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En las redes sociales florecen expresiones y opiniones antes relegadas a la intimidad de las puertas de los aseos públicos, pero también destellos de lucidez. Por ejemplo, aquel que señalaba, extrañado, que buena parte de los perfiles que se solidarizaban con los integrantes de La Manada coincidiesen en adornarse con emojis de la bandera española. Supongo que la extrañeza era más retórica que auténtica. La Guerra de los Balcones, la que se originó en buena parte de España como reacción a la proliferación de senyeras y esteladas en Cataluña, generó una efusión rojigualda como no se había visto desde la exhibición de los tirantes patrióticos de Manuel Fraga, fuera de los habituales usos litúrgicos (oficiales o deportivos). Pero, en contra de lo que cabría esperar, el conflicto balcónico no hizo más transversal y menos connotativa la bandera monárquica. Ni reforzó al PP, tradicional depositario del patrimonio del nacionalismo español y proverbial contenedor –en todas las acepciones– de la derecha extrema. El caudal de españolía discurrió por otro cauce.
En menos de lo que se tarda en decir “¡patria!”, un partido que se autocalificaba como liberal, Ciudadanos, hizo suyos los temas de los que tradicionalmente se ocupa la derecha radical. Si España había permanecido ajena en su día al auge de los populismos de derecha que asolaban Europa fue, en parte, porque todavía perduran los efectos de 40 años de dictadura (las costumbres, pero también las vacunas). Y porque su tradicional caldo de cultivo, la inmigración, tuvo aquí una afluencia mucho menor que en otros entornos. Los inmigrantes procedían en buena parte de ámbitos culturales cercanos (de cada diez personas nacionalizadas en España, seis tienen el castellano como idioma nativo, dos lo hablan como si lo fuesen y una con fluidez), paliaron en gran medida las necesidades asistenciales de las clases más proclives a poner el grito en el cielo ante “la invasión”, y además se adaptaron a la contracción de la demanda, retornando en cierto grado cuando la burbuja de la bonanza se esfumó. Es decir, el enemigo exterior, ese clásico, no dio la talla. Así que vino del espacio interior: los progres (no los de siempre, parte del sistema, ni los viejos demonios comunistas, sino los emergentes populistas de izquierda). Las feministas, que han vuelto respondonas hasta a las pijas. Los viejos que insisten en no morirse, al menos sin haber cobrado parte de lo que le adelantaron a la Administración durante toda su vida laboral. Los que viven en las esquinas de la Península, que hablan raro para que no se les entienda cuando podían hablar como todo el mundo.
C’s, un partido de centro que no ha dicho esta boca es mía del saqueo o de la actualización de las pensiones
C’s, el partido apolítico de la regeneración sin dolor, ha caído en todos esos charcos. Un partido de centro que no ha dicho esta boca es mía del saqueo o de la actualización de las pensiones, que está a la derecha de Ana Botín en la defensa de la libertad individual de las mujeres, y que únicamente se ha movilizado por la equiparación salarial de las fuerzas de seguridad de ámbito estatal con las autonómicas, causa noble, pero de interés general un tanto limitado en comparación con las anteriores. Y donde da el do de pecho es en la defensa de ese idioma al borde de la extinción, el castellano. (Inciso vernáculo. En una de las campañas de las pasadas elecciones generales, C’s, partido con representación apenas simbólica en Galicia, por boca de su candidata por Madrid, la lucense Marta Rivera, concretó las propuestas para la comunidad: su idoneidad como lugar de rodaje para series, como Juego de tronos –sin puntualizar si era por los paisajes o por las especificidades sociopolíticas. Ahora, sin ningún escaño provincial, autonómico o nacional, exige que se anule el requisito legal de que los funcionarios conozcan uno de los idiomas oficiales de la administración. Ese, el que sospechan. El que todavía habla la mayoría de la población pero que, según datos del Instituto Galego de Estatística, lo está aprendiendo a hablar apenas el 18% de los niños, y que no se usa para nada en el 40% de los centros de educación infantil de las ciudades).
Creo que es algo más que una impresión personal, o la explicación apresurada de por qué se usa la bandera española para amparar a violadores o abusadores en manada. Una franja ideológica antes agazapada, está tomando cuerpo. En el barómetro del CIS de enero de 2017, con una intención de voto+simpatía del 9,3%, apenas un 4,4% de los encuestados situaba a C’s en el 10 (la ubicación ideológica más a la derecha), por debajo de formaciones como PdeCat (5,2), PNV (4,9) o Coalición Canaria (5,5) –además de, por supuesto PP, FAC o UPN. En enero de 2018, con una presunción de voto del 17,6%, los encuestados que situaban a C’s en la extrema derecha son casi el doble, el 8,5%, (un porcentaje superior al de PdeCat, PNV y CC).
Es decir, ya no estamos ante un partido como el PP que defiende el orden establecido, los buenos contactos para hacer negocios, la estratificación social de toda la vida, con alguna cooptación que otra para renovar sangre… Ni por supuesto hay tentaciones de hacer un Charlotte Rampling o un Dick Bogarde y lucir en la intimidad correajes, cuero y charol (ni siquiera la versión blanco primera comunión del uniforme de gala de FET de las JONS). Pero no me digan que, en cuanto se trata de lo verdaderamente importante, la reacción de ese hombre que puede ser presidente del gobierno de España señalando a profesores y llamando cobarde al actual ocupante del cargo no les recuerda a esto: “Basta ya de rebeldías mansas, que, sin poner remedio a nada, dañan tanto y más a la disciplina que esta recia y viril a que nos lanzamos por España y por el Rey. Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar los días buenos que para la patria preparamos”. Es de otro Rivera. En concreto una parte del Manifiesto con el que el general Miguel Primo de Rivera dio en septiembre de 1923 el golpe de Estado para acabar con la corrupción, la propaganda separatista y otros males diversos.
Si hay algo peligroso en política son aquellos que no tienen ideología. Los que hacen algo –bueno o malo– no porque creen que hay que hacerlo, sino porque tienen una ética o una moral tan elástica que les da lo mismo hacerlo o no. Como decía el viejo chiste para identificar antisemitas, el que a la afirmación “Hay que matar a todos los judíos y a todos los ciclistas” contestaba: “¿Y por qué a los ciclistas?”.
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Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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