ANÁLISIS
Vox abre la puerta
Que Vox logre o no alcanzar la capacidad e influencia de sus vecinos europeos dependerá, en buena medida, de la habilidad o torpeza de sus rivales políticos
Guillermo Fernández 10/10/2018
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El domingo 7 de octubre Vox logró lo que llevaba tiempo buscando: su bautizo como un actor político relevante en la esfera pública española. Lo hizo llenando el palacio de Vistalegre de Madrid con 10.000 simpatizantes y dejando a un millar de personas fuera por falta de espacio. La elección del emplazamiento no es casual: Vox busca explícitamente los paralelismos con el primer Podemos. Desea convertir la indignación política de un cierto sector de la derecha española en capital político. Y para lograrlo espera usar el trampolín de las elecciones europeas. No se olviden de esto: hay personas en la formación de Abascal que han estudiado la campaña de Podemos en 2014.
Fuera del recinto un grupo de voluntarios de Vox ataviados con el chaleco verde distintivo del partido se acercan a un coche de la policía nacional y regalan a su conductor una pulsera con el color de la bandera de España, gesto que el policía agradece amablemente. Unos metros más allá, dos puestos callejeros venden abundantes banderas rojigualdas. “Hemos venido aquí con mucha ilusión”, comenta Maite antes de entrar en el acto, “necesitábamos que alguien dijera lo que nadie, por miedo o por no sé qué motivo, se atreve a decir”. “Vox se atreve con todo”, apostilla Luis, su marido.
Dentro de la mítica plaza de toros donde Podemos celebró sus dos grandes congresos y José Luis Rodríguez Zapatero organizó varias de sus más potentes actuaciones públicas en 2004, 2007 y 2009, el ambiente es de fiesta. Casi de euforia. “Lo hemos conseguido”, dice Manuel, vicesecretario de comunicación del partido y responsable de prensa. Suena Manolo Escobar junto a otras canciones más modernas: rumba y un sorprendente (y a la postre controvertido) Coque Malla. En un receso entre canción y canción el público corea el ya famoso “A por ellos” con un entusiasmo y vitalidad notorios. El alborozo aumenta cuando desde megafonía se informa de que tres mil personas se han quedado fuera del acto por falta de sitio. Santiago Abascal, líder del partido, y Javier Ortega Smith, secretario general de Vox, salen al exterior para encaramarse a uno de los mamotretos de hormigón que flanquean la entrada de Vistalegre y, megáfono en mano, arengar a los abajo reunidos con un discurso improvisado, conformando una escena que recuerda a otros acontecimientos vividos en la política española de los últimos años.
En la arena, mucho más allá del burladero, se sitúa una primera fila en la que se sienta el escritor Fernando Sánchez Dragó, el torero Morante de la Puebla, el historiador José Luis Esparza o los periodistas Hermann Tertsch y Luis del Pino; así como también el secretario general del sindicato policial SIPE, Alfredo Perdiguero, el general de la Infantería de Marina, Juan Chicharro, el presidente del grupo Intereconomía, Julio Ariza, e incluso Salvador Monedero, padre de uno de los fundadores de Podemos. Las presencias dan que hablar en los corrillos de periodistas y alimentan una idea estereotipada de la derecha española más montuna. Sin embargo, sorprenden más las ausencias: Vox había invitado a personalidades extranjeras de otros partidos políticos europeos, tanto del grupo parlamentario ENL (que reúne en Bruselas al Frente Nacional, la Liga Norte, el FPÖ austríaco o el Partido de la Libertad de Geert Wilders) como del grupo parlamentario de los Conservadores y Reformistas Europeos, donde se encuentran los conservadores polacos, checos y británicos. Pero ninguno asistió. Tampoco Stephen Bannon, con cuya presencia se especuló unas semanas antes.
Las propuestas, cien medidas que Vox pone en el escaparate de su comunicación pública, vienen en cascada: supresión de las comunidades autónomas, ilegalización de los partidos separatistas, derogación de la ley de memoria histórica, derogación de la ley de violencia de género, defensa de las fronteras, deportación inmediata de los inmigrantes ilegales a sus países de origen y rebaja fiscal drástica. También hay lugar para menciones al aborto y la eutanasia: “defenderemos la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte natural”, frase que, una vez pronunciada, suscita un gran aplauso del público.
