Lo teníamos todo ante nosotros y no había nada
El debate sobre el progreso debe incluir datos estadísticos y supuestos utópicos o distópicos de ciencia ficción, sin olvidar el sufrimiento de los individuos
George Scialabba (The Baffler) 20/02/2019
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Es mejor de lo que parece: razones para el optimismo en una era de miedo. [It’s Better Than It Looks: Reasons for Optimism in an Age of Fear] de Gregg Easterbrook. PublicAffairs, 352 páginas.
21 lecciones para el siglo XXI, de Yuval Noah Harari. Debate, 408 páginas.
Estados Unidos: la gira de despedida [America: The Farewell Tour] de Chris Hedges. Simon & Schuster, 400 páginas.
El primer párrafo de la novela de Charles Dickens, Historia de dos ciudades, comienza así: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”, y prosigue, “la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Lo teníamos todo ante nosotros y no había nada; íbamos todos directos al cielo, marchábamos en sentido contrario”. El comienzo del siglo XXI parece asemejarse al final del siglo XVIII en al menos este aspecto: las garantías de progreso se alternan con amenazas de catástrofes; las promesas de infinita mejora se responden con advertencias de declive terminal; cada Steven Pinker produce un equivalente y opuesto Wendell Berry.
La cuestión no es solo cómo de precisas son estas predicciones antagónicas, puesto que solo los participantes más longevos en estos debates llegarán a ver si sus pronósticos se cumplen o no. En todo caso, el futuro no es un experimento científico, en el que se cambia una variable y después otra, mientras las condiciones iniciales permanecen constantes. Nosotros tenemos que tomar vitales decisiones políticas a largo plazo sin la esperanza de saber, incluso muchas décadas después, si una decisión diferente habría dado mejores resultados. (Sí, lo sé: “nosotros” es una ficción placentera, puesto que son las élites quienes tomarán esas decisiones, pero finjamos que vivimos en una democracia).
Revisando los números
El debate sobre el progreso, al menos públicamente, es un debate sobre tecnología: lo que ha funcionado, lo que podría funcionar y a qué precio. Eso suena bastante sencillo, pero no es así. A la economía neoclásica se le da muy bien ignorar el coste y los beneficios de aquellos con poco poder de mercado, como por ejemplo los agricultores o los pescadores de subsistencia, la gente indígena apegada a su tierra y los futuros habitantes de zonas costeras (aproximadamente un 50 % de la población estadounidense), que podría no querer tener que decidir entre desplazarse tierra adentro o vivir en una casa flotante. Igual que una propuesta es “políticamente posible”, en el argot de la Casa Blanca, no solo si una mayoría de la población la quiere, sino solo si tiene alguna posibilidad de reunir los apoyos clave en el Congreso, también una tecnología no es “viable” para un economista si puede servir para maximizar el bienestar humano, sino solo si puede atraer suficientes inversores que esperan sacar beneficio de ella. Ambos procesos de decisión, siendo generosos, distan mucho de ser ideales.
una tecnología no es “viable” para un economista si puede servir para maximizar el bienestar humano, sino solo si puede atraer suficientes inversores que esperan sacar beneficio de ella
El reciente libro de Steven Pinker La Ilustración ahora: argumentos a favor de la razón, la ciencia el humanismo y el progreso [Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism, and Progress] inició la última fase del debate. La mayor parte del libro está dedicada a presentar docenas de gráficos sobre casi todo lo habido y por haber: muertes en vehículos de motor, populismo, armas nucleares, soledad, tiempo libre, alfabetización femenina, trabajo infantil, calorías mundiales per cápita, CO2 emitido por dólar del PIB y caídas de rayos, además de una sólida polémica contra la religión, el posmodernismo y (desafortunadamente) Nietzsche. Pinker es por lo general razonable aunque poco imaginativo, así que cuando habla de desigualdad, secunda la flagrante banalidad del profesor libertario Harry Frankfurt: “Desde el punto de vista de la moralidad, no es importante que todo el mundo deba tener lo mismo, lo que es moralmente importante es que cada persona tenga suficiente”, y luego sermonea de forma arrogante a Naomi Klein por rechazar el incrementalismo del cambio climático como si ella se hubiera dado el gusto de emplear una retórica subida de tono en lugar de ofrecer argumentos debidamente justificados. Así y todo, los gráficos de Pinker son como una especie de servicio público.
El libro de Gregg Easterbrook, Es mejor de lo que parece adopta la misma estrategia repleta de datos (sin los gráficos) que Pinker para llegar a la misma conclusión: casi todo está mejorando, lo mismo da lo que piense casi todo el mundo. Empieza preparándose para la pelea: el prefacio informa a los ignorantes partidarios de Sanders y Trump de que su rabia estaba injustificada. Había pocas cosas que estuvieran mal en Estados Unidos en 2016 (¡matices de Hillary Clinton!): “Siendo objetivos, Estados Unidos estaba en mejor forma de lo que nunca había estado… los estándares de vida, los ingresos per cápita, el poder adquisitivo, la salud, la seguridad, la libertad y la longevidad estaban en sus niveles más altos, mientras que las mujeres, las minorías y los gais eran libres en grados que nunca antes habían alcanzado”.
