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La credibilidad política no es equivalente a la credibilidad en otros ámbitos. Cuando hablamos de un amigo creíble, de una fuente creíble, nos referimos a que posee un pasado coherente comprobable y un historial de buena fe. No se mide en términos de totalidad: alguien puede ser creíble en un asunto y pintoresco en otro. Ser creíble significa que se habla con avales, y que, pese a eso, el creerlo o no representa solo una posibilidad.
Nadie en la vida corriente puede ser sorprendido a ojos de todos en la mentira, el despiste o en la manipulación con continuidad y recibir un galón de credibilidad. Si fuera así, si, a pesar de todo, ese tipo consiguiera persuadir y arrastrar a la gente a su redil, se le llamaría estafador. Quicir : no se le estaría reconociendo una virtud, sino destreza maliciosa. Parece una barbaridad, pero es exactamente lo que sucede en la vida política: aquí, la credibilidad es una voz eufemística, y nos la hemos tragado todos.
Cuando se cataloga a una figura (qué sé yo, a Albert Rivera por ejemplo) como creíble se están celebrando sus habilidades de ilusionista –un oficio muy honorable, siempre que se respete el pacto con el espectador: el público se sabe en una ficción, de hecho, paga por que le transmitan la sensación de que algo se le escapa; la incapacidad para detectar el engaño es la materia prima del placer–. En política ocurre lo contrario: uno paga por realidades y le pagan con simulaciones.
La gente se cree a Albert Rivera. De él se dice ya de todo en los platós, las páginas impresas y en la calle. Sabemos que se está posicionando para ocupar el poder por la cantidad de adjetivos vagos que se vierten sobre él: solvente, presidenciable, serio, patriota… El liderazgo se edifica a fuerza de imprecisiones. Este senescal coelhista, al ritmo de encuestas cada vez más contundentes, está adquiriendo el último atributo necesario para el éxito político: la inmunidad ante los hechos, los tropiezos, las negligencias y el pasado propio. Ciudadanos goza de la mayor tasa volantazos/año del panorama político, pero eso, a estas alturas, apenas significa nada.
Otra de las condiciones de todo futuro presidente es que se le empiece a ver como una catástrofe atmosférica; que sume peso y apoyo (mediático, económico, fotográfico, espiritual…) hasta apabullar, hasta conseguir una luminiscencia opresiva que impida a la mayoría de votantes detectar los hilos, las razones y las voluntades que manejan el fenómeno... Y el estadio óptimo: que se sustituya el juicio crítico por la pereza.
El mayor peligro del momento actual es que no sabemos si Ciudadanos ha atravesado ya el umbral tras el que todo planteamiento en contra se transforma en alimento; ese momento en que la credibilidad es tal que las críticas, por mucho fundamento que contengan, dejan de tomarse en consideración y se procesan, por parte de una gran porción de la población, como rabietas, como ladridos de chihuahua.
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Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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