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OBRAS Y SOMBRAS

Robe Iniesta no cree en Dios (pero le echa de menos)

Lo que parece un terrorista es un ángel infernal, empeñado en arrancar alguna brizna de belleza al estercolero de este mundo

Miguel Ángel Ortega Lucas 12/12/2018

<p>Robe Iniesta.</p>

Robe Iniesta.

Rubén Ortega; CC-BY-SA

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Hasta para mandar a tomar por culo hay que tener estilo. Sobre todo, quizás, para mandar a tomar por culo.

Nosotros los de entonces empezábamos a tener granos, y los más transgresivos de octavo de EGB nos daban a conocer sin pretenderlo a los convictos del rock en castellano en la católica España: una cuadrilla de campesinos harapientos, huidos de una fantasía improbable y futurista de Goya, comandados por un mesías que más que cantar escupía gritando, que más que una guitarra parecía empuñar una escopeta.  

Uno se partía de risa y de terror al escuchar aquellas canciones no tan primerizas ya de Extremoduro, último tramo de los años 90: no sabíamos que se pudiera cantar así, pero menos aún que se pudieran decir barbaridades de manera tan primorosa en una canción y que no ardiera Troya. Que en realidad sí ardía, a fuego lento: supimos después que nunca les sacaban en la radio, que los medios de comunicación les obviaban de manera atronadora, pero que en cualquier caso a ellos mismos se la traían flojísima los medios de comunicación, los 40 principales (¿principales de qué principio, o principado?) y las rueditas de prensa para salir guapos (otra cosa improbable). La mala prensa que siempre tuvieron los lobos.

Eso eran: una epidemia silenciosa que hubiera cruzado el país de monte a monte, como la sombra furtiva de Caín; y lobos que si mataban alguna oveja, o cachorro, no lo hacían por naturaleza criminal sino por instinto de supervivencia, por purísima hambre: de honestidad, de vida radical, de sed en carne viva; hambre en legítima defensa. Si el mundo era, es, una obscena orgía de sangre cínicamente sancionada por la Sociedad, por qué no responderle entonces con obscenos escupitajos de sedición, con campanazos de semen, con aullidos de animal acorralado. ¿Qué es más obsceno: decir mentiras y matar a distancia y con traje en el telediario, o cantar tiernísimas verdades como “hoy te la meto hasta el mismo corazón”?

Ese verso glorioso es, como casi todos los de Extremoduro, del bandolero Robe Iniesta. Dicen que nació en 1962, pero qué más da: desde que supiéramos de él hasta hoy apenas ha cambiado externamente. Ya era viejo entonces, pero igual de joven que ahora. También dicen que trabajó en un puesto de chucherías en su Plasencia natal, mucho antes de todo. Seguro que caía bien a los niños. Seguro que sus pintas hacían cambiar de acera a las madres de esos niños al cruzárselo.  

Algo parecido a esto último es lo que nos sucedió a muchos al principio con su música, perpetrada durante años con sus cómplices (Iñaki Uoho Antón, lugarteniente): había que saltar la barrera del sonido furioso, esa tormenta de guitarras desquiciadas, esa voz de sereno del infierno, para llegar al claro del bosque, al fuego hospitalario; descubrir al druida escondido tras los ojos y los andrajos del loco. La ternura del lobo estepario:

Y dejar de lado
la vereda de la puerta de atrás
por donde te vi marchar,
como una regadera
que la hierba hace que vuelva a brotar.
Y ahora es todo campo ya.

Era todo campo ardiendo en las hogueras de la adolescencia siniestra, descoyuntada. Así lo escuchábamos entonces, entre la lumbre y el calimocho de la tribu, en las casas de campo, en las fiestas de las plazas de septiembre. Otra hermosa paradoja en Extremoduro: se les cuelga aquí y allá la etiqueta, tan plúmbea como cansina, de rock urbano, cuando no hay más que escuchar con un pelo de atención lo que cuentan para imaginarles tocando en la cima de un risco, puestos de setas del bosque y enchufados a la luna (echándose carreras, con su princesa, “pa ver quién es más puta”). Entre lunas rotas de furgoneta suicida y lunas como pezones de marfil y lunas verdes de Lorca se beben las canciones de Extremoduro, de Robe Iniesta. O te enganchan como un alucinógeno o se te clavan en la garganta los cristales: no hay término medio.

No habrá nunca término medio en la música, la estética y la poética de Robe Iniesta porque no admite la impostura, la concesión facilona ni las chorradas; porque dice todo lo que le da gana decir y le es urgente decirlo cuanto antes, y le es necesario decirlo de manera radical, o sea, desde la misma raíz de su emoción, que no nace precisamente de amaneceres primaverales sino de crepúsculos de frío que amenazan, que acongojan, que se ciernen demoníacos: habrá entonces que morir o que huir, esconderse o montar una pira que ahuyente al miedo bramando en taparrabos, desafiando a la borrasca. “Incendiario, / todos dicen que soy un incendiario, / que enciendo hogueras sólo con hablar”. Alabado sea ese incendio en este páramo pusilánime, donde casi nadie se atreve a decir nada desde la verdad de las entrañas: así suene como petardos en un gallinero.

