Historia de dos generaciones: maternidades y trabajo
Un antiguo proverbio dice: ‘Si las mujeres bajaran los brazos, el cielo se caería’. La historia de Dolores, y también la de sus hijas y las hijas de sus hijas, es la historia de todas aquellas mujeres que, silenciadas e invisibles, sostienen el mundo
Nerea Balinot 30/05/2018
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Dolores tenía cuatro años la primera vez que trabajó en el campo. En un cortijo de aquella Andalucía rural de posguerra aprendió a ‘‘faenar como las mujeres’’. Alimentaba a los animales, arrancaba malas hierbas, sembraba tabaco y recogía aceitunas. También cuidaba a sus hermanas menores y a su abuelo, limpiaba las habitaciones, preparaba comidas y cenas. Aquel era el trabajo de las mujeres, idéntico al de los hombres, pero con más tareas, uno que no terminaba al cruzar el umbral de la casa.
‘‘Si hubiera podido estudiar, habría sido lo que me propusiese’’, afirma esta anciana de 85 años en un condicional melancólico. Dolores aprendió a leer y a escribir sola en una cocina. También a multiplicar, dividir y hacer derivadas. Practicaba sobre los papeles en los que venía envuelto el pescado, a escondidas, con cuidado de no ser descubierta por su familia. Tenía que trabajar, explica, y no había tiempo para esas tonterías. De aquellos años conserva una memoria infatigable y una capacidad innata para narrar historias.
Cuando las mujeres se incorporan a estas empresas familiares las fronteras entre el trabajo público y el doméstico se difuminan. Su nueva jornada se extiende desde las tradicionales labores del hogar hasta las nuevas demandas del negocio.
Le hubiera gustado estudiar. Y conocer Egipto. Ordenarse monja e irse de misionera a cualquier parte del mundo. Pero Dolores se enamoró y se convirtió en madre, abuela y bisabuela. Orgullosa, confiesa: ‘‘Soy una auténtica matriarca’’. Los más de cincuenta descendientes a los que aún sigue cuidando son la prueba tangible del trabajo de toda una vida. Trabajo invisible de una mujer que ha vivido en los márgenes de la historia. Como tantas otras.
La suya sucede en torno a una máquina de coser. Es un cuento que se teje lentamente, oral e interminable. Sobre todo, humano. Entre el ir y venir de la aguja, de la familia y del tiempo, Dolores habla, incansable, con una chispa feroz en la mirada.
Mujeres que trabajan por amor
Tradicionalmente, las mujeres han estado destinadas al hogar. A ellas les correspondía la labor reproductiva, un trabajo no asalariado que parecía intrínseco a su condición de esposas y madres. Los hombres, en cambio, se encargaban del trabajo público, productivo y asalariado, y bastante ajenos a la crianza y el cuidado cotidiano de la familia.
Sin embargo, las necesidades económicas no tardaron en sacar a las mujeres del hogar para participar en la economía familiar, arrastrando tras ellas su explotación doméstica. Así lo denuncia el Instituto Andaluz de la Mujer en su informe `Trabajo informal de las mujeres en las empresas familiares de Andalucía´, donde se dice que la mayoría no recibe sueldo alguno por su trabajo.
Cuando las mujeres se incorporan a estas empresas familiares las fronteras entre el trabajo público y el doméstico se difuminan. Su nueva jornada se extiende desde las tradicionales labores del hogar hasta las nuevas demandas del negocio, sin recibir reconocimiento o remuneración alguna. Trabajan gratuitamente por los mismos motivos que lo hacían en casa; socializadas en su rol de cuidadoras altruistas, entienden su sacrificio como una renuncia necesaria para el bienestar de la familia.
“Por amor”, las mujeres cargan en silencio el cuidado de los hijos, el trabajo del hogar y la economía de la empresa. Lo hacen sin acceso a las finanzas y sin derecho a descanso –ni domingos, ni fiestas de guardar, ni tardes para jugar al dominó. Sin concebir, si quiera, la posibilidad de gastar dinero en sí mismas. Las prioridades, siempre, son los demás.
