“No existe pasión más poderosa que la pasión de la pereza”. La frase es de Samuel Beckett, aunque realmente no hay nada más perezoso (y descuidado) que el vacío, ni Nada más vacío que una piscina vacía; esta carta se la debemos a Raymond Chandler, y es una frase que mantiene con elegancia el suspenso entre lo evidente y el sinsentido, y quizá el vacío metafísico de la piscina se refleja en el vacío artificial de la frase. Más tarde aterrizará la decadencia. 

Si bien en el vacío y la oquedad podemos encontrar belleza, una piscina vacía también es el recuerdo de un pasado talentoso, el fantasma del éxito. Si en los años 50 en Estados Unidos las piscinas con forma de riñón simbolizaron gloria y riqueza de los millonarios de todas las categorías profesionales, en los años 80 en nuestra liga había futbolistas que venían de jugar en descampados y piscinas vacías, y no querían acostumbrarse al rigor profesional de las grandes luminarias de los mejores estadios del mundo.  Ser artista y millonario entonces no tenía tanta equidad como hoy en la liga de las estrellas. Era la gente triste-divertida con talento (pura tragicomedia), y el talento no era siempre una suerte de futuro, sino que lo era más el trabajo. 

Pero los espectadores no podíamos vivir sin el ingenio, la inteligencia artística, el ilusionismo, lo fascinante, la magia. Llámalo de cualquier manera, era y es necesario, inexcusable, y en el fondo buscábamos una cosa muy comparable a las pretensiones del artista: el esparcimiento, la diversión sin obstinación. Jugar para no ganar. Solo para alegrarse y distraer las penas. Ya lo dijo Mágico González: “sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que esté desaprovechando la oportunidad de mi vida. Lo sé, pero tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme”. Y brillar. Como si lo brillante fuera efímero y ajeno al negocio, como si la pureza del fútbol fuera una especie de metafísica reflejando un pensamiento. El fútbol de Galeano, como religión sin ateos. Claro, y luego el fútbol murió. Y no resucitó. Como tampoco se puede renacer el talento que nunca existió con vehemencia y trabajo (ni siquiera un potenciador de talento como Simeone que a veces ha desmentido e impugnado con su trabajo que la varita mágica del talento toque solo a los elegidos, no pudo hacer nada con Cerci, Guilavogui y Emre). Además para qué engañarnos, primera condición, Mágico González de nuevo: “Los genios no se consideran genios. ¿Me entendés?” 

No hay nada más vacío que una piscina vacía. La precisión de Raymond Chandler es excepcional, pocas cosas delatan la agonía y la decadencia del éxito pasado y acusan la nueva realidad como una casa en ruinas, un jardín lleno de yerbajos y maleza y una piscina vacía con mosaicos desprendidos: Andreas Brehme, Paul Gascoigne, Julio Alberto. Porque a lo mejor (dear William Blake) el camino del exceso no llevaba al palacio de la sabiduría. 

“Necesito pocas cosas para vivir, principalmente, salud.

El primer año en España casi no gané dinero, lo perdí todo en multas. Y como no me interesaba el dinero, no me preocupaba”. 

Y luego estaba Mágico González que decidió ser un genio sin palacio ni piscina de riñón, sin orquídeas y sin flamantes y kilométricas enredaderas de jardín, porque tenía una tontería en el coco (divertirse él, divertir a la gente) y era mucho más garante y valedor de la máxima de Galeano: “no hay nada más vacío que un estadio vacío”. 

Ni nada más deprimente que una piscina vacía.