EL SALÓN ELÉCTRICO
Los ultracinéfilos contra Goya
Si el cine y las demás artes no pueden reflexionar con sentido crítico, si son mero y simple entretenimiento, ¿por qué tanto interés en ahogarlas económicamente, prohibirlas, perseguirlas?
Pilar Ruiz 6/02/2019
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Mesa con los premios Goya, 2018.
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La mirada del viejo sordo aragonés se vuelve torva. Imaginen el cabreo antológico que se hubiera agarrado el genio –con mucho genio– de Fuendetodos si alguien se hubiera atrevido a decirle qué pintar.
-“Mira, Paco… Te aviso de que no está el horno para bollos ilustrados. Pinta al gusto carcunda que están que se salen. ¿Desastres de la Guerra? Muy desagradables. ¿Caprichos? Olvida esas truculencias brujeriles e inquisitoriales, hombre. Y eso de hacer retratos psicológicos de los Borbones ni hablemos, que acabamos en delito de Lesa Majestad. Tú lo que tienes que pintar son batallas victoriosas, no vayan a pensar que eres un cenizo, un intelectual tocapelotas o sea, un mal español. ¿Lo entiendes, Paco?” La respuesta de Goya sería digna de ver en El ministerio del Tiempo.
Goya fue un visionario. Y un delirante hispanófobo según los nuevos escritores del Revisionismo, con muchos fans incluso entre miembros de gobiernos socialistas y gran altavoz mediático para pasear sus consejas: los infinitos males sufridos por las Españas, imperio modelo de ejemplaridad para el mundo todo desde los tiempos de Sagunto, se explican por ser víctima de la hispanofobia propia y ajena, una conspiración mundial alentada por intelectuales fementidos y traidores. (puro Ur-Fascismo: ver Eco)
Así que cuidado, artistas, cineastas y demás culturetas con criticar los muros de la Patria mía, sí, vosotros: herejes, judaizantes, ilustrados, regeneracionistas y quejicas deslenguados amparados en vuestra supuesta superioridad moral de enteraos. Se os ha acabado la fiesta.
No hay más que escuchar a un líder político sin representación parlamentaria, antaño condición necesaria para recibir agasajos oficiales, muy ofendidito por su no invitación al sarao goyesco que tanta tirria le provoca –la envidia: esto sí que es español–. Echando de menos las glorias de CIFESA, recomienda a los creadores que hagan películas sobre héroes militares como Blas de Lezo aunque a la vez muestre orgullo por no ver jamás ninguna producción española. Este espectador tan exigente y exclusivo ignora seguramente cuánto dinero se necesita para levantar una buena película bélico-histórica: eso es lo que pasa cuando llevas toda una vida viviendo de la política, que no se sabe lo que cuestan las cosas. Bien es cierto que el común del público no tiene por qué conocer los entresijos dinerarios de la cinematografía, pero quizá sí quien se postula para regir los destinos de la Nación. Hagamos el trabajo que no hacen los asesores y mostremos unas cifras comparativas: Master and Commander (Peter Weir, 2003): 150 millones dólares USA; Cartas desde Iwo Jima (Eastwood, 2006): 90 millones de dólares USA. Alatriste (Díaz Yanes, 2006) con 22 millones de euros es la película más cara del cine español hasta Ágora (Amenábar, 2009) y sus 50 millones. Pero quizá esta última no cuente como española para nuestro Espectador Exigente por estar rodada en inglés con reparto internacional y tener como protagonista a un icono feminista anticlerical.
Lo que no se puede negar a su partido es el interés por divulgar sus preferencias cinematográficas, quizá chocantes para la gran mayoría del público, pero apasionadas, propias de cinefilia clásica extrema:
Jose María Forqué, el director de Embajadores en el Infierno (1956) cosechó en su día críticas acervas de los camisas viejas de Falange a quienes no sentó nada bien que su película esquivara el “espíritu joseantoniano” de los Divisionarios que lucharon junto a los nazis en Rusia. Ya ven que en esto del cine es difícil dar gusto a todos los extremos.
En cualquier caso y aun a riesgo de ser acusados de tener aficiones cinematográficas vetustas, los dirigentes de este partido que viene a "regenerar la vetusta política española, fortalecer la unidad de España y dinamizar la economía de mercado” (sic) y que celebrará su congreso el 23 F por “casualidad”, exhiben su desprecio por el cine actual, no en manos de españoles de bien, sino de izquierdistas traficantes de subvenciones. Seguramente, el líder ultra cinéfilo también ignora que las subvenciones las inventó ese señor que hizo sus pinitos en el cine como Jaime de Andrade, alias Francisco Franco. Porque es en 1952 cuando se aplican por primera vez las subvenciones directas al cine: si la película era considerada de Interés Nacional es decir, con “muestras inequívocas de exaltación de valores raciales o enseñanzas de nuestros principios morales y políticos” recibía el 50% del capital invertido en su rodaje, de 1ª A, el 40%, de 1ª B, el 35%, de 2ª A, el 30%, de 2ª B, el 25% y las de 3ª no recibían ningún tipo de subvención.
Esa pareja feliz (Bardem y Berlanga, 1951) parodiando glorias imperiales y cine precario (español).
