OBRAS Y SOMBRAS
Eugenio: reír en legítima defensa
Uno de los más admirados de nuestro país, el cómico fue también un hombre roto desde los inicios de su éxito
Miguel Ángel Ortega Lucas 20/02/2019
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Quizá sepan aquel que dice que los payasos pueden ser los seres más tristes de la Tierra. Y no tiene por qué ser un tópico: en realidad quien mejor sabe reírse es, precisamente, quien mejor sabe llorar.
Decimos reírse mejor, no reírse más. Reírse mucho está al alcance de mucha gente; reírse bien es un arte, porque implica una forma de estar en el mundo. Por ejemplo: “El humorista está de por sí en contra de todo lo establecido. El humor es una válvula de escape para evadirse de la realidad. El humor verdadero sale de penas, de desgracias; ahí es cuando uno demuestra que tiene sentido del humor. En momentos trágicos”. Eso dijo alguna vez, en una entrevista en televisión, el humorista Eugenio Jofra Bafalluy (Barcelona, 1941-2001). Experto en los dos polos de esa baraja.
El humor, en su destilado más puro, es una forma de rebelión. Es una forma de decir no cuando todo dice que sí, en la sospechosa (mentirosa) unanimidad del entorno; y una forma de decir sí cuando todo, derrumbándose por dentro y por fuera (por dentro antes que nada), se empeña en decir que no. Puede ser una forma de rebelión porque puede ser una forma de enfrentar al miedo: el gesto heroico de quien decide seguir, a pesar de que todo llevaría a la rendición.
La vida del cómico Eugenio supone el reflejo exacto de todo esto. La gran mayoría del público que le siguió en vida (España entera durante varias décadas) nunca pudo intuirlo, más allá de chismorreos plúmbeos en páginas del colorín. Ahora podemos saberlo, a través del documental que lleva su nombre, realizado por Xavier Baig y Jordi Rovira y estrenado hace apenas unos meses. Podemos ahora saber, con esta película, que uno de los cómicos más admirados, queridos e imitados de nuestro país era allá al fondo un hombre en llamas.
Siendo hierático era un histrión. Yendo de luto, con gesto de crápula desahuciado que no hubiera dormido en tres semanas, ya antes de empezar a hablar conseguía que a la peña le entrara la flojera (“el primer cómico que se presenta con cara de funeral”, se dice en la cinta). Al parecer era así, de manera orgánica: no se trataba tanto de una pose como de una postura que no podía evitar; la misma que le propulsó al estrellato a la manera de los cuentos que sólo suceden en la noche. Por eso que solemos llamar casualidad, o por la mano de un hada.
Por casualidad, un día de 1965, entró en un bar de Barcelona a sacar tabaco y descubrió sin remedio a una chica morena allí cantando. Dicen que el enamoramiento fue fulminante, igual que su ruptura del compromiso de boda que tenía con otra mujer. Se llamaba Conchita Alcaide, y había llegado a Barcelona desde Huelva para estudiar. El tal Eugenio Jofra se dedicaba por entonces a la joyería artesanal, tras haber estudiado dibujo artístico. En parte por amor, en parte porque llevaba el escenario en vena, en parte porque no había prestigio alguno que perder, se unió a Conchita no sólo en lo amoroso: crearon un dúo, llamado Els dos, ‘los dos’. Y empezaron a cantar juntos en la efervescencia de la Barcelona tardo-franquista, con una propuesta folk a lo Mocedades muy acorde con la época.
No eran extraordinarios, pero eran buenos; sobre todo la voz cristalina de ella. Tuvieron un éxito modesto, pero grabaron varios discos y aspiraron a representar a España en Eurovisión (1970). Ahí llegó su cénit. Lo siguiente fue el descenso del dúo. Y el ascenso de un fenómeno que no esperaba nadie.
Ya a principios de esa década, en el pub Kilómetro, donde actuaban, el responsable, Amadeo Pàmies, se dio cuenta del tirón que los parlamentos entre canción y canción del tal Eugenio tenían entre el público. “Procura hacer eso siempre”, le dijo. Eugenio consideraba que la gente iba allí a escuchar música, no sus chorradas. Pero cierto día Conchita tuvo que salir corriendo a Huelva, por enfermedad de su madre, y dejó a su marido solo ante el peligro. Entre ella y Amadeo le convencieron para actuar con el mismo atrezo: sentado, con la copa y el cenicero sobre una mesa baja, y el humo del cigarro eternamente encendido creando un telón de niebla entre su terror y la gente. Puede que aquel día le saliera regular, pero se hizo hábito en las actuaciones del dúo.
En algún momento empezó a haber colas en la puerta, no tanto para escuchar las canciones de los dos como para oír los chistes que dejaba caer aquí o allá aquel pájaro fúnebre, cuyos silencios resultaban más estruendosos que las carcajadas.
