Tribuna
Delitos y otras cosas que hacemos con las palabras
La oposición visceral que despierta el uso inclusivo del lenguaje
Manuel Almagro Holgado 13/02/2019
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Con el lenguaje podemos incurrir en delitos contra el honor: la calumnia y la injuria son dos tipos de delitos tipificados como delitos contra el honor en el Código Penal. Por ejemplo, una acusación falsa o una expresión que dañe la dignidad de una persona podrían considerarse, bajo las condiciones adecuadas, delitos de calumnia o injuria.
Además de cometer delitos al hacer determinadas afirmaciones, con el lenguaje podemos hacer otras muchas cosas, entre ellas discriminar, ofender y silenciar. No es necesario poner ejemplos de estos usos del lenguaje: tenemos suficiente experiencia e imaginación al respecto. Cualquier persona ha experimentado en sus propias carnes y ha presenciado a lo largo de su vida alguna situación de este tipo. Con el lenguaje podemos producir daño, marginar y hacer invisibles a muchas personas.
¿Por qué, entonces, las recomendaciones sobre el uso inclusivo del lenguaje despiertan tanta aversión?
Tratar de minimizar el daño que hacemos al usar el lenguaje, bien con acusaciones falsas, bien con expresiones que denigran, discriminan u ofenden a otras personas, y tratar de visibilizar a los colectivos que silenciamos con determinadas expresiones y discursos es compatible con defender el derecho a la libertad de expresión. Pocas personas se quejan de que sancionar penalmente las calumnias sea un modo de coartar nuestra libertad de expresión o sea una consecuencia de “la dictadura de lo políticamente correcto”. En general estamos de acuerdo en que la libertad de expresión no puede servir de justificación para que podamos decir todo lo que nos apetezca en cualquier contexto.
¿Por qué, entonces, las recomendaciones sobre el uso inclusivo del lenguaje despiertan tanta aversión? Ignorar estas propuestas no está penalmente sancionado, como sí lo están las calumnias, que, paradójicamente, no se interpretan como una coerción a nuestra libertad. Naturalmente, usar el lenguaje de manera abiertamente ofensiva o discriminatoria tiene consecuencias y, naturalmente, algunas de estas consecuencias pueden ser graves, pero no seguir una recomendación de uso inclusivo del lenguaje no tiene consecuencias legales o sociales graves, mucho menos si se las compara con las consecuencias de las calumnias. ¿Por qué entonces algunas personas interpretan las recomendaciones de uso inclusivo del lenguaje como una limitación a la libertad de expresión y, sin embargo, están de acuerdo con que las calumnias sean delitos? ¿A qué se debe tanta oposición visceral al uso inclusivo del lenguaje? Nadie obliga a que se deje de usar el masculino genérico, por ejemplo; las iniciativas de uso inclusivo del lenguaje simplemente señalan el silenciamiento que acarrea este modo de usar el lenguaje y proponen otras opciones para tratar de minimizar dicho impacto. ¿Por qué esto levanta ampollas?
¿Por qué algunas personas interpretan las recomendaciones de uso inclusivo del lenguaje como una limitación a la libertad de expresión y, sin embargo, están de acuerdo con que las calumnias sean delitos?
Hace unos días, el Gobierno de Aragón puso a disposición del funcionariado una guía de uso del lenguaje no discriminatorio con el objetivo de promover el uso inclusivo del lenguaje a la hora de redactar documentos públicos. La recomendación contenida en dicha guía que más estupor ha causado ha sido la de emplear los términos criaturas o infantes para hablar de niñas y niños. Una vez más este tipo de propuestas se ha topado con una encarnizada oposición.
Por supuesto, no hace falta decir que es razonable discutir si esta u otras recomendaciones que aparecen en el manual son las más apropiadas, o si la cuestión de reemplazar simplemente una palabra por otra es suficiente para disminuir el daño que ocasionamos con el lenguaje y para visibilizar a determinados colectivos. Hay muchas cuestiones que discutir y que separar en este tema.
En los debates sobre uso inclusivo del lenguaje que tienen lugar en televisión habitualmente se hacen afirmaciones categóricas sobre cómo funciona el lenguaje, normalmente apoyadas en poco más que la intuición personal espontánea. A menudo estas afirmaciones mezclan y confunden cuestiones que están involucradas en la discusión pero que responden a aspectos muy diferentes. Algunas de estas cuestiones son el significado lingüístico de las palabras, los usos que se hacen de ellas, las asociaciones y mecanismos que explotan tanto las palabras como los usos que hacemos de ellas, los factores contextuales relevantes para que el significado de las palabras sea uno u otro, las acepciones que la RAE recoge, las que la RAE debería recoger o eliminar, las nuevas formulaciones que la RAE debería aceptar y las que no, o la cuestión de si el carácter ofensivo de una expresión depende crucialmente de la intención de quien habla.
Con el uso de algunas palabras se disparan asociaciones, se fomentan estereotipos y se explotan mecanismos que tienen consecuencias negativas para algunas personas
Es completamente razonable discutir todas estas cuestiones y tratar de arrojar luz al debate con respecto a cada una de ellas. Lo que no resulta tan razonable es que, una vez más, las iniciativas que tratan de minimizar el daño que ocasionamos al usar el lenguaje y que buscan visibilizar a los colectivos socialmente desfavorecidos reciban los exabruptos de quienes creen ver en ellas una amenaza para su libertad de expresión. No parece razonable identificar estas guías con el resultado de una ideología que pretende imponer un modo de hablar y coartar la libertad de la gente. ¿En qué sentido son una amenaza estas recomendaciones? Hay evidencia suficiente para afirmar que con el lenguaje discriminamos, ofendemos y silenciamos, entre otras muchas cosas. Con el uso de algunas palabras se disparan asociaciones, se fomentan estereotipos y se explotan mecanismos que tienen consecuencias negativas para algunas personas. De nuevo: ¿por qué estas iniciativas que ofrecen modos para tratar de minimizar este impacto encuentran tal rechazo y se conciben como imposiciones o límites para nuestra libertad de expresión?
