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VIAJES Y FICCIONES

India: el corazón circular del bosque

Dicen los que saben que India es, sobre todo, una oportunidad para viajar al fondo de uno mismo

Miguel Ángel Ortega Lucas 24/10/2018

<p>Camino de la pira en Benarés.</p>

Camino de la pira en Benarés.

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India es un secreto. Y no te lo va a contar nadie. 

Nadie puede. Primero, porque no hay sólo uno: cada cual lleva y trae consigo el suyo. Segundo, porque no se deja traducir al idioma habitual. Resulta, intentar contarlo, algo así como trasladar agua con el cuenco de las manos al cuenco de otras manos distintas: se escurre, se pierde casi todo sin remedio; se acaba por no dar, no decir nada –“...Que muy bien, señora; que un viaje muy bonito, muy intensito...”. 

Dicen, los que parecen saber, que India es una maestra. Hablan de ella así, como si fuera un ente vivo: una suerte de espíritu que fuera una tierra que fuera una atmósfera; una placenta que sintiera y respirase. (La atmósfera parece exactamente eso para el foráneo, el europeo al menos, al aterrizar en Delhi: una placenta de humedad y temperatura vecina del magma terrestre, o primeras plantas del infierno)... Ah: el infierno. Dicen, los que al parecer saben más que nosotros, dicen que India contiene tanta luz como oscuridad. Tanta cosa bonita como intensita, si quieren. Dicen que, de una u otra forma, la maestra chamana India te tocará: soplará en tu rostro su aliento de niebla, y mutará en un túnel de espejos deformantes que reflejará lo mejor y lo peor de ti. Te lo extirpará, como un vómito. Muchas veces, literalmente. 

Dicen los que saben que, si te da la gana, India es una oportunidad para viajar a ti y saber qué sucede ahí dentro realmente. Si estás dispuesto; si eres de los que no les importa darse una vuelta de vez en cuando por el corazón de las tinieblas...: “No te permite escapar. India te enfrenta con todos tus conflictos, toda tu porquería. Es lo que te permite crecer”. 

El hombre que habla no quiere decir su nombre: dice que no tiene. O no quiere tenerlo hoy. Es latinoamericano, acento del Cono Sur. El pelo largo, grisáceo ya; los ojos cobalto; la barba rala. Habla con la calma estoica de un monje medieval –de los de El nombre de la rosa–, pero si le miras de reojo se asemeja a un león oteando la espesura. Le llamaremos el hombre del bosque. Porque ahí nos habla, a la sombra de un árbol del bosque (gigantesco) que arropa a la montaña de Arumchala, en Tiruvanamalai, sur de India. Lo hemos encontrado como se encuentra todo aquí: en el momento en que parecía decirlo el reloj. Lo hemos encontrado en un momento especialmente intensito de agotamiento mental; no por haber subido y bajado la montaña, sino por cosas que quizá vienen de antes, de mucho antes de todo... “India es así. Si te lo permites, un proceso de depuración de tu basura interna. Así que lo mejor es que lo aproveches y no juegues a hacerte el fuerte”.   

Cima del monte de Arumchala, Tiruvanamalai.

Cima del monte de Arumchala, Tiruvanamalai.

El hombre del bosque explica a su modo, al sentarnos ahí a descansar –y como si leyera la mente–, que India está diseñada como una especie de acelerador de partículas, de modo que todo lo que traigas de tu casa se disparará; lo que no podía emerger, estallará; lo que no querías ver te sacará la lengua como un payaso siniestro en las narices.

India es bellísima, sucísima, decadente e inmemorial. Como algo invencible a punto siempre de derrumbarse. Pero no se derrumba nunca. Recordaba el maestro Paramahansa Yogananda en su clásico Autobiografía de un yogui [long-seller planetario desde su publicación en 1946] que, al menos hasta el siglo XVIII, era considerada la nación más próspera del mundo. En la Biblia se cuenta cómo fueron llevados desde allí al rey Salomón “oro y plata, marfil y monos”, “árboles de sándalo y piedras preciosas”. El comercio con ella desde occidente data de la Grecia clásica y Roma. Cuando Colón se topó con lo que luego llamaron América, lo que buscaba era eso, “las Indias”. Fue admirada por los árabes (los números que usamos hoy, arábigos, los trajeron de allí), y sólo cayó bajo dominación extranjera en el siglo XVI, con los turcos. Tras miles de años, sólo ese choque produjo que el sólido andamiaje de orfebrería en que se sustentó se debilitara lentamente, hasta caer en manos inglesas.

