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Pedro Sánchez ha regateado las lógicas de la política internacional para aceptar el juego de Donald Trump. Lo ha hecho él y ha liderado a los países de la Unión Europea en el empeño.
El presidente ha lubricado el estado de opinión para que Trump nos cuele sus ambiciones con suavidad. A partir de aquí, una posible intervención militar será rechazable pero tampoco se percibirá con toda su gravedad real. Las vidas que perezcan, llegado el caso, serán el resultado de una simple diferencia estratégica dentro de un objetivo común y legitimado. Y esa diferencia estratégica será lo suficientemente discernible (los tiros, el humo, los muertos) para que, encima, gobiernos como el español puedan, con su rechazo a la imagen de las armas, aplicarse una capa de barniz moral y pacifista.
Sánchez ha hecho todo esto alineándose con el mayor líder mundial de la ultraderecha. Pero a la derecha española no le ha parecido suficiente. El propio Maduro reconoció y clamó contra el liderazgo de Sánchez en la posición europea. Sánchez esperó a consensuar con sus socios; no por flojedad, intuimos, sino porque la respuesta común sería más contundente (y arropada). A pesar de eso, a Casado y a Rivera les faltaba algo: el fanatismo. Los líderes de las derechas pedían locura, querían que Sánchez apareciera en su atril convulsionando de rabia contra Maduro.
La derecha cree que si no se mete en una guerra cada cierto tiempo, le está faltando el respeto a alguien. Por eso lleva tiempo esforzándose en practicar la política con la psicología de la guerra. Casado ha desempolvado la palabra traición, felonía, ha hecho asomar por ahí la idea de presidente narco que atribuyen a Maduro (cómo hila este hombre). Lleva tiempo (él y su partido y Ciudadanos) inseminando de histrionismo y catástrofe el lenguaje público. Con paciencia y borrones, han equiparado el independentismo con el terrorismo para fijar el axioma de que cualquier diálogo es un crimen. El único Estado que criminaliza la empatía, la posibilidad de la cercanía humana, eso que llaman confraternizar con el enemigo, es el Estado de Guerra.
La derecha ya no se lee a sí misma como derecha, sino como la única posibilidad digna de ser. Todo lo que no se exprese con sus códigos y sus aspavientos y su ausencia de matices, forma parte del mal, y todo lo que toque el mal es ilegítimo, abatible. Están exigiendo, sobre todo, las maneras de la sinrazón y la exaltación. Saben que sus contrincantes políticos nunca las asumirán, pero tienen claro, y esto es lo peligroso, que sus simpatizantes sí recibirán el mensaje –y también aquellos que se vean seducidos por la histeria; en un mundo rápido e inasible, la histeria es un refugio; hacía mucho tiempo que no era tan fácil ponerse histérico sin que las formas te quitaran la razón.
El domingo, los partidos (aunque, afortunadamente, no toda la gente que los acompañe) saldrán a la calle a decir eso, que quieren sentirse como en una guerra.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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