De acuerdo, ¿cuál es la prueba de que “en ningún momento de la historia de Estados Unidos la gente estuvo mejor de lo que estaba en 2016”, y (como afirma Easterbrook en otro lugar del libro), en ninguna época anterior “el típico miembro de la población mundial tampoco había estado mejor”? Para empezar, está el índice de miseria: desempleo más inflación, que en 2016 estaba en el nivel más bajo de los últimos 50 años. La desnutrición mundial había disminuido al nivel más bajo de la historia, mientras que la producción alimenticia estaba en su nivel más alto. El petróleo es abundante y no es caro, y lo mismo sucede con los minerales. A lo largo y ancho del mundo desarrollado, los niveles de contaminación del aire y del agua están bajando. En casi todos los países, las muertes por enfermedades infecciosas han disminuido drásticamente, y la longevidad media está en el nivel más alto de la historia. Casi todos los años el PIB mundial alcanza un nuevo récord. Los casos de extrema pobreza nunca estuvieron en números tan bajos. El gasto per cápita mundial en armas ha retrocedido. La tasa de criminalidad ha bajado considerablemente y en casi todos los países excepto Afganistán, Irak, Siria y Sudán, las posibilidades de que una persona muera en circunstancias violentas están en mínimos históricos. Los viajes en coche y avión son más seguros que nunca. La escolaridad de las chicas es casi universal. Eso es lo que dicen las revistas Science, Nature y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación, el Departamento de Agricultura de EE.UU., la Organización Mundial de la Salud, la Oficina del Censo, el Cancer Journal for Clinicians y una infinidad de otras fuentes intachables que utiliza Easterbrook.
Una cosecha dispar
La agricultura de alta tecnología ocupa el panel central del retablo de Easterbrook. Hace medio siglo, un 50 % de la humanidad estaba desnutrida y las predicciones sobre hambruna y muertes en masa eran habituales. Entra en escena Norman Borlaug, pionero de la revolución verde y “la persona más importante del siglo XX”. Gracias a las variedades vegetales más resistentes y fértiles que desarrolló Borlaug, India, África, Brasil y otras regiones con gran cantidad de población han conseguido aumentar extremadamente su producción alimentaria, mejorar los ingresos de los agricultores (al menos de los agricultores que podían pagar los caros fertilizantes que necesitan las variedades de alto rendimiento) y hasta reducir el uso de pesticidas. En 1997 se calculaba que la revolución verde, afirma Easterbrook, había salvado mil millones de vidas. “Dos décadas después, la cifra puede que alcance los dos mil millones”, escribe. (Es algo complicado, por cierto, cuadrar esa afirmación con el menosprecio que demuestra Easterbrook por las alertas de muerte por inanición de las décadas de 1960 y 1970 que califica como “fingidas”. Si la intervención milagrosa de Borlaug salvó mil millones de vidas, entonces no cabe duda de que los alarmistas que predijeron que morirían mil millones de personas, salvo que ocurriera algún tipo de milagro, estaban totalmente en lo cierto).
Tal vez las ganancias del 20% con más ingresos hayan aumentado drásticamente, pero el porcentaje de crecimiento salarial de los que se encuentran en el 90% más bajo ha aumentado un 0,6% al año desde 1980
Las nuevas tecnologías, por muy benignas que sean, rara vez son una bendición absoluta. Uno o dos mil millones de vidas salvadas suponen un montón de efectos secundarios. Pero aun así, debemos ser conscientes de los efectos secundarios. El siguiente es un fragmento de un artículo que el académico indio Saidur Rahman escribió en 2015 en la Revista Asiática de Agua, Medio Ambiente y Contaminación:
La revolución verde ha transformado a India de ser un país con superávit de cereales a ser un país con déficit de cereales… [Pero la] intensificación de la agricultura a lo largo de los años ha provocado una degradación general del frágil ecosistema agrario. El alto coste de la producción y unas ganancias cada vez menores de las actividades agrícolas están afectando a las condiciones socioeconómicas de los agricultores. La pérdida de fertilidad del suelo, la erosión del suelo, la toxicidad del suelo, unos recursos hídricos cada vez menores, la contaminación del agua subterránea, la salinidad del agua subterránea, una incidencia mayor de enfermedades humanas y del ganado y el calentamiento global son algunos de los efectos negativos que tiene que los agricultores sobreadopten las tecnologías agrícolas para conseguir que la revolución verde tenga éxito. Un uso indiscriminado y desproporcionado de químicos contamina el suelo, el aire y el agua, además del alimento y el forraje que se da a los animales… Diversos estudios y exámenes científicos que se han realizado sobre los residuos de los fertilizantes y pesticidas durante [los] últimos 45 años indican la presencia de residuos de fertilizantes y pesticidas… en niveles más altos de los permitidos en productos como la leche, los lácteos, el agua, el forraje, el alimento para el ganado y otros productos alimenticios… La magnitud de los daños sistemáticos que se han causado en el suelo, las aguas subterráneas y el ecosistema durante el proceso de la revolución verde tienen que ser cuantificados. Podría tener consecuencias irreversibles… si no se toman las medidas oportunas, adecuadas y sostenibles para mitigar el daño que ha provocado la revolución verde.