Una biografía laudatoria de Blas de Lezo hubiera entrado sin duda en categoría de Interés Nacional siempre que cumpliese con el Gabinete de Censura Cinematográfica, es decir, sin pizca de sexo, mucho menos “antinatural”, sin críticas a la institución matrimonial y la familia; sin hablar del aborto, drogas u otras degeneraciones; respetando la religión católica, los principios fundamentales del Estado y al Jefe del Estado. Vaya, parece calcado a cierto programa electoral.
Aunque la idea no es mala del todo: la figura demediada de don Blas inspiró el nombre de la Operación Lezo, esa trama corrupta de fondos públicos desviados del Canal de Isabel II por el PP de Madrid durante la presidencia de Ignacio González, estrella invitada a quien este político espectador debe mucho. Podría ser un peliculón al estilo de El reino (Rodrigo Sorogoyen, 2018) premiada con siete “goyas” en esa gala que no le gusta, pero a la que le encantaría ir, como todo españolito que la critica.
Lo que si tiene gran tradición hispana es la censura: en 1956 el ministro de Información Gabriel Arias Salgado, a cargo de la prensa, la radio y el cine de entonces, afirmaba a un medio francés sobre la censura del régimen franquista: “antes de que implantásemos estas nuevas normas de orientación el noventa por ciento de los españoles iba al infierno. Ahora, gracias a nosotros, sólo se condena el veinticinco por ciento de los españoles.” Condenados al infierno, ahogados en las calderas de Pedro Botero administrativas, están ahora los sancionados por la ley mordaza que sigue en vigor.
Respecto a las diabólicas subvenciones, el presupuesto del ICAA para 2018 fue de 88 millones de euros. Comparen: Reino Unido, 500 millones de libras directas más exenciones fiscales a porrillo (en dos años, hasta 8000 millones); Italia: 400 millones; Francia: impuesto directo a las películas de Hollywood (idea del general De Gaulle) y 1000 millones de ayudas al sector. Y en los muy y muchos capitalistas como EE.UU. existen desgravaciones fiscales para su cine en todos los estados. El lobo de Wall Street (Scorsese, 2013) costó 100 millones: el Estado devolvió a sus productores 30 millones de dólares.
En todos estos países saben que los beneficios no son solo culturales o de promoción en el exterior: el cine genera empleo y PIB (la cultura es el sexto sector productivo más importante en la economía española: 2’5 del PIB) Por eso la protección a la industria cinematográfica es una cuestión de estado no partidista y en ninguna nación sus artistas son insultados ni atacados por sus políticos ni por sus compatriotas con la ferocidad española. Como en el curioso caso el del Espectador Exigente, muy defensor de todo lo hispano, con una salvedad: el sector del cine.
¿Cuál será la razón? ¿Preocupación por el dinero público? ¿De verdad? Según. No hay tal cuando esos dinerillos sirven para apuntalar puertas giratorias o tapar millonarios agujeros de megaempresas con cifras que dejan las del cine español en propina de tasca. Tampoco cuando la patronal CEOE recibe suculentas subvenciones (400 millones de euros en 2013) mucho menos contra la educación concertada subvencionada, en España un 68 % del sistema educativo frente al 13 % europeo. Las suyas son buenas, como buenos son los chiringuitos mamandúrricos siempre que no sean feministas “supremacistas”. Y es que ningún partido político ha rechazado ni ha declarado que vaya a rechazar las subvenciones para su financiación que por ley le corresponden. Tampoco los recién llegados (“Estaríamos en desventaja”, Rocío Monasterio en Telemadrid, 5-2-2019).
Mientras, los gobiernos de extrema cinefilia están en alza en medio mundo: un solo capítulo de El Comisario Montalbano, la serie basada en las novelas policíacas de Andrea Camilleri, ha causado escándalo en Italia. Es un buque insignia de la RAI: lleva 20 años en antena, ha sido vendida a 60 países y tiene millones de espectadores en todo el mundo. Que se haga ficción a favor de los refugiados desde ella -el discurso de Camilleri, que nunca ha cambiado- está levantando ampollas en el gobierno de Salvini y los estrellados: una vía de agua en su política xenófoba y racista. Como el poderío de Montalbano es grande, no se han atrevido a hacer más que declaraciones nerviosas y cambios de horario en la parrilla para "amortiguar" el asunto.
Estos amantes del cine, de la cultura y de la libertad de expresión, lanzan un aviso para navegantes: contad solo lo que nos interesa o ateneos a las consecuencias. Una contradicción absoluta con el discurso machacón y altisonante que desde tantas tribunas asegura al respetable que el arte de contar no cambia el mundo, no influye ni tiene capacidad para hacer de conciencia política, ética y estética de una sociedad. Entonces, si el cine y las demás artes no pueden reflexionar con sentido crítico, si son mero y simple entretenimiento, ¿por qué tanto interés en ahogarlas económicamente, controlarlas, prohibirlas, perseguirlas? ¿Por qué tanto empeño en convertirlas en diana del odio? Es una pregunta dirigida al espectador exigente, para que vaya pensando la respuesta. Tiene un año hasta la próxima fiestuqui.
La mirada del viejo sordo aragonés se vuelve torva. Imaginen el cabreo antológico que se hubiera agarrado el genio –con mucho genio– de Fuendetodos si alguien se hubiera atrevido a decirle qué pintar.
-“Mira, Paco… Te aviso de que no está el horno para bollos ilustrados. Pinta al gusto carcunda que están...
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Pilar Ruiz
Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y cada tanto publica novelas. Su último libro es El cazador del mar (Roca, 2025).
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