivir, pero optar por la depresión sería excluirse de la existencia como la conocemos conscientemente. Por supuesto, las personas pueden recuperarse de la depresión. Pero en ese caso será mejor que tengan bien embridada la consciencia de lo que han vivido. De otro modo podrían empezar a pensar que estar vivo no está tan bien como pensaban en tiempos cuando un sistema emocional relativamente bien constituido les traía y llevaba de un lado a otro. Lo mismo cabe decir de cualquier tipo de sistema corporal, como el sistema inmunitario. Porque cuando uno de tus sistemas se colapsa, no puedes funcionar como piensas que deberías. Puede que ni siquiera seas capaz de pensar en nada salvo en cuánto vómito, mucosidad, flema y heces acuosas estás descargando de tu cuerpo cuando tu sistema inmunitario no puede resistir la acometida de una infección vírica o bacteriana. Si así es como eras todo el tiempo, no podrías seguir siendo un ser bien constituido, lo que significa que no podrías seguir siendo tu viejo yo, fuera lo que fuera lo que eso significara. Pero es probable que mejores después de que uno o más de tus sistemas se hayan colapsado, y como un ser nuevamente bien constituido probablemente pensarás: «Vuelvo a ser mi yo real». Sin embargo, con la misma sinceridad podrías pensar que tu yo real es el que estaba enfermo, no ese otro con sistemas bien constituidos que trabajan en común de un modo tan cooperativo que ni siquiera reparas en ellos. Pero no puedes ir por ahí pensando que tu yo enfermo es tu yo real, o te convertirías en alguien que padece ansiedad crónica ante todas las formas en que pueden colapsarse tus sistemas. Y ese se convertiría en tu yo real.

    Hace 6 años 1 mes

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