Tribuna
La propiedad intelectual en el campo ampliado
Intervención en el acto organizado por la Coalición de Creadores, el Senado de España y la Embajada de Estados Unidos por el Día de la Propiedad Intelectual (24-26 de abril de 2018)
Eduardo Maura 3/05/2018
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Hace unos días, el poeta y crítico cultural Kenneth Goldsmith decía en Madrid algo que puede servir para pensar los retos legislativos actuales en materia de propiedad intelectual. Decía, refiriéndose a nuestros usos cotidianos de internet (el correo electrónico, las redes sociales, los sistemas de mensajería), que “damos por supuesto el aparato”.
Con ello enfatizaba lo mucho que se han naturalizado las prácticas de interconexión y transmisión de la información, la cultura y los objetos culturales que compartimos, editamos, y reenviamos a través de las redes sociales. La conexión a internet se ha vuelto algo tan natural que solo reparamos en ella cuando falla. Nunca decimos “tengo internet”, pues lo damos por supuesto. Cuando la conexión no funciona decimos “no tengo internet” como algo prácticamente equivalente a “no tengo aire”. De hecho, desde cierto punto de vista, el aire que respiramos ya es un gigantesco archivo de datos.
A partir de esa reflexión de Goldsmith cabe repensar la idea de aparato. “Aparato” significa “objeto técnico”, pero también significa “adorno” o “exceso”, como cuando en lengua castellana decimos de algo o alguien que es “aparatoso”. Sin embargo, Goldsmith se refiere a los aparatos como técnicas y como formas de experiencia, como algo creado por las mujeres y los hombres, pero también como algo que crea a los hombres y a las mujeres: la sensibilidad social, económica, política y estética de nuestro tiempo, las cosas que queremos, que admiramos, que sentimos, también las que no, como individuos y como sociedad, se construyen a partir de los aparatos. Nuestra época debe su singularidad a la manera en que nuestra vida se configura en una relación compleja y multinivel con dichos aparatos. Las cosas que buscamos, hacemos, movemos, archivamos en Whatsapp, Instagram, Pinterest, Google o Twitter son cosas que producimos-creamos tanto como nos crean-producen.
El aparato digital nos ha cambiado, pero esto no significa que debamos vivir para el aparato
La sensibilidad renacentista, por ejemplo, se reconocía en el aparato de la perspectiva y sus diferentes registros y momentos (de Giotto a Canaletto, por señalar sus dos posibles polos estéticos). La sensibilidad moderna se construyó a partir de los aparatos fotográfico y cinematográfico, con todas sus ramificaciones (de Nadar a la primera MTV, valga la simplificación), y nuestra sensibilidad se configura crecientemente en base a internet, que es el aparato de nuestro tiempo. Todo esto dibuja un campo ampliado en el que hay más personas, más relaciones y más prácticas en juego, cuantitativa y cualitativamente.
En este sentido, como legisladores tenemos dos responsabilidades: la primera es reconocer el aparato, sin nostalgia de tiempos que no van a volver y evitando la tentación de considerarlo un cuerpo extraño. Es un artificio sí, pero no uno que podamos sacudirnos de encima. La segunda es no dar por supuesto el aparato, es decir, no considerarlo económica y socialmente inocuo, y dotarnos de un sistema de garantías. Es decir, de hacerlo objeto de nuestra soberanía política y de nuestros intereses como sociedad. El aparato digital nos ha cambiado, pero esto no significa que debamos vivir para el aparato.
José María Lassalle ha dicho que el desafío de nuestro tiempo es la elaboración de una teoría de la propiedad de los datos. No estoy de acuerdo: el reto consiste en construir una teoría y una práctica de la sostenibilidad de la vida y del trabajo cultural. Esta tarea tiene, en mi opinión, un principio fundamental: debemos garantizar que el trabajo cultural es sostenible, que dibujar, componer, diseñar, escribir, editar, distribuir, exhibir, collagear o archivar pueden ser profesiones de las que vivir dignamente y con derechos a lo largo y ancho de la cadena de valor, desde el primer hasta el último eslabón.
Algunas biografías del siglo XXI se extraerán de los estados de Facebook. Algunos de los libros del presente ya son producto de las redes sociales. Estos procesos son complejos, desiguales socialmente y paulatinos, pero asistimos ya a la difuminación de las fronteras entre libro y collage digital, entre canción y nota de audio, entre entrada de diario y post y entre cuadro e instagrama. Los pintores, retratistas, editores y grabadores del XIX tuvieron que asimilar el shock técnico y social de la fotografía. A nosotros nos ha tocado otro, y no será el último. El reto es comprender y ayudar a ordenar, cuando sea necesario, este campo ampliado.
La propiedad intelectual puede ser una buena herramienta para este fin si, en este campo ampliado, se convierte en parte de un sistema de garantías sociales, abierto y solidario con toda la cadena de valor de la cultura. Por ejemplo, la legislación en materia de propiedad intelectual puede cooperar con otros ámbitos de producción de norma para equilibrar la balanza digital y luchar contra los abusos de las grandes empresas que están detrás del negocio web y que se hacen millonarias vendiendo como datos lo que puede leerse en nuestros estados de Facebook, así como las imágenes y sonidos que compartimos en las redes sociales y que de alguna manera construyen época y nos ubican en el mundo.