En la película, su hijo Gerard recuerda que el padre de su padre solía decirle al futuro humorista: “No harás nada en esta vida”. Pero, como un conjuro, un antídoto contra el veneno de esa admonición bíblica, también hubo en sus primeros años otra sentencia, no de su padre sino de su abuelo: “Un día, con esa voz que tienes, ganarás muchos duros”. A Eugenio se le ocurrió una idea: grabar un casete como muestra de sus actuaciones, para difundirlas más allá de su entorno. Los repartieron donde pudieron, con gran profusión en gasolineras. Y así prendió exactamente su popularidad, como la gasolina.
En una España saturada de caspa (ibérica) con aquello que llamaron cine de destape (respetables cómicos emponzoñados en guiones sobre señores babosos cuya única misión era tocar teta), y algunas ínsulas extrañas (Gila; Tip y Coll), lo de Eugenio venía a ser una veta nueva en la que se daban cita, lejanamente, cierta canalla moderna con un discurso que viraba entre la finura y el exabrupto blanco, para todos los públicos. Se lo dijo Amadeo, devenido en su providencial Moisés: “Humor para que te pueda escuchar toda la familia”.
Llegaría el momento en que cualquier familia española identificase al instante la coletilla aquella, Saben aquel que diu. Se multiplicaron sus actuaciones, sus reclamos, sus apariciones en los medios de comunicación, en paralelo a un caché que alcanzó en poco tiempo dimensiones astronómicas (hasta el medio millón de pesetas por gala: todavía hoy una barbaridad).
Pero no sé si saben aquel que dice que cuando Dios te monta una fiesta llena de luz, llena de color, con bolitas de ésas que parecen girar en el techo exclusivamente en torno a ti, justo en el mejor momento de la noche, es cuando suele presentarse el Diablo con su escuadrón a prenderle fuego a todo. A todo.
Justo cuando la estrella de Eugenio despegaba como un meteoro, la vida de Conchita Alcaide, enferma, comenzó a apagarse sin remedio.
Según cuentan, él no paró mucho en casa, en esos últimos tiempos de su mujer. Se había ido perdiendo (evadiendo) en la noche, el escenario, las risas y los aplausos y los castillos de vidrio multicolor del carnaval permanente que podía ser ya su vida cotidiana. Quizá “llorando por las esquinas”, las de los camerinos, cuando nadie pudiera verlo; porque lo que cuentan es que casi nadie reparaba en su estado. En realidad, no tenían por qué: precisamente la cara de funeral había sido parte esencial del espectáculo desde el principio.
“Perdió al amor de su vida y el resto fue una lucha”, aventuraba su hijo Gerard, que le conoció muy bien. Conocería sin embargo a otra mujer brava –de mismo nombre y orígenes que la primera Conchita– a la que también quiso mucho. Y viviría muchos años más, en la cumbre de su éxito, junto a su familia antigua y su familia nueva y la familia interminable del circo de amigos que podía pernoctar en su chalet en cualquier momento del día o de la noche. Hasta que algo empezó a hacerle crack por dentro, y empezó de nuevo a ausentarse. Primero de su casa, luego de su propia vida; no ya huido, sino encerrado, como un animal muerto de miedo, en el sótano de una soledad de la que rara vez se vuelve.
Para cuando volvió, tratando de restaurar su economía, el público le acogió como siempre, dispuesto a no ver sus ojeras, el rostro demacrado, la falta de reflejos, las consecuencias de la devastación. Fue el canto del cisne, entrando en el nuevo siglo, antes del definitivo mutis por el foro. Los excesos precipitaron el final. Pero fue el corazón lo que le mató.
“Conchita era el alma de Eugenio; sin ella no hubiera sido nada”, dice una amiga de ambos. “Ella lo hizo como hombre y como artista”, dice Gerard Jofra. “Esa fuerza me la daba ella”, corroboró él mismo. “La recuerdo como la cosa más maravillosa del mundo”... “De alguna forma”, dijo, pareciera “como si hubiera estado conmigo hasta que la necesité”. En lo referente al éxito, quería decir; porque una parte de él no dejó de necesitarla nunca.
Conchita Alcaide murió el 11 de mayo de 1980, agarrando la mano de una amiga en el hospital. Aquella noche, Eugenio tenía una actuación en Valencia. No la canceló. Para allá se fue.
Inciden hoy sus colegas de oficio en la maestría con que dominaba los silencios, justo antes de empezar a hablar; como si echara un pulso al público, manteniéndose mudo e inexpresivo mientras la tensión subía y terminaban estallando, inevitables, las carcajadas. Cabe preguntarse qué decía ese silencio inminente, el de antes del primer chiste. En ese silencio abismal, antes de decir una palabra, ¿qué es lo que ardía? ¿Qué es lo que hubiera querido decir, y no dijo nunca, a punto siempre de caerse el castillo de naipes del juglar...? Pero había que sostenerlo siempre –¿verdad?–, como fuera; porque la dignidad, la heroicidad de un cómico consiste en no dejarse caer jamás.
Entonces, al anochecer del 11 de mayo de 1980, después de un silencio interminable en que pudo oírse, seguramente, batir las alas al terror, aquel hombre roto de 39 años llamado Eugenio Jofra demostró en un escenario que la risa aún puede resistir a la demolición total del mundo.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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