Los distintos portavoces que suben al estrado se reparten los papeles: Rocío Monasterio, presidenta de Vox en la comunidad de Madrid, emplea una forma política de hablar que discurre paralela al discurso religioso haciendo uso de expresiones como “dar testimonio”, “predicar con el ejemplo” o “defender el carácter sagrado de la persona”. La verdad os hará libres, viene a decir Rocío Monasterio enfatizando el acento bíblico-político. Javier Ortega Smith, secretario general del partido, prefiere el tono épico que aspira a dar al discurso del partido una misión y engarce históricos. Por eso comienza su intervención refiriéndose a la batalla de Lepanto, esa que, según sus palabras, “lideró una coalición española hace 447 años y derrotó a la mayor flota turca salvando la independencia, la soberanía, la libertad y la civilización occidental frente a la barbarie”.
Si Rocío Monasterio quiere vincular a Vox con ciertos colectivos de la iglesia católica española, Ortega Smith desea ligar el nuevo proyecto con el fondo ideológico y discursivo de la extrema derecha española. Por eso no es casual que entre el público emerjan invocaciones a los tercios de Flandes o a la España imperial. La idea es la misma: España como nación en peligro de disolución por el conflicto territorial y por la invasión extranjera necesita reenganchar con sus mitos fundantes. Nunca se debe perder de vista que tanto la extrema derecha actual como la pasada siempre han entendido a las naciones como organismos vivos susceptibles de vivir períodos de decadencia (por enfermedad, cansancio o falta de confianza en sí mismas) y períodos de renacer o florecimiento (cuando la nación encuentra dentro de sí misma la energía para superar el estado de doblegamiento o apatía). Toda la retórica de Vox se incrusta en este macizo ideológico. De ahí que el eslogan utilizado en Vistalegre, aparte del apremiante #EleccionesGeneralesYa, fuera #LaEspañaViva; o sea, el fondo de energía espiritual que le queda a una nación exhausta para levantarse.
A este lenguaje heredero de la tradición reaccionaria se le une en Vox una impronta léxica que bebe e incluso en ocasiones imita el habla de Donald Trump. Ignacio Garriga, uno de los oradores elegidos para la ocasión, sorprendió a todo el mundo con expresiones como “que Dios os bendiga y que Dios bendiga a España”. A esta importación norteamericana le sucedieron otras como “hacer España grande otra vez” o “España primero”. En el ambiente dominical y carabanchelero de Vistalegre se mezclan las rumbas del “Puigdemont te van a meter en prisión” con la aplicación esmerada de algunas de las lecciones que la “Alt Right” americana aprendió en la escuela comunicativa de Breitbart News.
“Mira, esto es muy sencillo: estamos hartos de un país que ya no funciona”, comenta David en las entrañas de Vistalegre mientras espera a comprar un bocadillo junto a toda su familia venida esa misma mañana desde Zaragoza. “Cataluña nos despertó, fue como si nos dijeran ‘esto se va a pique’, ‘esto ha sido una estafa’, todos estos años de democracia robando y poniendo a sus amiguitos en los cortijos de las comunidades autónomas. ¿Recuerdas 1898? Pues esto es igual: hace falta una regeneración”. Su hija Mercedes va en la misma línea: “a mí no me importa decir que siempre he votado al PP, pero es que esto ya es demasiado, que si los robos por un lado, que si los independentistas por otro...pues no me parece normal”.
Escaleras abajo un grupo de voluntarios del partido con rasgos adolescentes siguen el acto con atención. Se muestran encantados de responder: “yo es la primera vez que vengo a un mitin”, afirma Ana, “mi madre es del PP y dice que le gustan nuestras ideas, pero que por voto útil no va a apoyarnos”. “En algunos de nosotros sí se da eso que algunos dicen: los padres del PP y los hijos de Vox”, reconoce Daniel, a su lado. “No, no, en mi caso no es así: mi padre está muy lejos del PP”, protesta Miguel. ¿Es de izquierdas? Silencio, Miguel hace el gesto de que no puede decir nada. “Pero”, advierte, “mi abuelo no ha votado nunca y ahora dice que va a votar a Vox”.
Santiago Abascal sube al estrado entre gritos de “¡presidente! ¡presidente!”. Su discurso se estructura siguiendo una coletilla muy trumpiana: “fachas, muy fachas”, repite irónicamente para referirse al modo en que son tratados por los medios de comunicación; coletilla que recuerda a la frase que pronunció Stephen Bannon en el último congreso del Frente Nacional francés celebrado en marzo pasado: “dejad que os llamen racistas, dejad que os llamen xenófobos, dejad que os llamen nativistas, y llevad estos insultos con honor. Porque, al hacerlo, cada día que pasa nosotros somos más fuertes y ellos más débiles”. El mensaje es claro: en momentos de hartazgo los insultos de la élite política y mediática son un regalo. Por eso Santiago Abascal en lugar de evitarlos los busca. Sólo hace falta pasearse por las cuentas de Twitter e Instagram tanto de Abascal como del partido para que esto aparezca de una manera nítida.