Este planteamiento tiene numerosas ramificaciones, dos de las cuales se hace necesario comentar. En primer lugar, la premisa de todo esto pasa por comprender las transformaciones de la autoría. Cuando se habla de cultura es fácil ponerse de acuerdo en que la educación es clave, pero cuando hablamos de la propiedad intelectual se cuela algo más, a saber, la idea de que la gente joven es injusta con los autores y de que “los chavales” no saben, luego hay que educarlos. Pienso que con los nativos digitales se hace complicado defender los derechos de autor tradicionales no porque no tengan educación y cultura, sino porque hay varias culturas en juego que friccionan constantemente.
Los procesos de creación han cambiado drásticamente, pero más si cabe para las personas que son nativas digitales puras. Con trece y catorce años, también con veinticinco o treinta, las personas manejan información, editan y recrean imágenes y textos del mundo y de sí mismos de la manera más natural. Se entiende y se promueve la creación y la recepción cultural de manera diferente, más distraída, más abierta, más cooperativa, individual y colectivamente. Si consideramos las imágenes también como textos, las personas somos cada vez más grandes procesadores de textos. En estas condiciones, es perfectamente normal que la autoría tradicional resulte irreconocible.
La legislación en materia de propiedad intelectual tiene que abrirse al campo ampliado del presente, a nuevas prácticas y herramientas
Lo que esos chavales de catorce años le están diciendo al gobierno y a las industrias culturales, de manera implícita, es cierto: los autores no somos personas que hacemos algo muy especial que solo es posible en la torre de marfil o desde los abismos de nuestra interioridad y que, como venidos de otro planeta, le hacemos un regalo a la sociedad. Hace mucho que el arte y la cultura no se mueven en esas coordenadas. Para ser socialmente deseable, la legislación en materia de propiedad intelectual tiene que abrirse al campo ampliado del presente, a nuevas prácticas y herramientas, fundamentalmente digitales, que permiten que haya más cultura y más (co)autoras y (co)autores que nunca.
En segundo lugar, hay que poner el foco en las dinámicas del sector cultural. Se trata de un conjunto de factores amplio y complejo, pero en resumen puede decirse que en la última década se han descuidado aspectos de nuestra legislación y del propio sector que hay que cambiar. Uno es la tecnofobia, otro es la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE), el tercero es la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) y el cuarto la cultura laboral y profesional.
Durante no poco tiempo se ha tendido a pensar en internet como el enemigo. Esto ha tenido como principal consecuencia la tecnofobia. En las campañas clásicas contra la llamada piratería la tecnofobia era evidente, y algo queda en las más recientes. Es perfectamente contraintuitivo llamar a una campaña Cultura en positivo y usar el eslogan “que no te engañen”, como acaba de hacer el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Las instituciones no están o no estamos como para ir diciéndole a nadie “que no te engañen”. Hay que plantear la legislación en materia de propiedad intelectual como aliado de la gente, como garantía y como factor de sostenibilidad, no como restricción de sus hábitos o de sus capacidades. Además, la tecnofobia no hace más fuerte la defensa de los derechos de autor en ningún sentido. Al contrario, aleja al autor de la sociedad. En un momento en el que hay más autores que nunca, no menos, ¿qué sentido tiene aislarse?
A este problema hay que sumar otro que socialmente ha perjudicado mucho a los autores, más concretamente la gestión colectiva: las prácticas y la situación de SGAE. La buena gestión colectiva es muy importante y no se debe permitir ni que su imagen social se venga abajo por SGAE ni que SGAE defienda intereses privados diferentes de los de su principal referente: todas y todos los autores.
Asimismo, como resultado de la idea de que internet es el invasor externo, se ha venido fortaleciendo una política sectorial que hace que las diferencias internas sean menos importantes que la lucha contra el enemigo común. Sin embargo, hay que arreglar la casa, comenzando por una LPI que no defiende bien a los autores. Es el caso del artículo 71, que establece una excepción para el contrato de edición musical que lleva treinta años perjudicando a los autores, grandes y pequeños. Es un privilegio de la figura del editor musical, que suelen ser empresas asociadas a las grandes discográficas. Con una LPI con algunos artículos mal planteados o directamente injustos, aunque no hubiera un solo streaming o descarga ilegal en España, poco se va a favorecer a los autores.
Por último, la cultura laboral y profesional. En la semana de la Propiedad Intelectual, y precisamente porque detrás de toda norma debe estar el afán de hacer la cultura y la vida mejores y más sostenibles, hay que decir que la cultura española es estructuralmente precaria y paga mal a sus profesionales, entre ellos a sus autores. Se trabaja como falso autónomo o sin contrato; se editan libros y no se paga al autor; se maltrata a los traductores; en el cine al guionista a veces ni se le considera un factor económico; de las y los ilustradores se abusa sistemáticamente a través de cláusulas que o aceptas o no trabajas. Podemos abordar el resto de problemas y tocar todos los nudos, pero si no se aborda esto a fondo no vamos a disfrutar nunca de una cultura accesible, sostenible y diversa.
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Eduardo Maura es portavoz de Unidos Podemos en la Comisión de Cultura del Congreso de los Diputados.
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