Tribuna
De pronunciamientos, errores y desobediencias
Réplica al artículo de Ignacio Sánchez-Cuenca
Santos Juliá 1/05/2018
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Firma Ignacio Sánchez-Cuenca en esta revista digital un artículo titulado, para mi gran sorpresa, No fue un golpe de Estado ni un pronunciamiento: respuesta a Santos Juliá. Sorpresa porque yo no le preguntaba nada ni me refería para nada a sus opiniones sobre lo sucedido en Cataluña en los días de septiembre y octubre del año pasado. Más que respuesta, su artículo es lo que en la tradición clásica recibía el nombre de libellus adversus… Pero, en fin, y puesto que dice responder a lo que yo no preguntaba, lo que sigue sí será una réplica a la falsa respuesta de tan distinguido analista de la política española.
Pasaré por alto la costumbre, tan característica de Sánchez-Cuenca, de comenzar su Libellus adversus Santos Juliá con el manido recurso a la argumentación ad hominem: fabricar un muñeco de aquel contra quien dispara para así desacreditarle desde el mismo punto de salida. Yo sería un autor “liberal”, entre comillas, del establishment español. Qué manía. Nunca dejará de admirarme la facilidad con que profesores universitarios españoles, y algunos hispanistas extranjeros, sitúan a un colega que no es menos, pero tampoco más que ellos en el plano institucional, en el centro del establishment para luego atribuir lo que escriben, sin mayor análisis, al espurio interés de la defensa de intereses bastardos. Así nos va: hemos acabado por convertir el debate de ideas en descalificación pura y simple del adversario desde la primera línea. Sánchez-Cuenca es adicto a este juego, alardeando de la superioridad moral que entraña no ser miembro del establishment ni escribir, por tanto, en su defensa.
Más que este tipo de zafio argumento, interesa el hecho de que todo lo que tiene que decir este intelectual contra mi artículo Doblegar al Estado se limita a negar que haya existido violencia alguna y que, por tanto, se haya producido una rebelión; negación que valdrá lo que valga, pero que no es una respuesta a mi artículo por la sencilla razón de que en ningún momento aparecen en él las voces “violencia” ni “rebelión”. 'Doblegar al Estado' trataba de pronunciamiento, que es, como la misma palabra indica, un acto de habla con todos los ingredientes de los enunciados performativos: 71 diputados, con su presidente de Gobierno al frente, se reúnen en una sala del Parlament de Catalunya, se pronuncian y declaran constituida “la República catalana, com a Estat independent i sobirà, de dret, democràtic i social”. Lo hacen de la manera más solemne posible: tomándose por “els legitims representants del poble de Catalunya”; desde instituciones catalanas del Estado español y vulnerando la Constitución y el Estatuto de Autonomía que son las fuentes directas de su poder, legítimo en su origen, ilegítimo e ilegal, y presuntamente delictivo, en este concreto ejercicio, en sus antecedentes y en sus secuelas.
Se presentan, pues, con su acto de habla, como un poder del Estado que se pronuncia contra la Constitución del Estado a la que habían prometido o jurado lealtad: en eso consiste el pronunciamiento de los secesionistas catalanes, similar al de Primo de Rivera en el hecho de que tampoco en este caso recurrió nadie a la violencia, ni a la amenaza de violencia, aunque muy diferente en su resultado final. Fue el de Primo de Rivera un pronunciamiento del todo pacífico, recibido con aplauso y adhesión por buena parte de la opinión pública, comenzando por los empresarios del Foment del Treball Nacional, y que obtuvo enseguida el respaldo de la jefatura del Estado, ostentada por Alfonso XIII, acusado años después formalmente de alta traición por las Cortes Constituyentes de la República. De la misma manera, se podría calificar desde el 10 de octubre, y ratificar desde el 27, al presidente del Gobierno de Cataluña como culpable de alta traición, pues ambos –Alfonso XIII y Carles Puigdemont– traicionaron al Estado que hasta ese momento legítimamente representaban, aunque, en el primer caso, el nuevo rey felón permaneció como su antepasado Fernando VII en el trono, mientras que en el segundo su equivalente president traïdor suspendió el resultado de su acto de habla a los ocho segundos de pronunciarlo. Pero haberlo, lo hubo, el pronunciamiento; militar en un caso, civil en otro.
El hecho de que Carles Puigdemont ocupara legítimamente un poder del Estado no significa que lo ocurrido, como afirma nuestro experto en ciencia política, sea resultado de una crisis constitucional producida por “un choque de legitimidades”. Cierto, reconoce Sánchez-Cuenca por parecer equidistante, las autoridades catalanas han cometido “errores graves” y es un “asunto muy serio” que una parte del Estado desobedezca. Errores, asunto muy serio, desobediencia; unas categorías impropias de un análisis científico y que indican bien la propensión al análisis ideológico tan habitual en este intelectual: califica de error aquello que desvía, entorpece u obstaculiza la obtención del resultado final que ideológicamente considera acertado. En este caso, transformar al Estado español en un estado plurinacional, por las buenas o a las bravas, tanto da. Un objetivo, por cierto, que a estas altura de la historia trae a Carles Puigdemont y a sus secuaces perfectamente al pairo. Pero al reducir lo actuado a simple error, Sánchez-Cuenca, además de formular un vano juicio moral, utilizando una categoría vacía de significado para el análisis político, no dice lo que la acción es, trivializa su potencial resultado –liquidar la Constitución española al constituir una República catalana–, y se sitúa en la falsa posición del croupier que reparte cartas a los jugadores en una partida de legitimidades para ver quién acierta o quién yerra.
