En el primer episodio de Capítulo cero unos alienígenas quieren salvar la tierra cargándose a todos los seres humanos. Me acordé, viéndolo, de que aún no había replicado a Xandru Fernández, que cita en su artículo un episodio parecido. Un poco de contexto: yo había escrito un artículo a propósito del regalo envenenado que me parecen las últimas películas de superhéroes y Fernández replicó, hablando de eso y de otras muchas cosas. Y en este punto estamos.

Lo que más me irrita del texto de Fernández es que cite Los vengadores: la era de Ultrón. La idea de que una inteligencia exterior (marciana o digital) regida por silogismos simplísimos decida pasarnos a todos a cuchillo para salvar al planeta de nosotros mismos no es novedosa. Lo que pasa es que el súper robot de la película es una drama queen de cuidado. O circuitos de silicio y exterminación o pasiones desatadas. Todo no se puede.

Hecho este chascarillo, vayamos al tema. La tesis de mi artículo puede sintetizarse así: un producto generado por la industria cultural del capitalismo, esté protagonizado o no por minorías oprimidas, no puede ser emancipador, porque la industria cultural es, de hecho, un mecanismo de perpetuación de la opresión. Creo que Fernández hace trampas cuando dice que la industria cultural son las cosas para los “pobres o gente de pocas luces” (el pop, los tebeos o las películas de superhéroes) y no las cosas elitistas o culturetillas como el festival de Bayreuth o la bienal de Arquitectura de Venecia. Traer aquí la querella entre la alta y baja cultura es capcioso, porque hace parecer que el texto es una carga contra la cultura popular; y miren, no.

 Si el arte tuvo en algún momento un poder emancipador, es seguro que lo pierde tan pronto se transforma en mercancía

Es un producto de la industria cultural aquel bien cultural que es producido como una mercancía, esto es, no por su valor de uso, no por su valor simbólico, etc., sino simplemente por su valor de intercambio. Al capitalismo, que genera incansablemente mercancías, le importa un bledo si se cambian cucharas por pantalones o películas por hamacas, porque en realidad no intercambia ni cucharas ni películas, sino unas mercancías por otras. Si el arte tuvo en algún momento un poder emancipador, es seguro que lo pierde tan pronto se transforma en mercancía, porque queda aplanado en la condición de bien de consumo e integrado en la lógica de un sistema opresor.

Este es el problema, que cuando una película (de superhéroes o de tractores centroeuropeos) producida por la industria cultural te juega la carta reivindicativa no hace otra cosa que rentabilizar tu ideología (transformarla en objeto de intercambio comercial). Te hace creer que estás participando (financiando) en la lucha feminista (Wonder Woman) o antirracista (Black Panther) mientras te vende un simulacro. Fernández me afea que solo me acuerde de este argumento cuando los protagonistas de la película no son “hombres blancos heterosexuales”. No hace falta recordar que Batman o James Bond (por hablar de dos roles testosterónicos) son unos tiparracos filofascistas que estarían felices de practicar el colaboracionismo más repugnante. ¡Van de cara! Pero el remozado moral de la industria con Wakanda pasa tan inadvertido (sorprendentemente, porque de tan pintoresco es escandaloso) que te encuentras a chavales afrodescendientes mordiendo el anzuelo hasta el fondo.

cuando una película producida por la industria cultural te juega la carta reivindicativa no hace otra cosa que rentabilizar tu ideología

Sería interesante discutir el asunto de si el arte fuera un instrumento de transformación política, o si algún arte puede serlo. Adorno menciona el teatro de Brecht y la música de Schoenberg en La dialéctica de la Ilustración, porque, saliéndose de las fórmulas reproducidas en la cultura de masas, sacan al espectador de su letargo. “La técnica dodecafónica de Schoenberg cuestiona el principio del desarrollo, del cual procede, y el teatro épico de Brecht ha prescindido, precisamente en interés de la crítica a la sociedad, de la construcción del conflicto”. Creo, como cree mi interlocutor, que el arte actúa no de una forma inmediata y jacobina –¡a las armas, compañeros!–, sino sobre las estructuras sociales y sobre nuestra interpretación del mundo. Pero este es un tema demasiado complejo y me había propuesto escribir una réplica sintética.

Donde sí que me detendré es en la conclusión del artículo. Siguiendo con la trama de La era de Ultrón, Fernández reflexiona a propósito del sacrificio de Hulk (“no se sacrifica para cumplir su misión, sino después de haberla cumplido, cuando ya ha dejado de ser necesario”), que rechaza los intentos de la Viuda Negra de traer de nuevo a Bruce Banner. “Tal vez lo mejor para el planeta sea dejar de chorrear testosterona en situaciones de estrés y que las Viudas Negras protagonicen sus propias películas”.

¡Doble salto mortal con tirabuzón! Aunque se esté muy harto de la última polémica estival (la de la clase obrera contra las identidades), no se puede caer en el mismo recurso facilón sobre el que se sustenta lo que se critica. El libro de Bernabé (el padre de todo este berenjenal), que tiene deficiencias teóricas que otros han señalado con precisión, se ampara en toda clase de intuiciones, sentires de la calle y otros pálpitos que no son propios de un ensayo. Puede que estemos de acuerdo en que las viudas negras tienen que protagonizar sus propias películas, pero lo propio es estar de acuerdo porque nuestros razonamientos concluyen eso, no porque lo intuimos o lo notamos. “Me da en la nariz que…”.

La urgencia o las supuestas evidencias (“como todo el mundo sabe…”) son una fuente generosa de falacias. Cuando discurrimos así no pretendemos dialogar con nuestros interlocutores, sino encandilarlos. Puede, ¡no sé!, que tengamos que detener al fascismo internacional y que eso corra un pelín de prisa. Puede. Pero empezar la casa por el tejado no solo es pertrecharse con armas encasquilladas y mohosas, sino disparar con la mira desviada. Total, si hay que luchar por algo, que al menos estemos seguros de ello.