La palabra liberada en las paredes de París
Durante el Mayo del 68, los carteles y los graffitis fueron mucho más que gritos de guerra, abrieron una brecha en el muro monolítico de la ‘opinión pública’
Óscar Guayabero 25/05/2018
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Coincidiendo con el 50 aniversario del mayo del 68, se están publicando multitud de ensayos y artículos sobre lo que sucedió en París. Mucho navegan entre el homenaje y el revisionismo naïf. Yo he pensado en centrar la mirada sobre los aspectos gráficos y sobre los conceptos que hay detrás de aquellos carteles que han quedado como fósiles de un fenómeno que, no por cercano, es menos incomprensible para muchos. También sobre la conexión entre el 68 y las vanguardias artísticas. La semilla de este texto está en uno que he escrito para una exposición/publicación impulsada por el diseñador valenciano Tomás Gorria y que se ha expuesto en Valencia estos días.
Diversos factores explican la explosión juvenil que sucedió en aquel mes de mayo. No es este el lugar para analizarlas. En todo caso, muchas de las consignas que llevaban años fraguándose en el underground afloraron a la superficie. Parafraseando uno de los eslóganes de los parisinos revueltos: “Si debajo de los adoquines está la playa, debajo de la arena estaban los utopistas”. Los utopistas eran una amalgama de grupos, movimientos y células, entre el arte y el activismo, a menudo vinculados con la extrema izquierda. Nos podríamos remontar hasta el dadaísmo siguiendo la senda de esos grupúsculos. Y una de las cosas que les unen es la necesidad de visualizar sus ideas por medio de publicaciones, pasquines, manifiestos, pintadas y carteles. Sin esos rastros serían completamente invisibles.
Entre todos, la llamada Internacional Situacionista (IS) es la que tuvo mayor influencia, y Guy Debord fue su figura más conocida, aunque no la única. Debord consideraba que la política revolucionaria conlleva necesariamente un programa de revolución cultural y para ello se remitía a Dadá, ya que “había insuflado un hálito mortal a la noción tradicional de cultura”, y al surrealismo, “por haber creado un método efectivo de lucha contra los mecanismos de confusión de la burguesía”. Las ideas de Debord estaban inscritas en una creciente corriente de izquierdas dentro de las vanguardias y de su relación con el colectivo Socialismo o Barbarie. En su boletín oficial The Situacionism Time, se recogen una y otra vez los tics gráficos de las vanguardias históricas. Tipos de madera, impresión en tintas planas, collage, brutalismo gráfico, gráfica canalla, etc. En su ideario surge la arquitectura y el urbanismo como piezas clave, sus conocidas derivas y lo que se llamó la psicogeografía, que no era otra cosa que captar las sensaciones personales de la ciudad y configurar nuevos mapas urbanos a partir de ahí. Al mismo tiempo, durante Mayo del 68 La sociedad del espectáculo de Guy Debord y Tratado del saber vivir para uso de las jóvenes generaciones de Raoul Vaneigem, ambos situacionistas, y editados en 1967, fueron dos de los libros más leídos por el movimiento revolucionario. La prueba es que muchos de los grafitis más célebres del momento son extractos de estas publicaciones, como “Prohibido prohibir”, “Seamos realistas, pidamos lo imposible” o “No vamos a reivindicar nada, no vamos a pedir nada. Tomaremos, ocuparemos” o “Si no formas parte de la solución, formas parte del problema”, y el famoso “Ne Travaillez Jamais”.
Para entender la conexión entre el situacionismo y el Mayo del 68 nos hemos de remontar a dos años antes. En 1966 y en la ciudad de Estrasburgo, un grupo de estudiantes radicales de izquierdas con simpatías situacionistas, los llamados enragés (‘furiosos’), aprovecharon los fondos del sindicato estudiantil, cuya elección habían ganado, para publicar un manifiesto: “Sobre la miseria de la vida estudiantil considerada bajo sus aspectos económico, político, psicológico, sexual e intelectual”. Los enragés contactaron con los situacionistas para su diseño y redacción. Este manifiesto se repartió el día de la sesión inaugural del curso a la que acudía el presidente De Gaulle, y supuso un escándalo que dio el disparo de salida a la agitación estudiantil universitaria, que desembocaría en apenas dos años en los sucesos de Mayo. En ese texto hay mucho de lo que se gritaba en las calles de París.