No estará de más recordar en este punto la reiteración con que Sánchez-Cuenca calificó de error –por lo que se ve, su categoría analítica preferida– la negativa a negociar políticamente con ETA aunque persistiera en su costumbre de matar. También se había producido en aquella ocasión un “conflicto” político y también era necesario abrir una negociación entre las partes, o sea, entre el Estado español y una organización terrorista, para alcanzar la paz perpetua. Tanto insistió en su argumento que, al final, cuando ETA anunció que dejaba de matar, atribuyó la buena nueva a que, si el Gobierno de Zapatero no hubiera negociado, y fracasado en el empeño, ETA nunca habría abandonado las armas. Años después, su defensa de la legitimidad de la acción política secesionista emprendida por las autoridades catalanas se sostiene en que Parlament y Govern catalanes han actuado como representantes de un nuevo demos, o sujeto de soberanía, que sería el sol poble de la nación catalana. Sánchez-Cuenca olvida, argumentando de esta manera, que el pueblo de Cataluña fue obligado a pronunciarse en unas elecciones ilegítimamente convocadas como plebiscitarias, en la convicción de que los partidos nacionalistas que sostenían el Procés alcanzarían, si se juntaban para el sí, una mayoría absoluta. El resultado fue que se quedaron por debajo de la suma de CiU y Esquerra cuando se presentaban por separado, en el 39,5% que, sumado al 8,2% de la CUP, que siempre ha ido a lo suyo, llegaban al 47,7%.
Antonio Baños, cabeza de la candidatura de la CUP en aquellas elecciones y autor de un libro titulado La rebelión catalana, en un arranque de honestidad política afirmó que con aquel resultado era imposible declarar nada; fue rápidamente marginado. La derrota en el plebiscito debía presentarse como el gran triunfo de una mayoría de catalanes, según las instrucciones explícitas de un fantástico documento en formato power point titulado ENFOCAT. Y así fue como procedieron a actuar, como si en efecto los diputados nacionalistas, sumados a los diputados de la CUP, representaran al sol poble de Catalunya: en eso consiste la legitimidad democrática que, según Sánchez-Cuenca, choca con la legitimidad constitucional. Hay que leerlo para creerlo.
Termina el autor del libellus expresando su dolor, como “nieto de la guerra civil”, por el hecho de que tantos hijos de la guerra, arrastrados por el resurgir del nacionalismo español, hayan abandonado los valores democráticos que hicieron posible la transición y califiquen como golpe de Estado lo sucedido en Cataluña demandando la prisión para los líderes del independentismo catalán. Consuélese el dolorido analista: ni la mayoría de la generación anterior ha renunciado a los valores democráticos en su defensa o apoyo a afrontar de nuevo la secular “cuestión catalana” por medio de una reforma de la Constitución española, ni ha exigido prisión provisional para esos líderes: Felipe González se ha expresado de forma inequívoca contra esta medida cautelar, y algunos hemos razonado y escrito que la prisión en el tramo de instrucción del procedimiento penal abierto contra ellos era un regalo a su causa, como así efectivamente ha resultado. Lo que ocurre, al menos a este hijo póstumo de la guerra civil que soy yo, es que no logro entender que un ilustre profesor de Ciencia Política pueda separar tan bonitamente la defensa de los valores democráticos del obligado respeto y lealtad, por promesa o juramento, que todas las autoridades del Estado deben a la Constitución.
No lo entiendo porque, sin haber sido nunca profesor de Ciencia Política, ni dirigido seminarios o tesis en la Fundación Juan March, sí he alcanzado a saber que en la historia política española, desde 1812 a esta parte, el mayor obstáculo para la consolidación de un Estado liberal y democrático ha procedido de aquellos poderes del Estado que se han pronunciado una y otra vez contra la Constitución vigente, convirtiendo toda la historia, como lamentaba don Juan Valera, en “un continuo tejer y destejer, pronunciamientos y contrapronunciamientos, constituciones que nacen y mueren, leyes orgánicas que se mudan apenas ensayadas”; todo esto, en fin, que “hace de nuestra historia política algo tan sin finalidad y sin propósito, tan triste y desengañado que da gran dolor el tener que escribirla”.
Gran dolor, tristeza y desengaño debía dar la necesidad de vernos obligados a volver sobre el acto realizado por los 61 diputados de Junts pel Si más los 10 de la CUP, cuando el 10 de octubre de 2017 publicitaron una declaración tomándose como únicos representantes legítimos del pueblo de Cataluña y proclamando la constitución de una República Catalana. Y eso fue lo que con toda solemnidad votaron 70 de estos diputados en la sesión de 27 de octubre de 2017 del Parlament de Catalunya cuando “en el libre ejercicio del derecho de autodeterminación, y de acuerdo con el mandato recibido de la ciudadanía de Cataluña, constituimos la República Catalana como un estado independiente y soberano”. A Sánchez-Cuenca puede parecerle todo esto un mero error o una desobediencia, y proponer que se castigue a los errados y díscolos parlamentarios a ponerse de rodillas y de cara a la pared cuatro horas al día durante cuatro semanas; está en su derecho de intelectual opinante. Pero si 'hoy, aquí, nosotros, los representantes legítimos del pueblo de Cataluña', "constituimos la República catalana”, no es un enunciado performativo, proclamado desde una institución del Estado español contra la Constitución española, o sea, un pronunciamiento en toda regla, que venga dios y lo vea.
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