OBRAS Y SOMBRAS
Lección y fábula de doña María Moliner
La bibliotecaria culminó, ella sola, tres lustros y tres mil páginas después, el diccionario más original de la lengua castellana
Miguel Ángel Ortega Lucas 6/02/2019
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En el arte, como en la vida, están los que se conforman antes y los que se conforman después. También hay una tercera (extrañísima) categoría: los que no se conforman jamás. Son quienes no tendrán más remedio que romper la regla de tal conformidad, y alumbrar así un código nuevo, en limpio, desde el mismo génesis de la propia causa.
“El diccionario de la Academia es el diccionario de la autoridad. En el mío no se ha tenido demasiado en cuenta la autoridad”.
Claro que ya en derecho romano existía la figura de la auctoritas, que podríamos atrevernos a definir como la legítima autoridad –moral, intelectual– no impuesta a priori por nadie, sino ganada por aquel que demuestra merecerla. A la autoridad lingüística llamada para la historia María Moliner, que nació en Paniza (Zaragoza) en 1900 y murió en Madrid ochenta y un años después, la llaman, quienes conocieron a la persona o admiran su obra, “doña María”. Con una reverencia que en España remite sólo a una figura semejante, por igual de humilde y gigantesca: don Antonio Machado. Más de una cosa tienen en común estos dos ejemplares españoles. Ambos amaron la lengua castellana y ambos la honraron hasta el final; a ninguno de los dos le puso fácil España mantener el aliento, pero ninguno se consintió desalentarse, hasta ese mismo final.
De dónde nace esa antorcha interna que jamás se apaga, en algunos seres, es un misterio feliz que nos otorga, a los demás, alguna limosna de esperanza. De dónde nace el impulso para guiar la antorcha por las catacumbas de la soledad, durante décadas, hasta alumbrar el final del camino soñado, es un enigma que ni la propia María Moliner pudo haber definido jamás en la titánica obra, culminada con sus dos exclusivas manos y su exclusiva cabeza, su coraje unánime, llamada Diccionario de uso del español.
En qué estaba pensando esta mujer. Qué le ardía por dentro. De dónde sacó esa esplendorosa, delirante, babilónica idea.
“Todo el mundo pensaba que qué locura, pero nadie decía nada... Si María se ponía a hacer algo, por algo sería”. Es lo que explicaba su sobrina Matilde [en este documental]. Por algo sería.
María Moliner recibió la educación de la Institución Libre de Enseñanza; en su casa, la de otra clase de libertades más dudosas: cuando contaba trece años, su padre partió como médico en un barco –quizás de nombre extranjero– y no volvió. El ave migratoria tuvo otra familia en Argentina. María, mediana de tres hermanos, se arremangó entonces los brazos aragoneses para cuidar de su propia familia rota. Siguió estudiando y trabajando a la vez hasta culminar con premio extraordinario la licenciatura en Filosofía, rama de Historia. Sólo eran tres mujeres en clase por entonces, principios del siglo XX. Ingresó por oposición en el cuerpo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, con primer destino en Simancas (Valladolid), pero, velando por la salud de su madre, a quien llevaba siempre consigo, pidió traslado a Murcia, por habitar un clima más cálido. Allí conoció al que sería su marido, Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física.
Ambos abrazaron la causa republicana, y, ya como responsable de las Bibliotecas Rurales en Valencia, Moliner ejerció como punta de lanza de las Misiones Pedagógicas, aquel plan que trató de llevar la cultura canónica a los rincones más perdidos de una España en cuyas aldeas, a veces, no se había visto un teatro jamás (Lorca iba por entonces dando tumbos con La Barraca). Cualquier libro para cualquier lector posible en cualquier rincón del país, era la consigna de la bibliotecaria. En 1937, ya en plena Guerra Civil, fue nombrada directora de la Biblioteca Universitaria de Valencia.