En filosofía se ha discutido una cuestión relacionada con los rasgos que exhiben algunas de nuestras creencias y actitudes que quizás pueda ayudar a comprender un poco mejor parte de por qué el uso inclusivo del lenguaje habitualmente despierta una oposición tan feroz.
La filósofa Tamar Gendler, en su artículo de 2008 Alief and belief, denomina alief a las actitudes que son inmunes a algunas de las creencias y razones que entran en conflicto con esas actitudes. El ejemplo que utiliza Gendler es el siguiente. Una persona que se encuentra en una pasarela de cristal y que tiene la fuerte creencia de que la pasarela es completamente segura porque, entre otras cosas, conoce cómo está diseñada, no puede sin embargo evitar comportarse como si creyera que es peligroso caminar por dicha pasarela. Gendler denomina alief a estas actitudes que no son permeables a razones.
Una de las causas que Stanley señala para explicar esta impermeabilidad de las creencias ideológicas es la estrecha conexión que hay entre estas creencias, nuestra identidad y hábitos y las prácticas sociales
Jason Stanley, en su libro de 2015 How Propaganda Works, se hace eco de la impermeabilidad que parecen tener las alief para hablar de “creencias ideológicas”. De acuerdo con Stanley, las creencias ideológicas son creencias resistentes a la evidencia, es decir, creencias que son muy difíciles de revisar racionalmente a la luz de evidencia que las desafía. Una de las causas que Stanley señala para explicar esta impermeabilidad de las creencias ideológicas es la estrecha conexión que hay entre estas creencias, nuestra identidad y hábitos y las prácticas sociales. El ejemplo que pone Stanley es el siguiente. Imaginemos que una familia ha hecho una gran fortuna a costa de la esclavitud de personas afroamericanas, y que gran parte de su modo de vida, es decir, sus prácticas, hábitos, costumbres, etc., depende de la esclavitud. Si la esclavitud es profundamente injusta, entonces la fortuna y el modo de vida de esta familia es injustificable. Ante tal situación, las personas de esta familia podrían resistirse a pensar que son personas malvadas que han sacado provecho de una situación profundamente injusta, y en consecuencia comenzar a formar creencias de todo tipo sobre las personas afroamericanas para tratar de justificar que la esclavitud es una institución justa y que cumple una función necesaria. La idea a la que apunta Stanley aquí es que abandonar las creencias ideológicas —las creencias acerca de que la esclavitud es una institución justa y necesaria en el ejemplo— supone, en un sentido, abandonar nuestra identidad y nuestra propia comunidad: obliga a modificar las prácticas en las que estamos inmersos y a revisar todo nuestro modo de vida.
Abandonar algunas de las creencias que están vinculadas con nuestra identidad y con nuestro modo de vida nos obliga a repensar quiénes somos, qué cosas hacemos y qué cosas queremos hacer. Esto no siempre es fácil. Una reacción común ante esta situación es la de tratar de negar la evidencia y reforzar de alguna manera las creencias que nos negamos a abandonar. Las creencias y los hábitos que obligan a revisar las propuestas y las demandas de uso inclusivo del lenguaje están muy vinculadas con quienes somos y con nuestro modo de vida, y quizás por ello en ocasiones despiertan tanta resistencia estas propuestas.
La visceral reacción que a veces suscitan las recomendaciones de uso inclusivo del lenguaje puede deberse a que ponen en cuestión nuestra identidad y nuestro modo de vida
Por supuesto, hablar de creencias ideológicas no es ofrecer una explicación completa de por qué las iniciativas sobre uso inclusivo del lenguaje generan a menudo tan violenta oposición: la confusión que se fomenta en los debates públicos y otras cuestiones de este tipo juegan también, seguramente, un papel significativo. Sin embargo, sí que parece razonable pensar que algo de esto opera en estos casos. El uso que hacemos del lenguaje atraviesa todas las prácticas que configuran nuestro modo de vida, y las creencias que tenemos sobre qué hacemos al usar el lenguaje están en estrecha conexión con otras muchas creencias acerca de quiénes somos y quiénes queremos ser. Aceptar que el modo en el que habitualmente usamos el lenguaje puede tener consecuencias perniciosas para otras personas es tener que revisar muchas de nuestras prácticas, revisar muchos de nuestros hábitos lingüísticos, revisar lo que hemos hecho en el pasado y lo que hacemos diariamente, y esto pone en tela de juicio nuestra propia identidad. La visceral reacción que a veces suscitan las recomendaciones de uso inclusivo del lenguaje puede deberse a que ponen en cuestión nuestra identidad y nuestro modo de vida. De lo contrario, resulta complicado entender por qué unas meras recomendaciones, que no tienen carácter de obligatoriedad y que parten de una idea tan difícil de rechazar como es la idea de que con el lenguaje discriminamos, ofendemos, silenciamos y hacemos daño, encuentran tan vehemente oposición. Las recomendaciones de uso inclusivo del lenguaje tratan de minimizar el impacto de las asociaciones, estereotipos y mecanismos que se explotan al utilizar el lenguaje y que tienen consecuencias negativas para muchas personas. No tiene mucho sentido oponerse a esto de una manera tan encarnizada a menos que esté en juego otra cosa, en concreto aquello que creemos que somos.
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