En los desfiles victoriosos, el general entraba en Roma sin ejército. Tenía la cara pintada de rojo, como Marte. Era aparentemente un inmortal, durante unos instantes. La gente lo comprendía y le vitoreaba. Es posible comprender –es más, recordar– todo eso, pues todo eso nos ha pasado a todos nosotros en algún momento de nuestra biografía. Comprendemos y recordamos, incluso, el esclavo que iba en nuestro propio carro, detrás de nosotros, sujetando en todo momento una corona de laurel sobre nuestra cabeza, que nos distinguía frente a los demás. La función del esclavo era esa, y decir en todo momento del desfile, en voz baja, pero lo suficientemente alta para que lo escucháramos, la alocución memento mori. Recuerda que eres mortal. Recuerda que eres mortal. Da igual lo que está pasando. Está pasando otra cosa por debajo de todo esto. Por debajo de todo esto sólo ocurre tu fragilidad. Esos recuerdos de desfiles no vividos, no cuadran con las exhibiciones de triunfo que percibimos hoy en los medios, en la vida. Ha aumentado el color rojo en los rostros y las coronas de laurel. Y ha desaparecido el esclavo. Se podría pensar, por tanto, que por fin somos inmortales. Salvo cuando escuchamos la voz del esclavo, en el caso de que la escuchemos. En ese momento, si sucede, oyes una voz familiar. Se trata de tu propia voz. De lo que se deduce que, si la escuchas, es que tú mismo eres el esclavo. El esclavo está coronando y mortificando –esto es, recordando su mortalidad, su fragilidad– al propio esclavo. No hay, por tanto, desfile. Sólo un mortal riéndose de los desfiles, de la inmortalidad.