Finalmente, los situacionistas participaron directamente en la calle, primero en la Sorbona, después lanzando llamamientos a las fábricas ocupadas y finalmente ocupando un edificio en el que establecieron una base, dentro de la propia Sorbona, y crearon un “Consejo para el mantenimiento de las ocupaciones” desde donde creaban sus propios carteles. Se dice que hay dos mayos, el estudiantil y el obrero. Los actores de este movimiento dual fueron muchos: el Movimiento 22 de Marzo (liderado por el famoso Colh Bendit), los enragés-situacionistas, los obreros salvajes, militantes comunistas de base, maoístas. Los situacionistas intentaron, con cierto éxito, establecer puentes entre esos dos entornos, el obrero, más politizado, y el estudiantil, más intelectual.
Los carteles son deudores de ese momento, entre épico y ilusorio, que tiene toda utopía
Entrando de lleno en los carteles del 68, durante las seis semanas que duró el Mayo francés estudiantes, artistas y obreros ocuparon un taller de la Escuela de Bellas Artes de París. Una vez colectivizado, se le cambió el nombre por el de Atelier Populaire. Aquel taller fue la principal factoría de cartelismo que llenó las calles del Barrio Latino de París. De sus mesas de litografía y serigrafía salieron más de quinientos carteles diferentes y 120.000 copias de estos. Estos carteles, hoy objetos de culto, son fruto de la urgencia del momento, de la energía colectiva más proclive al entusiasmo que a la reflexión. Y, sin embargo, aún hoy, muchos de aquellos carteles, siguen siendo punzantes dardos de verdad y más de uno, levanta ampollas en nuestra sociedad “bien pensante”.
Lo fuera o no, la sensación de los que allí estuvieron es que estaban haciendo y viviendo una revolución, y los carteles son deudores de ese momento, entre épico y ilusorio, que tiene toda utopía. Por la mañana una asamblea decidía los eslóganes; por la tarde, en otra reunión tumultuosa, daba igual que fueran diez o trescientas personas, se votaban los diseños. Estudiantes y artistas dormían entre los carteles que se secaban colgados en cuerdas. Al día siguiente ya estaban pegados en las calles. Una de las primeras técnicas utilizadas para la reproducción de carteles fue la litografía. Esta técnica no está pensada para trabajos rápidos y tenía una capacidad de producción muy limitada, entre quince y veinte en una hora. Por esta razón, el artista Guy de Rougemont propuso reemplazarla por la serigrafía, una técnica con la que había estado trabajando en Estados Unidos. Lo hizo, según parece, de forma espontánea. Al momento, alguien le preguntó si él podía dirigir el taller y así fue. La serigrafía era más fácil de usar, más rápida y más barata. El número de carteles reproducidos llegó a sesenta en una hora. Por la noche, el taller funcionaba al máximo de sus posibilidades. Como recuerda el artista Gérard Fromanger: “Trabajábamos 24 horas sobre 24 horas. En un país en huelga… ¡éramos los únicos que trabajábamos! Fue de locos, nunca habíamos trabajado tanto en nuestra vida. Seríamos entre 100 y 300 artistas, pero alrededor de 10.000 personas pasaron por el Atelier: pescadores, obreros, periodistas… Se quedaban un día o dos para conseguir carteles específicos para sus huelgas. Venía todo el mundo a buscar su póster, éramos una fábrica”. A primera hora de la mañana, grupos bien organizados venían a buscar los carteles recién hechos para fijarlos por toda la ciudad. Al igual que la técnica, el proceso de distribución fue mejorando con los días.
El Mayo del 68 fue un momento único, donde una parte importante de una sociedad decidió tomar la palabra. Y no es casual: la palabra llevaba presa en Francia desde antes de la Segunda Guerra Mundial. La rutina, la censura, el miedo y el colaboracionismo habían instaurado un silencio pavoroso. La mayor parte de los medios de comunicación tan solo se hacían eco de ese silencio con noticias huecas y revisadas previamente para no “alterar la paz y el orden social”. Los carteles y los graffitis fueron mucho más que gritos de guerra, abrieron una brecha en el muro monolítico de la “opinión pública”. La importancia de hablar estaba en el centro de la revuelta, incluso si no se tenía muy claro qué decir: “Tengo algo que decir, pero no sé muy bien qué es”, decía una pintada en el centro Censier. Los carteles fueron una red de información alternativa a la televisión, controlada por el gobierno de De Gaulle, y a los medios ortodoxos, como la prensa escrita y las radios. Sólo dos emisoras de radio dieron resonancia a lo que ocurría en la calle: Europe nº1 y RTL. Emitían en directo y su impacto fue enorme. En los sesenta, la media de transistores vendidos por año rondaba los doscientos mil; en tan sólo una semana del mes de mayo de 1968 se vendieron el doble. Surgió un nuevo periódico llamado Action. Dirigido por Jean Schalit, fue, en cierto modo, el órgano del movimiento revolucionario. Por lo que se refiere a su diseño, éste se caracteriza por su sencillez; destacando, como seña de identidad, el uso del rojo y del negro en unos titulares siempre provocativos. En todo caso, los carteles fueron una especie de red social avant la lettre, contraponiéndose a la versión oficial omnipresente en los medios.