“India ha respondido en la forma más meritoria de entre todos los pueblos al desafío del tiempo”, escribió Yogananda. “Extintos se hallan los imperios diestros en el arte de la guerra que fueron sus contemporáneos, tales como el antiguo Egipto, Babilonia...”. Pero “pocos historiadores han reparado en el hecho de que su supervivencia no es un mero accidente, sino el resultado lógico de su devoción a las verdades eternas”. Se refería a esto: “Durante la Primera Guerra Mundial, un grupo de jóvenes de la universidad me propusieron que dirigiera un movimiento revolucionario. ‘Matar a nuestros hermanos ingleses no aportará beneficio alguno a nuestra nación –respondí, declinando la oferta–. India no obtendrá la libertad por medio de las armas, sino a través del poder espiritual’”. 

Sin pegar un solo tiro, el movimiento no violento de Mahatma Gandhi (mahatma: ‘gran alma’) logró la independencia de los ingleses en 1949. Veinticuatro siglos antes, Alejandro Magno, que quiso el mundo, se había rendido allí: nunca pudo conquistarla del todo. 

La India actual es en su mayoría pobre, mísera; también alegre, imprevisible y escandalosa. Hay hombres tirados en plena calle, en la ciudad, que quizá tengan dónde ir, pero simplemente les dio sueño y ahí se echaron, a hacer la siesta, entre la gente que pasa y las moscas y el calor y los olores triunfales de los puestos de comida, la basura, los animales, la contaminación, la humanidad bullente e interminable. Hay ruido por todas partes, coches pitando siemprepor todas partes, gente que quiere venderte algo por todas partes al ver que eres blanquito, y niñas que no levantan dos palmos del suelo pidiéndote rupias con ojos de mil años de cansancio. Hay vacas por la calle, monos por los tejados (monos cleptómanos que saben abrir ventanas), mierda casi por doquier. Las duchas no tienen cortinas o frontera alguna entre el grifo y el resto del cuarto de baño (al que habrá que entrar en piragua), las sábanas tendrán manchas en casi cualquier alojamiento, el agua (ergo el hielo) es más peligrosa que la kriptonita; un indio al volante, más que un consejo de ministros. La distancia por carretera entre dos puntos siempre será la más larga posible. 

También sonríe todo el mundo, miran a los ojos, saludan: la gente está para el otro. Mucho más fácil sentirse solo en cualquier ciudad de por aquí, donde alguien puede agonizar a gritos sin que el resto aparte la mirada del móvil.  

Este país, o continente, es, por supuesto, como cualquier cosa de este mundo: lo que cada cual ve, siente, vive en él. De modo que el que busca hacerse un selfie en el Taj-Majal, comprarse un sari, ponerse un puntito hindú en el entrecejo y reportarlo al orbe por internet, hará eso, vivirá eso. Existe también, en paralelo a ésa y las demás, una India común a cierta especie concreta: la de quienes buscan algo más allá.

 

Ese algo suele tener que ver con la herida (secreta): la de todo el mundo; cada cual la suya. Lo llevan escrito en la cara casi todos –o casi todos con pinta occidental– que buscan refugio, por ejemplo, en el ashramde Ramana Maharshi, ahí en Tiruvanamalai. En su templo, al que acuden cientos cada día sólo por respirar la paz, el silencio goteante entre los ídolos, hay quien da vueltas circulares en torno al altar como quien sube la escalera en espiral de su propia confusión, de su pérdida: la religión, aquí, es la que re-ligalos jirones en harapos de uno mismo. Tiruvanamalai es de los lugares más luminosos de India, en la India profunda; centro de peregrinaje, si hay occidentales no son turistas sino viajeros. Ahí está también el ashramdel renunciante, encumbrado en gurú popular, Yogiramsuratkumar. Las historias sobre él, milagros reales o leyendas, como ustedes quieran, tienen que ver con su nombre: invocar su mantra sería pedir ayuda automática para cualquier cosa. 