Mientras Abascal interviene 10.000 personas siguen el mitin por youtube y el chat de quienes ven el acto por streaming bulle de comentarios satisfechos. Hay en todo el fenómeno de Vox un punto de rebelión contra el régimen del 78 que se retrotrae al período pre 15-M y a la crítica contra el estado de las autonomías, el despilfarro (las famosas mamandurrias), la clase política y el sistema de partidos que entonces articulaban periodistas como Federico Jiménez Losantos (muy popular en aquella época, recordémoslo, entre ciertas capas populares), César Vidal y medios como Intereconomía, 13tv, la COPE o La Gaceta. El mérito de Vox, lo que le ha permitido llenar Vistalegre, es haber logrado coordinar una serie de sentimientos de humillación y agravio que una parte de la sociedad española ha sentido a lo largo de los últimos años, y singularmente tras la crisis catalana de otoño de 2017. En este sentido Vox es el mecanismo de compensación psíquica de una parte de la sociedad española que percibió la crisis catalana como un desprecio propio; es, por decirlo así, el plus nacionalista que recompensa el orgullo narcisista herido de una patria en apuros. Pero, cuidado, no es sólo nacionalismo español en forma de boomerang: el partido de Santiago Abascal se propone coordinar también el sentimiento de abandono de las zonas rurales de la España interior (de la que hubo varias menciones en todo el acto imitando el estilo de Marine Le Pen), el miedo respecto a una hiperbólica “invasión extranjera” (durante el mitin hay varias alusiones a los “asaltos” a la valla de Ceuta), así como también una suerte de reacción anti-feminista por oposición a las movilizaciones del 8 de marzo pasado. De hecho, a la salida, una mujer de mediana edad explica el por qué de su asistencia a Vistalegre aludiendo a esta cuestión: “no se puede culpabilizar así a los hombres, no me parece justo”. Otros tantos militantes lo mencionan como uno de los principales motivos de su compromiso político.
La estrategia de Vox de cara al ciclo electoral del año que viene reposa sobre tres pilares: apelar a un voto de convicción, emplear un lenguaje políticamente incorrecto y señalar muy claramente a sus enemigos. A saber: el independentismo catalán, el feminismo y la inmigración. Con esos mimbres el partido de Santiago Abascal tratará de escandalizar a todo el que pueda, meterse en todos los charcos y, a la postre, dar la campanada. Algunas encuestas señalan que Vox alcanzará previsiblemente representación parlamentaria en el Parlamento europeo y que podría ser determinante a la hora de decantar los equilibrios entre izquierda y derecha en algunas regiones como Madrid o Murcia.
De nuevo en la calle un grupo de simpatizantes hace un pasillo a un coche de la Policía Nacional mientras aplaude y anima a sus ocupantes. Es la hora de comer y la gente comienza a dispersarse. Vistalegre dibuja a Vox como la expresión de que una parte de la derecha “neocon” española se ha desgajado de la nave nodriza del Partido Popular a raíz de la gestión catalana y aspira a articular políticamente el desencanto de un sector de la sociedad exasperado por las reivindicaciones territoriales, el denominado “dominio cultural de la izquierda” y el impulso hegemónico de las demandas feministas. Con el tinte a la vez trágico y épico de quien piensa que su país está embarrancado en un problema existencial.
El populismo de derechas de Vox no es estatista como el de Marine Le Pen, tampoco tiene el anclaje popular del que goza Matteo Salvini, pero busca en la tradición política española un lenguaje propio que le permita conectar con el movimiento de insurrección nacionalista que encabeza Stephen Bannon. De hecho, varios de los principales grupos euroescépticos del Parlamento europeo comienzan a mirar con simpatía e interés al partido de Santiago Abascal. Que Vox logre o no alcanzar la capacidad e influencia de sus vecinos europeos dependerá, en buena medida, de la habilidad o torpeza de sus rivales políticos.
El domingo 7 de octubre Vox logró lo que llevaba tiempo buscando: su bautizo como un actor político relevante en la esfera pública española. Lo hizo llenando el palacio de Vistalegre de Madrid con 10.000 simpatizantes y dejando a un millar de personas fuera por falta de espacio. La elección del emplazamiento no...
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Guillermo Fernández
Investigador en la facultad de Ciencias Políticas de la UCM. Especialista en política francesa, derecha identitaria, relato y comunicación.
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