Porque no se trata aquí de eso que llaman provocar, de escandalizar por oficio –si alguien se escandaliza es cosa suya, no de quien habla–. Se trata de mirar al mal a los ojos. No se trata de hacer apología de la barbarie, de refocilarse en lo sórdido; se trata de reconocer que en lo sórdido también habita el loto, que sólo entre la mierda crecen las flores más heroicas, que sólo entre el barro y las vísceras de la derrota se alzan los soldados que sobreviven a su soledad, con el primer rayo de sol tras la devastación todavía humeante:

Como buen guerrero,
sólo tengo miedo
a que sus ojos dejen
de mirar a ver si puedo
llegar al Olimpo
y robar el fuego

Desde el abismo resplandece más lejano y por lo tanto más deseable el fuego. Desde el infierno se ve el cielo más limpio, ahí a lo lejos; se anhela con más furia. Robe Iniesta, que compareció en la portada de Yo, minoría absoluta (2002) literalmente como un Cristo con dos pistolas, lo sabe bien. De igual manera que cierta profanación artística –como observó Octavio Paz en el Marqués de Sade, y otros– no es sino un homenaje inverso, en el fondo, hacia la misma religión que se pretende ultrajar, también hay una forma de presunto feísmo que no hace sino consagrar a la belleza. No es que Robe sea un poeta tal y como se entendió siempre (tampoco, líbrenos, como se entiende esto ahora en el todo a cien de los tuiteros de la experiencia); pero ahí, en su manera de rebelarse, en su No indómito, en su guerra santa contra todos, late Baudelaire honrando a sus demonios, late Pizarnik llevándose a sí misma al borde exacto del abismo; Novalis, a punto de caer en la locura, aullando ante la tumba irreparable de la Sofía perdida, vislumbrando en la tierra aún caliente el fulgor como un Aleph que rescata a ambos de las sombras (los pelos del alma como escarpias):

Vive mirando una estrella,
siempre en estado de espera.
Bebe a la noche ginebra
para encontrarse con ella.
Sueña con su calavera,
viene el perro y se la lleva,
y aleja las pesadillas
dejando en un agujero
unas flores amarillas
p’acordarse de su pelo.

Ya: tampoco es cuestión de equipararlo a esos nombres, pero sí resulta diáfano, para quien pueda oír, que son criaturas semejantes, hijos de la misma noche que los parió. La de la alquimia que transmuta lo más denso en lo más grandioso. Esto, que se entreveía sólo a fogonazos en sus primeros discos, se impuso ya con determinación kamikaze en esa obra maestra de Extremoduro llamada La ley innata (2008). Lo que esta banda de prófugos viene perpetrando, al menos desde entonces, no tiene paralelo en la música de nuestro ámbito. Lo más parecido a ACDC y Johann Sebastian Bach bailando a ciegas por un desfiladero, mientras suenan las campanas del Juicio Final.  

Es la senda que al parecer ha tomado sin vuelta atrás Robe Iniesta. Ya no hay más que confesión en cueros, en estos dos discos hasta la fecha en solitario (los muchachos que le escoltan ahora también son músicos de primerísima línea). El pasado octubre presentó en cines Bienvenidos al temporal, el registro audiovisual de su última gira, repasando el cancionero de Lo que aletea en nuestras cabezas (2015) y Destrozares (2016). En algún momento de esa grabación, previo a su Nana cruel, proclama: “Con esta canción me gustaría herir vuestros sentimientos, porque para qué sirve un filósofo que no hiere los sentimientos de nadie”.

Eso es lo conmovedor de esta bestia escénica. Su cabreo con el mundo, con las leyes innatas humanas y divinas, no es sino el alarido de rebelión del perro apaleado que sólo quería jugar, y que al encontrarse con este panorama de tragedias inexplicables y de concretos hijos de la gran puta, no tiene más remedio que revolverse y aprender a morder: sabiendo, aun así, que volverá a bajar la guardia, antes o después, que cederá a la tentación de la ternura, que no podrá evitar volver a tener fe y poner la cabeza de nuevo (Sísifo que no escarmienta) para la decapitación. Por eso pareciera una especie de maquis contemporáneo que se hubiera echado al monte de otro planeta, un híbrido salvaje entre los perdedores de Miguel Delibes y los bastardos de Tarantino. O un fauno al que persiguieran los miserables a pedradas, los que no saben ver las lágrimas del monstruo.  

Por eso resulta (más) emocionante el destilado de su canto: que lo que parezca un terrorista se revele en ángel redentor, empeñado aún en arrancar una brizna de belleza por entre toneladas de mierda en el estercolero de este mundo, en los suburbios de Dios.

Lo normal es que Robe Iniesta no crea en Dios. Pero en algo creerá: hay que creer en algo para transmutar de tal forma la vileza en ese despliegue majestuoso de escalofrío. Robe Iniesta: algo inhiesto, o enhiesto, es algo erecto, firme; así los miembros que suelen emerger en sus canciones, como mástiles de la única bandera posible, que son “sus bragas negras”. Como la antorcha en las tinieblas de Lucifer, que no es sino inconsolable nostalgia por la luz.

[Por cierto: ¿Dónde están mis amigos? A los que no están casaos los están buscando.]

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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1 comentario(s)

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  1. Juan

    Carne de gallina con el artículo que solo entienden los perros apaleados que sobrevivieron a la adolescencia con la música de fondo del gran Robe. Contra todos y a pesar de todos, pudiendo gritar "iros todos a tomar por el culo" y vivir para contarlo

    Hace 5 años 4 meses

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