Pero esta India de la que hablo no consiste, aunque pueda parecerlo, en abrazar una fe, una creencia; consiste en poner flores en el altar íntimo de la fe propia, restaurarla; en merecer de nuevo el suelo que uno pisa... Y en despedirse de lo que ya noes

Tiruvanamalai posee un centinela de 800 metros de altura: la montaña de Arumchala. Es un lugar físico pero también, para los autóctonos, la deidad misma de Shiva: en el hinduismo, la máscara destructiva de Dios, junto con la de la creación (Brahma) y la conservación (Vishnu); los tres fenómenos en que consiste esta realidad espacio-temporal. Una vez al año, en el mes tamil de Karthigai (noviembre-diciembre), un cónclave se reúne en su cima para prender una pira que arde toda la noche; de ahí el suelo liso y calcinado que encontramos al llegar, tras largas horas de ascenso entre piedras, vegetación y laderas escarpadas. El rito es símbolo, metáfora de una verdad universal (eterna): el fuego transmuta todo lo viejo para dejar sitio a lo nuevo; en la destrucción se anuncia ya la creación futura; en el corazón de todo final late ya el embrión de lo por venir, del mundo nuevo que ha de fundarse tras la disolución del antiguo. Como la retracción del cosmos previa al Big Bang. Como el agua evaporándose para hacerse lluvia para volver al agua. Como el amor que se termina. 

Por eso, la labor (dificilísima) que a todos nos toca es dejar ir lo que tiene ya que irse, manque duela (y duele; duele). “El aferramiento es ignorancia”, dice el hombre del bosque, después de relatar la historia de Arumchala y su fuego, después de que bajáramos de allí. Es ignoranciaporque, para empezar, pretendemos ignorar continuamente la ley eterna por la cual todo perece en este mundo: la ancestral resistencia al cambio del ser humano. Aferrarte a un trabajo que ya no toca, a una casa que sólo te hace la puñeta, a una persona que ya debe seguir su camino sin ti; a la idea (caduca, que ya huele) que quieres seguir teniendo sobre ti o lo que te rodea. El miedo. En el fondo –explica el hombre del bosque–, se trata de miedo al cambio, “y el miedo al cambio es miedo a morir”. Pero para vivir de verdad, resucitar en lo siguiente que nos toque, hay que estar dispuesto a morir. Y lo muerto debe arder. Hasta las cenizas. 

En los bosques que circundan Arumchala –así como en toda India– pueden encontrarse hombres apenas vestidos con una túnica: son los llamados sadhus, ascetas,renunciantes. Porque renunciaron a casi todo apego material. Viven del camino, de lo que la gente les da, a cambio de una bendición o de nada en absoluto. No tienen nada; sólo lo que llevan puesto. Sonríen invariablemente. Y les brillan los ojos como si los cruzara un cometa ardiéndoles ahí dentro.  

También existe en India la orden monástica de los swamis [en sánscrito, aquel que es uno con su propio ser]:orden antiquísima, su “ideal de servicio desinteresado a toda la humanidad” –cuenta Paramahansa Y.– “y de renunciación a lazos y ambiciones personales, conduce a la mayoría a tomar parte en obras humanitarias y educativas”. También profesan el desapego a las posesiones de cualquier índole; no por desprecio a lo mundano, sino por suponer generalmente obstáculos hacia la liberación personal. Visten túnicas ocres, color fuego: para recordarles que todo lo tangible perece en las llamas del tiempo, y que aferrarse a lo perecedero es una de las principales causas de sufrimiento en este mundo. 

En Benarés, o Varanasi (noreste de India), el aire mismo parece fuego también, a veces. Es el calor de la propia atmósfera pero también cierta cortina de lodo que puede sentirse, en ocasiones, según la época del año o la densidad ambiental. 

Benarés es una suerte de sucursal del Hades en la tierra; la aduana preferida (sagrada y diabólica) para que las almas partan al otro lado. Los hindúes prefieren morir aquí. Se diría que lo celebran, los grupos de hombres o muchachos que atraviesan las callejas estrechísimas con un cadáver a los hombros, envuelto en telas hermosas sobre una camilla de bambú, lanzando admoniciones que parecen vibrar entre el júbilo y la furia (Dejad paso a este muerto, parecen decir; dejad paso a este cuerpo camino de su honor último). Van, como si portaran un trofeo, camino de una pira funeraria a las orillas del Ganges. A cualquiera de las que se extienden junto a las escalinatas de la orilla, o ghats. Allí, el cuerpo será incinerado y empujado después a las aguas del río –putrefactas o sagradas; o las dos cosas–, rumbo al siguiente puerto del samsara, o rueda de las reencarnaciones.

