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En agosto todo cambiaba. La libertad era inusitada. Jugábamos salvo para ver pasar un coche, o un carro. No lo sabíamos, pero era el último carro del mundo con un perro atado a su cola. Ya no se ven perros como aquel. Apaleado, humillado, resignado. Están prohibidos. Pero las cosas nunca desaparecen. Quizás, en la actualidad, aquel perro es uno de nosotros. Por la noche la libertad era más prolongada. Y apurada hasta el delirio. Jugábamos al escondite durante horas. Ella y yo nos escondíamos siempre en el mismo refugio. A la emoción de no querer ser descubiertos se añadía la de que, en verdad, no queríamos ser descubiertos. Teníamos un secreto. Nunca se lo dijimos a nadie. Ni a nosotros mismos. De manera que ahora, que ya no sirve para nada, lo estoy violando. Mi secreto, en fin, era ella. Mi secreto era que su cuerpo era como una nube, que su aliento, flores, que su paladar dulce como el vino del que hablaba Salomón. Desprendía calor cada vez que respiraba. Cada vez que respiraba era un espectáculo. Sí, ese era mi secreto. Y lo eran sus ojos, del color de la raza más antigua, que me miraban sin parpadear. Nos pasábamos todos los momentos de nuestra ocultación mirándonos fijamente, sin nada que ocultar. Poco más. Ignorábamos que había mecanismos para sellar todo aquello, para que todo aquella sed cesara de una vez y pudiéramos dejar, por fin, de jugar.
Habiéndolo olvidado todo, no lo he olvidado. De hecho, ahora que lo pienso, he intentado prolongar el recuerdo de la libertad del agosto todo lo que he podido. En este instante, por ejemplo, lo estoy haciendo en estas lineas. También he buscado, y encontrado, los refugios y los secretos, los dos únicos puntos donde la libertad es densa y eficaz. Así, a escasos metros de mi, mientras escribo esto, hay un cuerpo desnudo, que comparte un secreto y un refugio, y que me aguarda. Me enseñaron, además, mecanismos para saciar y sellar vivencias. Sé lo que hacer ante la sed. Si bien no la he saciado ni un solo instante. Como entonces, no existe la posibilidad de paliar, o de mitigar a penas, la sed del otro, ese extranjero. Es imposible, como en aquel recuerdo, o como lo va a ser hoy, en breve. Haber visto al otro respirando, haber visto de frente sus ojos, su paladar, ya es, incluso, demasiado. Ha sido demasiado, casi excesivo, saber que el juego del escondite es eterno. Y que el otro, incomprensible y esté o no esté, siempre está escondido debajo de sí mismo.
En agosto todo cambiaba. La libertad era inusitada. Jugábamos salvo para ver pasar un coche, o un carro. No lo sabíamos, pero era el último carro del mundo con un perro atado a su cola. Ya no se ven perros como aquel. Apaleado, humillado, resignado. Están prohibidos. Pero las cosas nunca desaparecen....
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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