Fue la autora Emilia Pardo Bazán quien escribió –para cuestionarlo– que el destino de las mujeres está supeditado a la felicidad de su marido y de sus hijos, mostrando esa abnegación rayana en la esclavitud que se ha impuesto a las madres de familia desde hace siglos.
A aguantar “por amor” aprendió Dolores en el restaurante que fundó junto a su marido. A levantarse al amanecer y acostarse en la madrugada, quedándose dormida sobre la pila de platos que siempre quedaba por fregar. A trabajar horas después de haber dado a luz, con la sangre aún en los tobillos. A criar a sus hijos y ocuparse de la casa en medio de una jornada laboral de más de quince horas.
Cuando se marchó del restaurante, con sesenta años, no había cotizado un solo día. Sin contrato, sin sueldo y sin pensión; de su trabajo solo quedó una pequeña paga familiar, su cuerpo envejecido y la certeza de que esta vida ‘‘es una cochiná’’.
Dolores figuró como titular única de una cuenta bancaria cuando enviudó. Era la primera vez que tenía potestad absoluta para decidir sobre su propio dinero. Para entonces, aquellas cifras digitales le importaban ‘‘un pimiento’’. Con vocación de santa –o de mártir– que rehúye la jubilación, decidió consagrar esos ahorros a las necesidades de su familia.
A Dolores le hubiera gustado aprender a montar en bicicleta o perder el miedo a bañarse en el mar. Pero solo le quedó tiempo para coser. Pantalones de trabajo, vestidos de fiesta, suaves arrullos para los recién nacidos. Con paciencia y ternura, la anciana sigue remendando rotos en las vidas de los demás. La suya, en cambio, es una herida sin sutura. Heridas de mujeres invisibles, de madres y esposas, de obreras del hogar que llaman amor al sobresfuerzo que nadie paga.
Aquel era, también, el trabajo de las mujeres: olvidar.
La herencia de las mujeres
‘‘Mi madre siempre ha sido más feminista que yo’’ dice Dolores –la hija– en una cocina repleta de niños. Aunque ahora solo están los más pequeños, reclamando su atención con la boca llena de chocolate, Dolores hija es madre de once hijos. Se casó joven, con apenas 19 años y, desde entonces, decidió estar “abierta a la vida”. Así se definen quienes, por motivos religiosos, eligen traer al mundo todos los hijos que “Dios quiera darles”.
Reconocer la importancia de la maternidad y los cuidados es imprescindible para una sociedad más justa.
Que sean hijos del cielo, sin embargo, no hace más fácil la crianza. Porque Dios no ahoga, pero apretar, aprieta. Dolores hija se levanta cada día a las siete de la mañana. Prepara el desayuno y viste a sus hijos para ir a la escuela. Después, comienza a hacer las tareas de la casa: limpiar, fregar, cocinar y un largo etcétera que no termina hasta las doce de la noche, cuando acaba de planchar sus tres lavadoras diarias. Por amor, no, desde luego; por necesidad. ‘‘Si una limpia es con tal de que no se la coma la mugre’’, explica.
El suyo es un trabajo a jornada completa. Como madre, como encargada de las tareas del hogar, como criadora y cuidadora. En total, quince horas diarias, trabajo domingos y festivos, vacaciones familiares que suponen doblar turno y ningún reconocimiento social o monetario. Su mayor apoyo, afirma, es la Iglesia: ‘‘Educar en el cristianismo hace que merezca la pena’’.
Alicia Murillo, activista feminista y humorista, ha explicado bien que las mujeres habían sido convertidas en auténticas esclavas dispuestas a trabajar por comida y techo. También, ha propuesto diez puntos básicos para una revolución de amas de casa, incluyendo la creación de sindicatos y la filiación a la seguridad social.
Aunque Dolores (hija) no va tan lejos, sí defiende la remuneración de su trabajo. O, al menos, la posibilidad de cotizar para su jubilación. ‘‘Mi proyecto son estos once hijos e hijas que, el día de mañana, sostendrán el país’’, afirma. También, pagarán un sistema de pensiones al que ella, como tantas otras mujeres, no tendrá acceso por no haber cotizado –aunque sí trabajado–.