“Cuando vengo a India, vengo dispuesto a morir” –emergen en el recuerdo las palabras del hombre del bosque, al presenciar la incineración de un cuerpo, junto al río–. Cobran un significado nuevo si se piensa en lo que decíamos antes, la muerte simbólica: cuando algo se acaba, es nuestro cadáver el que nos quedamos velando en realidad; el de aquello que fuimos, y ya no somos. Somos nosotros, en realidad, los que debemos dejarnos morir; estar dispuestos a arder en la pira que despide el final de los finales. Benarés puede ser un infierno porque nos recuerda el propio, el que va con nosotros; la linde última que debemos conquistar, según los Vedas y cualquier tradición milenaria, para llegar a ser dueños de lo único que realmente podemos conquistar en este mundo. 

Paramahansa Yogananda recoge en su libro cierta historia sobre la incursión de Alejandro Magno en India: éste experimentó un “profundo interés” en su filosofía ancestral. Se cuenta que, intrigado por la sabiduría de un gran renunciante de Taxila, Dandamis, Alejandro le envió a alguien con el siguiente mensaje: “Si vais con él, os colmará de regalos, pero si rehusáis, os cortará la cabeza”. Dandamis, explicando muy tranquilo que, por más que le cortara la cabeza, Alejandro “no podría destruir mi alma”, respondió: “No deseo nada de lo que posee Alejandro, pues estoy contento con lo que tengo, en tanto a él lo veo errante con sus hombres, a través de los mares y las tierras, y sin ningún beneficio... ¿Cómo puede Alejandro ser amo del mundo, si no ha conseguido instalarse en el trono universal del dominio interior? Ni ha entrado vivotodavía en el Hades, ni conoce el curso del sol a través de las regiones de la Tierra... Si sus actuales dominios no bastan para satisfacer sus deseos, dejadle cruzar el río Ganges; ahí encontrará una región capaz de proporcionar sustento a todos sus hombres... Lo que me ofrece es por entero inútil”. 

“Ni Alejandro ni ninguno de su generales cruzaron jamás el Ganges”, apunta Yogananda. “Encontrándose con una decidida resistencia en el Noroeste, el ejército macedonio rehuyó penetrar más lejos; Alejandro se vio obligado a continuar sus conquistas en Persia”.

Alejandro nunca cruzó literalmente el Ganges; pero tampoco, presumiblemente, cruzó vivo el Ganges de su infierno interior, que es a lo que se refería con guasona malicia el sabio Dandamis: estar dispuesto a abandonar su conquista (interminablemente inútil) del mundo material, que jamás apagaría su sed, y enfrentarse a sí mismo: que Alejandro estuviera dispuesto a dejar morir a Alejandro Magno. 

(En las orillas del Ganges, mientras arde para siempre un muerto anónimo, pueden oírse en la pira interior de uno mismo, mientras arde el cadáver de uno mismo, palabras como: Donde quiera que estés, que seas feliz.)   

Un mandala –círculo, en sánscrito– es una alegoría de la creación universal en muchas civilizaciones. También es una obra de arte en el budismo; una filigrana hecha con gramos de arena coloreados, con paciencia y atención exquisitas, de belleza irrepetible. Una obra que es también rito, símbolo: construirla es meditar: atención plena, exquisita, en lo que se está llevando a cabo... casi vistiéndose de gala para su propia aniquilación. Como el solitario que hace el anciano con los naipes, como el castillo de arena de los niños en la orilla, los monjes tibetanos crean el mandala como si les fuera la vida en ello; para, una vez culminada la obra, destruirla. Justo en el momento de mayor esplendor, soltarla, decir adiós. 

McLeod Ganj, en la región de Dharamsala, al norte del norte, en las laderas del Himalaya, es conocida como “la pequeña Lhasa” por acoger a la mayor comunidad tibetana en el exilio, desde que el décimo cuarto Dalai Lama, Tenzin Gyatso, fuera autorizado por India a establecerse allí en 1960, tras la invasión y secuestro del Tíbet por parte de China. Se trata de una usurpación que dura hasta hoy, con la aparente indiferencia (clamorosa) de la comunidad internacional. [En las proximidades del recinto del Lama –residencia donde muchos jóvenes reciben su iniciación– pueden verse retratos de monjes quemados a lo bonzo a lo largo de décadas como protesta por la situación de su pueblo. Se recuerda asimismo el secuestro del décimo primer Panchen Lama –llamado a ser la segunda autoridad budista– y de sus padres en 1989: también por el Gobierno chino. Y hasta la fecha.] En McLeod Ganj se respira montaña pura. Hay puestos de artesanos en casi cada calle, de tibetanos artesanos que, si te preguntan cómo estás, no es retórica: te preguntan en serio. También existe aquí el que quizás sea el mejor restaurante del mundo: Shangri-La.   

