TRIBUNA
El discurso del rey
En lugar de reconocer la crisis constitucional, las instituciones han preferido hacer un diagnóstico basado en el “golpe de Estado” y la “rebelión”. Con Felipe VI a la cabeza
Ignacio Sánchez-Cuenca 24/02/2019
Felipe VI
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El pasado 20 de febrero, el rey de España recibió en Madrid el “World Peace and Liberty Award” otorgado por la World Jurist Association (WJA), organizadora de un congreso bienal que en esta ocasión se celebró en el Teatro Real de Madrid. La laudatio del monarca corrió a cargo de Felipe González. Según dijeron las crónicas, hubo una “nutrida representación de políticos y empresarios” en el acto. Los medios más cortesanos han querido presentar el premio como una especie de premio Nobel jurídico, como un galardón del máximo prestigio internacional que en el pasado sólo han recibido tres personas, Winston Churchill, René Cassin y Nelson Mandela. En realidad, parece que se trata de un premio nuevo, que los anteriores premiados no lo fueron, o lo fueron por motivos distintos y en circunstancias muy diferentes, que la WJA es una discreta organización y no un referente mundial, y que había una clara intención de utilizar el acto para insistir una vez más en la normalidad institucional española frente a la crisis catalana. Una crónica algo desmitificadora del evento puede encontrarse aquí.
El discurso del monarca no contuvo referencia explícita alguna a Cataluña, aunque no hay que ser un consumado exégeta para saber de qué estaba hablando. Normalmente el rey se expresa en términos abstractos y elípticos, salvo en ocasiones sonadas, como ocurrió en su discurso del 3 de octubre de 2017, en el que utilizó palabras muy directas para criticar y desautorizar a los líderes independentistas. En aquella ocasión, el rey no sólo no apeló a la moderación, el diálogo y el entendimiento como forma de canalizar y resolver los conflictos, sino que denunció de forma inequívoca a los lideres independentistas, a quienes acusó de haber quebrantado el Estado de derecho, haber dividido a la sociedad catalana y haberse situado ellos mismos fuera de los márgenes de la democracia. No puede decirse que fuera una intervención conciliadora. El discurso del 3 de octubre tuvo un efecto inmediato: legitimó y dio fuerza a la tesis de que la democracia española y su Estado de derecho no merecían reproche alguno por lo sucedido en Cataluña, recayendo toda la responsabilidad sobre las autoridades catalanas. España, pues, tenía que defenderse de un ataque injustificado e injustificable a sus instituciones y a su unidad territorial. Planteada de esta forma la cuestión por el rey, no cabía sino extraer una conclusión, que en muy poco tiempo se volvió dominante en nuestro debate público: desde Cataluña se intentó perpetrar un “golpe de Estado” contra la democracia española. Esta era la única manera de dar sentido a lo sucedido si se partía de los supuestos que Felipe VI hizo explícitos en su discurso.
Para dar una cierta verosimilitud a este esquema interpretativo de la crisis catalana, resulta fundamental afirmar que en España la democracia y el Estado de derecho funcionan como en cualquier otra sociedad liberal y avanzada de Occidente: España nada tiene que envidiar a los países de su entorno. De ahí que políticos y publicistas hayan repetido hasta la saciedad que las críticas que recibe España por la manera en la que (no) ha resuelto la crisis catalana son en todo caso consecuencia del prejuicio e incomprensión de los extranjeros, que nos persigue desde hace siglos en forma de “leyenda negra”. Según este punto de vista, España es víctima de unos “golpistas” de ideología “supremacista” que se han empecinado en romper por vías ilegales “la nación más antigua de Europa”. El conflicto, en última instancia, es entre la democracia liberal española, volcada hacia Europa, y el nacionalismo irredento y antidemocrático catalán.
En su discurso del 20 de febrero, el rey “elaboró” algo más su visión sobre la democracia y el Estado de derecho. El párrafo que más ha llamado la atención de los medios fue este:
“Democracia y Estado de Derecho son, por ello, realidades inseparables, pues crean el único espacio en el que puede vivir la libertad y el único marco en que puede desarrollarse la igualdad. De ahí que la defensa de la democracia haya de ser al mismo tiempo la defensa del Estado de Derecho. Sin democracia, el Derecho no sería legítimo; pero sin Derecho la democracia no sería ni real ni efectiva. Por ello, no tiene sentido, no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho, pues sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia, sino inseguridad, arbitrariedad y, en definitiva, quiebra de los principios morales y cívicos de la sociedad".
El ideal que subyace a sus palabras parece irreprochable: democracia y Estado de derecho deben ir de la mano, de manera que la una sin el otro no garantiza la libertad ni los derechos fundamentales de las personas, y el otro sin la una carece de legitimidad normativa. Es interesante notar, sin embargo, que una vez expuesta la tesis principal, el monarca sólo menciona una de las posibles quiebras, la de una democracia que pasa por encima de la ley, sin mencionar la posibilidad del uso de la ley para cercenar el ejercicio de la democracia.