El problema es que no se considera que el suyo sea un trabajo de verdad. Frente a quienes la juzgan por ‘‘no aspirar a más’’, Dolores reivindica la importancia social que tienen las madres. Como proveedoras de mano de obra para el sistema económico, como educadoras que forman en valores a los futuros ciudadanos y como cuidadoras de las personas más vulnerables. Junto a ella, cada vez son más las mujeres que reivindican su trabajo –reproductivo, doméstico y de cuidados– como base de nuestra sociedad.
Las cifras están de su lado y demuestran que el trabajo de las mujeres sí genera riqueza. Para otros, claro. El Estado delega en ellas el cuidado de niños, ancianos y personas dependientes, ahorrando en prestaciones sociales. Los hombres, por su parte, ascienden en su carrera laboral gracias al tiempo que no tienen que dedicar al hogar y la familia.
Según el estudio `El trabajo no remunerado en la economía global´ de Mª Ángeles Durán, el PIB de España aumentaría hasta un 53% si estas tareas domésticas fueran remuneradas. Lo que cobraría cada ama de casa puede calcularse en la plataforma Todo no incluido, una iniciativa de May Serrano que permite a las mujeres conocer cuál sería su salario real. Una madre que trabajara doce horas de lunes a sábado, por ejemplo, llegaría a cobrar más de 2.000 euros netos.
La lucha de Dolores es cotidiana y sencilla. Alejada de los grandes discursos, busca que sus hijos valoren su trabajo y colaboren en las tareas domésticas. Su marido también “ayuda”, a veces. Pone la mesa, hace la compra o tira la basura. Fregar no lo hizo nunca, no le gusta. Y de quitar un pañal ni hablamos. ‘‘Mi marido tiene mierdofobia, una enfermedad tan grave que hasta le ha puesto nombre’’, comenta Dolores entre risas. La suya es la situación que viven las mujeres españolas, quienes dedican más del doble de horas a las tareas no remuneradas que los hombres.
Ni siquiera se permite descansar durante la entrevista. Permanece de guardia, atenta a los juegos de los más pequeños, a los conflictos de varios adolescentes y a los problemas universitarios de sus hijos mayores. De pronto, suena el teléfono. Al otro lado, desde Madrid, llama su hija, la tercera Dolores, agobiada por los exámenes del grado de Ingeniería Biomédica que cursa.
Cuando hablamos sobre tener hijos, la respuesta de esta Dolores a la que llaman Lola es tajante: ‘‘no es mi prioridad’’. Antes tiene otros proyectos: el voluntariado social en el que participa o la aplicación móvil para personas con discapacidad mental que está desarrollando.
El Estado, por su parte, tiene la obligación de aumentar los servicios sociales y de crear políticas de apoyo. Asumiendo, en definitiva, las responsabilidades que llevan siglos delegando en las mujeres.
Sin embargo, sí le preocupa el ritmo de vida profesional que le impondrá su trabajo como ingeniera. ‘‘No me gustaría renunciar a una carrera profesional, pero tampoco quiero ser una madre ausente. A nosotras nos obligan a elegir mientras que ellos pueden tenerlo todo’’, dice. Las mujeres que quieren ser madres se encuentran en una dolorosa encrucijada. Convertirse en el ángel del hogar, esa madre abnegada que se dedica completamente a su familia o luchar por ser la superwoman, esa mujer que mantiene un trabajo que apenas le permite ver a sus hijos un par de horas al día.
Reconocer la importancia de la maternidad y los cuidados es imprescindible para una sociedad más justa. Así lo defiende Patricia Merino, autora de Maternidad, igualdad y fraternidad. Aunque las mujeres accedan a la esfera política y económica, no habrá emancipación real hasta que no se empoderen como madres. Solo entonces, cuando se valore el capital humano que generan, se producirá una auténtica revolución social.
Tampoco será posible sin el trabajo de los hombres y de la sociedad en su conjunto. Los primeros deberán incorporarse al espacio doméstico, compartir las tareas de crianza y ejercer como padres más allá del apellido. El Estado, por su parte, tiene la obligación de aumentar los servicios sociales y de crear políticas de apoyo. Asumiendo, en definitiva, las responsabilidades que llevan siglos delegando en las mujeres. Porque criar y cuidar también son actos políticos. Y, algún día, dejarán de ser invisibles quienes sostienen el mundo
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