Son sólo algunos de los puntos acumulados en el currículum para que, tras la victoria franquista, Moliner fuera degradada hasta dieciocho puestos en el escalafón de su cuerpo funcionarial, regresando al Archivo de Hacienda de Valencia, trabajo muy por debajo de sus aptitudes. A su marido le quitaron la cátedra (le rehabilitarían siete años después). Muchos otros se hubieran dejado doblegar por lo que, amén del ostracismo social de los perdedores, supuso a todas luces una humillación laboral –es decir intelectual, es decir íntima–. Moliner no. Decían sus familiares y amigos cercanos que apenas se la oyó quejarse. Siguió cumpliendo con su trabajo, siguió criando a sus hijos; siguió, podemos suponer, leyendo, escribiendo, investigando con avidez mientras zurcía calcetines, que era lo que, según decía García Márquez, decía ella que se le daba bien.
cuando parecía ya esa viejecilla prematura de pelo recogido a la manera de las viudas de guerra, tomó un folio, lo dobló en cuatro partes simétricas y comenzó a trazar el esquema de un proyecto tan inofensivo como mitológico
Un día a comienzos de los años 50, ya en Madrid y con los niños crecidos, cuando parecía ya esa viejecilla prematura de pelo recogido a la manera de las viudas de guerra, tomó un folio, lo dobló en cuatro partes simétricas, que serían fichas, y comenzó –seguramente sonámbula, sabiendo sin querer saber del todo lo que estaba haciendo– a trazar el esquema de un proyecto tan inofensivo como mitológico, tan aparentemente trivial, casi de juego infantil, como equiparable a la fundación de Macondo: escribir un diccionario de la lengua en que habitaba. De todo lo que puede caber en la lengua castellana.
Ella explicaría luego que buscaba un diccionario vivo, en que el idioma palpitara como lo que es: un organismo. El diccionario de la Real Academia, por entonces, le parecía muerto (como observaría García Márquez con su irredenta sorna caribe:“Las palabras son admitidas cuando ya están a punto de morir, gastadas por el uso, y sus definiciones rígidas parecen colgadas de un clavo”). Pero sobre todo, y ahí el matiz capital, lo que Moliner proyectaba era un diccionario de uso, es decir, que no constituyera un museo, o mausoleo, de lo que presuntamente significan las palabras, sino un parque de atracciones erudito en el que jugasen todas entre sí, subiéndose a la noria o despeñándose en el tren de la bruja. Un diccionario que diera toda la amplitud (babilónica) que las palabras pueden alcanzar en nuestra lengua, y con el cual hasta un extranjero pudiera enterarse de qué va nuestra vaina: hay, por ejemplo, varias páginas íntegras dedicadas a las expresiones posibles, en castellano, que implican la palabra dios.
Armada con un lápiz por varita mágica, en jornadas que no conocían pared entre la noche y el día, la bibliotecaria empezó por la letra A de Amazona a tratar de explicar el lenguaje a través del lenguaje; a remendarlo: a volver a inventarlo, con una precisión nueva (partiendo de la autoridad del diccionario académico, pero transgrediéndola), de la única manera posible, que es desplegando el atlas de la imaginación para que la razón pueda oler y tocar aquello que se está nombrando, más allá de señalarlo con el dedo. Es decir... Poesía: “imágenes extraídas de sutiles relaciones descubiertas por la imaginación”.
Porque eso es un idioma, el lenguaje de una comunidad; un tejido de sutiles relaciones imaginarias que llevan de un significado a otro. Un dinosaurio, por ejemplo,es el “nombre dado a los reptiles de cierto género de saurios fósiles”, pero también “persona veterana e importante en una actividad... especialmente los políticos”.Cornudo es algo “provisto de cuernos”,pero también un “cabrito, cabrón, consentido, cornúpeta, cuclillo, gurrumino, marido complaciente”. La violencia es “la cualidad de lo violento”, pero lo violento es, también, cierta “manera de proceder, particularmente un gobierno, en que se hace uso exclusivo o excesivo de la fuerza: Un régimen de violencia”.