La resolución de la crisis catalana se encuentra bloqueada precisamente porque se enfrentan dos visiones encontradas sobre el conflicto: según algunos, la democracia ha intentado arrollar el derecho, según otros se ha usado el derecho para acallar la democracia. Sólo si se reconoce que hay dos perspectivas sobre el asunto puede empezar a entenderse lo que ha sucedido y la manera en la que podría encauzarse una solución que fuera mutuamente satisfactoria para las partes.
A pesar del bello ideal que defendió Felipe VI, convendría admitir que la relación entre democracia y legalidad es compleja y tortuosa. Los conflictos entre ambas atraviesan la historia política de las democracias representativas. En la cultura jurídica española, dominada por un positivismo formalista muy acusado, cuesta mucho reconocer algo así. En culturas políticas y jurídicas algo más abiertas, el conflicto entre democracia y legalidad es la base de reflexiones estimulantes y provechosas sobre los límites de ambos conceptos.
La sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut es un ejemplo perfecto de cómo en ocasiones el principio democrático y el principio de legalidad chocan. A pesar de que el Estatut partía con un apoyo abrumador del Parlamento catalán, de que fue “cepillado” en el Parlamento español y luego ratificado en referéndum, el Tribunal Constitucional hizo una lectura restrictiva de muchos de sus artículos y cerró cualquier posibilidad de reconocimiento de la nación catalana dentro del ordenamiento constitucional español. A raíz de aquella sentencia, los partidos nacionalistas catalanes radicalizaron sus posiciones, exigiendo un referéndum o una consulta para determinar si los ciudadanos catalanes deseaban continuar en España o preferían constituir un nuevo Estado. La demanda de consulta ha gozado de gran apoyo popular en Cataluña. En algunos momentos, las encuestas registraron un acuerdo superior al 70 por ciento en la opinión pública, lo que indica que muchos ciudadanos catalanes que no son partidarios de la independencia deseaban no obstante que se celebrase una votación sobre la misma.
La respuesta de las instituciones españolas a dicha demanda consistió en no hacerse cargo de ella con el pretexto de que era inconstitucional. No está del todo claro, sin embargo, que resulte imposible encajar una consulta de esta índole en la Constitución, pero, sobre todo, incluso si lo fuera, siempre cabría la posibilidad de que las fuerzas políticas se pusieran de acuerdo para reformar el texto constitucional y dar así cabida a esta petición. Ante la negativa de los dos principales partidos españoles, PP y PSOE, las autoridades catalanas realizaron dos simulacros de referéndum, sin validez jurídica alguna, uno el 9 de noviembre de 2014 y otro el 1 de octubre de 2017. En el segundo, las instituciones catalanas trataron de dar una legitimidad legal a los resultados de la votación mediante la aprobación de dos leyes (la de referéndum y transitoriedad) que se aprobaron a principios de septiembre de 2017 en el Parlamento catalán y que fueron inmediatamente anuladas por el Tribunal Constitucional.
En la crisis catalana, los principios democrático y de legalidad han chocado frontalmente, creando la peor crisis constitucional que ha vivido España desde 1978. Otros países, cuando se han enfrentado a problemas semejantes, han buscado una reconciliación o compromiso entre ambos principios. La célebre sentencia del Tribunal Supremo canadiense sobre la secesión de Quebec se basa justamente en el reconocimiento del problema político-constitucional que genera una demanda de independencia y plantea como solución un intento de conciliar el principio de legalidad y el principio democrático. En España el planteamiento ha sido muy distinto: la monarquía, el gobierno y los tribunales han optado por negar la existencia del problema político, considerando que lo sucedido se reduce a un incumplimiento de la ley (sólo rige, por tanto, el principio de legalidad, pasándose por alto el principio democrático). En lugar de reconocer la crisis constitucional española, las instituciones han preferido hacer un diagnóstico basado en el “golpe de Estado” y la “rebelión”.
Imagínense que el rey hubiera añadido este párrafo a su discurso:
“Las autoridades catalanas no pueden pretender imponer a su ciudadanía ni al resto de España un proyecto de secesión que no tiene base legal alguna y que no cuenta con un suficiente apoyo popular. Pero España no puede desentenderse de la desafección hacia nuestra nación que se ha extendido entre muchos catalanes. Vivimos una crisis constitucional porque no hemos conseguido conjugar adecuadamente Estado de derecho y democracia. Mi máximo empeño en los años próximos se centrará en lograr que las partes acuerden un marco de convivencia que requerirá con seguridad un debate profundo sobre nuestro sistema político y una reforma de la Constitución. Será una tarea apasionante, en la que España mostrará su fortaleza integrando su diversidad nacional.”
Si Felipe VI dijera algo así, yo sería el primero en firmar para que se le concedieran los más prestigiosos premios jurídicos y políticos del mundo.
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Ignacio Sánchez-Cuenca
Es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y La izquierda, fin de un ciclo (2019).
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