Monja budista en el sendero de la kora, McLeod Ganj.

Monja budista en el sendero de la kora, McLeod Ganj.

La kora es el sendero, también circular, que rodea el recinto del Dalai Lama, a través del bosque. Todo es bosque en Dharamsala. Todo verde y niebla; niebla y águila meditando ahí a lo lejos; todo silencio aquí, en este bosque, como un caballo azul cruzando la niebla (los banderines colgados aquí y allá se llaman lung ta, ‘caballos del viento’: llevan las bendiciones adonde uno desee enviarlas). Es un recorrido que se hace en el sentido de las agujas del reloj y que conviene hacerse solo, que conviene hacerse en silencio; como una meditación. Hay, aquí y allá, enormes rodillos de oración que hacer girar al paso, con un mantra escrito millones de veces (millones) en su interior: Om mani padme hum. El código de la purificación.  

También suelen encontrarse monjes en este camino circular de la kora. Me he sentado en uno de los bancos, respirando el silencio, y lo mismo ha hecho una monja budista –la veo ahora– en otro banco más allá: por la decrepitud del rostro, entrevisto de perfil, como un pergamino pálido con ojos, podría tener cien, podría tener doscientos años.

Otro monje anciano emerge por el camino, a la izquierda. Anda muy despacio; cojo, con bastón. Muy despacio, llega casi a hasta esta altura; como si llevara andando siglos. Se ha detenido: ha visto algo en el suelo. Se agacha lentamente, y con cuidado extremo, exquisito, sin soltar el bastón, recoge del suelo a una polilla. Malherida, pero viva aún. Entonces, el monje la arropa entre las manos, haciendo un cuenco, y se acerca el cuenco hasta la boca. Con los ojos cerrados, como si entonara una canción de cuna –como si la hubiera estado buscando siglos, esperándola siglos, a la polilla; como si la polilla fuera un hada de este bosque–, el monje lanza un mantra a la gruta de las manos, al oído de la polilla. Al cabo, abre las manos, lanza al viento a la polilla, y la polilla se pierde de nuevo en el bosque, la niebla, el silencio. 

El monje avanza entonces algunos pasos más y se sienta en este mismo banco, muy despacio, a descansar. No dice nada. Sólo me mira y sonríe; sonríe mucho, con la cara, los ojos, los siglos. Me sonríe desde siglos de distancia, el monje anciano del sendero: como diciéndome en silencio que todo está bien. Que todo está bien así. 

CTXT organiza las I Jornadas Feministas en Zaragoza el 8 y 9 noviembre. Durante dos días, más de 40 ponentes debatirán para cambiar el mundo desde el feminismo. Puedes mandar tu idea a jornadasctxt@gmail.com. Si...

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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4 comentario(s)

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  1. luis

    (Reseña y dos primeros capítulos) https://books.google.es/books/about/El_club_de_los_suicidas.html?id=qK2LDwAAQBAJ&redir_esc=y ............................................................................................................................... https://meencantaleer.es/el-club-de-los-suicidas-luis-mendez/

    Hace 4 años 11 meses

  2. Godfor Saken

    “And so, the real treasure, the treasure that brings our wretchedness and our ordeals to and end, is never far away. We must never go looking for it in distant lands, for it lies buried in the most secret recesses of our own house; in other words, or our own being. It is behind the stove, the life- and heat giving center that governs our existence, the heart of our hearth, if only we know how to dig for it. But then there is the strange and constant fact that it is only after a pious journey to a distant region, in a strange land, a new country, that the meaning of the inner voice guiding our search can be revealed to us. And added to that strange and constant fact there is another: that the person who reveals the meaning of our mysterious inner voyage to us must himself be a stranger, of another faith and another race”. Heinrich Zimmer.

    Hace 5 años 6 meses

  3. Godfor Saken

    Recomiendo el cómic "Advaita", de Iván Sende, "el relato de una búsqueda en la que el autor relata en primera persona las vicisitudes del doble viaje que él mismo realizó en una etapa crucial de su vida: sus viajes por la India y el viaje interior en busca de sí mismo": http://www.diaboloediciones.com/advaita/

    Hace 5 años 6 meses

  4. Godfor Saken

    Maravilloso texto. Gracias.

    Hace 5 años 6 meses

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