Decía su hija Carmen que el diccionario era, para doña María, una “forma de ordenar el mundo”. Hasta qué punto pudo influir el régimen de violencia instaurado desde 1939 en esa necesidad de orden propio, íntimo, es algo que no podemos saber, pero a lo que no es descabellado atribuir un peso específico. Hasta qué punto pudo espolearla, en esa cruzada unipersonal, el hecho de que su herramienta de trabajo, que era el lenguaje, fuera una de las primeras cosas que ese régimen pervirtió. Por ejemplo: el que esto escribe recuerda a alguna anciana de su familia con cierto reparo por nombrar el color rojo. Lo rojo estuvo proscrito mucho tiempo; había que decir encarnado.
Y sin embargo el color rojo sigue siendo rojo, así caigan chuzos de punta, porque la palabra es inocente: al lenguaje, al lenguaje verdadero, espontáneo, destilado de siglos y no impuesto por catecismos ideológicos de cualquier tipo, le da igual la normativa última, resiste a la perversión de quienes tratan de hacerle mentir o claudicar. La lengua es una convención consensuada y sancionada por el uso que se le da en la plaza pública, no un decreto-ley. Las palabras son animales vivos, no cadáveres “clavados del clavo” de cualquier ideología. El lenguaje, el idioma, violentados, pervertidos entonces por el régimen franquista –como siempre sucede con todos los regímenes autoritarios–, era un santuario para María Moliner, uno de los pocos lugares donde poder actuar de manera honesta, porque el lenguaje aguanta muy poco la doble moral: se le acaban viendo los pies siempre por debajo de la cortina. No es descabellado pensar que esta bibliotecaria de voluntad mítica se sintiera en la obligación, la fatalidad, de salir a defenderlo.
Destino: “Situación o suceso a que algo o alguien llega o ha de llegar inevitablemente, guiado por esa fuerza”.
María Moliner culminó su diccionario, de dos tomos, entre 1966 y 1967. Tres lustros y tres mil páginas después del primer día en que dobló en cuatro aquel folio
Guiada por esa fuerza (de dónde, de dónde sacaría esa fuerza legendaria, más allá del gen aragonés), doña María Moliner culminó su diccionario, de dos tomos, entre 1966 y 1967. Tres lustros y tres mil páginas después del primer día en que dobló en cuatro aquel folio, y después de haber vuelto muchas veces a la letra A, la de Ancha es Castilla. Lo publicaría la editorial Gredos, y no tardaría en convertirse en un éxito aún más extraordinario que el libro mismo. Le amparaba la legítima autoridad no sólo de quien domina absolutamente su materia, sino de quien ha sido capaz de escalar el Everest de la propia vida.
En 1972 presentaron su candidatura para ocupar el sillón B mayúscula de la Real Academia, la del otro diccionario, pero ganó el lingüista Emilio Alarcos. Las razones fueron variables y pudieron tener que ver o no con su condición femenina, currículum y orígenes (el siempre atento a esas cosas Camilo José Cela adujo que faltaban muchos tacos en ese diccionario, y tenía razón). Dicen que en un siguiente intento hubiera salido elegida sin duda, pero a ella le daba ya igual aquello: estaba demasiado ocupada en atender a su marido, que quedó ciego al poco de la publicación de su obra, y en atenderse a sí misma.
En el prólogo de ese diccionario estampó, como un epitafio: “La autora siente la necesidad de declarar que ha trabajado honradamente, que conscientemente no ha descuidado nada, y que esta obra, a la que por su ambición [...] le está negada como a la que más la perfección, se aproxima a ella tanto como las fuerzas de su autora lo han permitido”.
Podríamos arriesgar aquí, con la venia, una última definición. Maestra: persona que actúa como referente y guía ante el desaliento de los otros.
Mientras el mundo andaba a oscuras, una mujer, viejecilla prematura remendadora de calcetines, reunía al mundo entero en su mesa para nombrarlo otra vez.
En el arte, como en la vida, están los que se conforman antes y los que se conforman después. También hay una tercera (extrañísima) categoría: los que no se conforman jamás. Son quienes no tendrán más remedio que romper la regla de tal conformidad, y alumbrar así un código nuevo, en limpio, desde el mismo génesis...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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