En cuanto a la forma que tomaban esos carteles, pueden parecer nihilistas, hechos desde la urgencia, como decíamos, pero, como observara Jean-Jacques Lebel, los afiches del 68 pegados por los muros contribuyeron a “transformar la ciudad en poema colectivo y en teatro de la libertad”. El objetivo era tomar la palabra, en realidad diría que liberar las palabras, que habían estado secuestradas, y soltarlas a la calle. Como referentes estaban, como ya se ha visto, las vanguardias, pero también el cartelismo bélico de la Segunda Guerra Mundial, muy presente en ese momento en el imaginario colectivo. El famoso CRS, con las siglas de la SS en el escudo, es una muestra de esa iconografía belicista donde al enemigo se le deshumaniza para crear un icono contra lo que luchar. El CRS aparece representado sin rostro pero con: casco, gafas antigás, escudo y porra, y en posición de ataque.
Conforme se pegaban los carteles en las paredes, había coleccionistas que los arrancaban cuidadosamente para su posterior venta
Hay pocos casos del uso de la fotografía, por la dificultad en reproducirla con cierta calidad, pero hay una excepción: la fotografía del líder Daniel Cohn-Bendit sonriendo frente a un policía del CRD, convertida en cartel. ¿Una apropiación del arte pop que venía de Norteamérica? El texto hace referencia al eslogan que los estudiantes gritaban en las manifestaciones de protesta que siguieron a la prohibición de residencia en Francia del joven líder estudiantil “Nous sommes tous indesirables” (‘Todos somos indeseables’).
En la gran mayoría de carteles, nos encontramos con la combinación de texto y de dibujo en su mínima expresión. Siluetas, letras gruesas, algunas veces en negativo. No hay matices, ni degradados. Todo es impresión directa, y ha de ser rápida y concisa. Hay constantes que se repiten: la claridad ha de ser tal que el mensaje se interprete automáticamente; el uso del fondo del cartel como una tinta más (blanco o amarillo); el texto y la imagen se pintaban, normalmente, de un solo color, porque con la técnica de la serigrafía las mezclas resultaban complejas y porque la urgencia revolucionaria exigía ser prácticos. La gama de colores era de lo más variada, siendo el rojo (el color de la revolución) y el negro los más empleados. Otra vez el rojo y el negro, como conexión con las vanguardias cercanas (situacionismo) y las históricas (dadaísmo, De Stjil, constructivismo, etc).
Sin embargo, también hay aspectos que distinguen a esos carteles del 68, que los alejan del Arte del cartelismo “en mayúsculas”. Uno es, tal como hemos dicho, la urgencia. Lejos de ejercicios estéticos, sobre todo los affiches servían para recordar a la población todo tipo de eventos: concentraciones, manifestaciones, reuniones, encuentros culturales, fiestas… Al mismo tiempo intentaban interpelar a los ciudadanos “no movilizados” para que apoyara las huelgas de los distintos sectores. Otro aspecto diferencial es la ausencia de autoría. El nombre del taller, es, en muchos casos, el único signo de propiedad, pues casi siempre se trata de obras anónimas, por su elaboración colectiva y por considerar la “firma” como un acto de culto al genio del artista y a la cultura burguesa que encumbra a las “figuras culturales”. Pero incluso en aquel mayo idealista hay quien buscó provecho; conforme se pegaban los carteles en las paredes, había coleccionistas que los arrancaban cuidadosamente para su posterior venta. Dentro del Atelier, también se produce cierto mercadeo. “Nadie nos pagaba, ni vendíamos nada, pero sí hubo dos chicos que robaron carteles para venderlos en Nueva York”, corrobora Fromanger. No todos compartían el carácter colectivo y anónimo de los carteles. Los artistas que querían firmar, o que aceptaban realizar litografías auspiciadas por galerías para recaudar fondos, fueron despreciados por el resto por burgueses. El grupo dominante en las asambleas del Atelier, la Jeune Peinture, tenía convicciones comunistas, maoístas y anarquistas. Para ellos la figura del autor convertía el arte en mercancía. El concepto marxista del “fetichismo de la mercancía”, recuperado por el situacionismo, tuvo mucho peso en ese anonimato. Pese a todo, pasados los años, no son pocos los carteles sesentayochistas que se pueden comprar, por internet o en subastas. Podemos pensar que es la apropiación del mercado para con todo, pero también podemos especular con el regusto a venganza de aquella burguesía, que vivió aterrada el alzamiento popular en el 68, al hacer de aquellos gritos en la pared una mercancía más.
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