Easterbrook disfruta lo mismo burlándose de las preocupaciones sobre la escasez de recursos que sobre la escasez de alimentos. “Todo está bien (salvo por el calentamiento global)” es una afirmación que refleja claramente su postura general, y tampoco es que se muestre muy pesimista con respecto al calentamiento global. Por supuesto, el petróleo es el recurso estrella. Los que se asustan por las advertencias alarmistas que afirman que los combustibles fósiles no pueden durar para siempre se preocupan de forma innecesaria, nos asegura. “Morris Adelman, un economista del MIT que fue importante durante el período de posguerra, sostuvo que no se agotaría ningún recurso natural, durante al menos milenios, porque los precios y la tecnología extenderían las reservas de una estructura geológica que es inmensa en comparación con la acción humana. La experiencia confirma este punto de vista”.
¿Sí? Pues suena ridículo. Y también suena como Julian Simon, a quien los devotos adoradores del capitalismo siempre tiran a los medioambientalistas, y quien, según creen ahora muchos economistas, ganó su famosa apuesta con Paul Ehrlich (sobre la posibilidad de que se produjera una grave escasez de recursos a raíz de un incremento de población mundial) gracias a un golpe de suerte. Es cierto que los precios del petróleo están muy bajos y que las reservas de petróleo registradas son muy elevadas, pero ¿significa eso que el gas y el petróleo son “inagotables en la escala de tiempo humana”?
Pues no necesariamente. En primer lugar, los números de las reservas no distinguen entre petróleo ligero y de otros tipos. El petróleo ligero es fácil de extraer, fácil de refinar y es comparativamente limpio. No queda una cantidad ilimitada de petróleo ligero, es más, no queda mucho. El petróleo pesado, el petróleo de esquisto bituminoso y las arenas bituminosas son otro tema. Por el momento, al menos, es difícil llegar hasta donde están, es difícil refinarlos y están bastante sucios.
Prosperidad fantasma
¿Cómo de convincente es el argumento de Easterbrook en general? Las estadísticas no mienten, pero los promedios pueden llevar a confusión. Puede que las ganancias del 20% más alto en la clasificación de distribución de ingresos hayan aumentado drásticamente, pero el porcentaje de crecimiento salarial de los que se encuentran en el 90% más bajo ha aumentado un 0,6% al año desde 1980, y el número de gente que se ha quedado sin trabajo ha alcanzado los niveles más altos de los últimos 40 años. El interior de Estados Unidos, que un día estuvo repleto de pequeñas ciudades pobladas de agricultores, artesanos, obreros, comerciantes y ministros, todos ellos independientes, hoy en día es una región fantasma, llena de megagranjas fuertemente endeudadas, en cuya colosal productividad (que se alimenta de enormes dosis de pesticidas y fertilizantes que fluyen río abajo del Mississippi y otros ríos hacia el golfo de México, y que han creado una zona muerta de 23.000 km2 o, lo que es lo mismo, del tamaño de Nueva Jersey) Easterbrook confía ciegamente. Los antiguos habitantes de esas pequeñas ciudades están suicidándose y volviéndose adictos a los opiáceos en cantidades nunca antes vistas. En un estudio reciente que llevó a cabo la Reserva Federal, un 40 % de estadounidenses adultos afirmaba que serían incapaces de reunir 400 dólares para cubrir una emergencia sanitaria, lo que supone un estado de precariedad que habría resultado catastrófico si los republicanos hubieran conservado la Cámara y hubieran derogado el Obamacare, dejando a decenas de millones de personas sin seguro de salud para cubrir al menos algunas de esas emergencias.
El interior de Estados Unidos hoy en día es una región fantasma, llena de megagranjas fuertemente endeudadas
Y mientras que Easterbrook se burla de la afirmación de Sanders de que “Los estadounidenses están siendo ‘envenenados’ con los contaminantes que produce la avaricia corporativa” (la esperanza de vida ha subido, bromea Easterbrook: “Si nuestros cuerpos está siendo envenenados, vivir durante más tiempo es una curiosa forma de demostrarlo”), la revista Time publicó el año pasado un estudio de Lancet que concluyó que se habían producido 155.000 muertes prematuras en Estados Unidos como consecuencia de la contaminación atmosférica. Los investigadores añadían que seguramente esa cifra era un cálculo subestimado, ya que no disponían de datos sobre muertes por exposición a los alteradores endocrinos, los agentes ignífugos, los pesticidas y otros contaminantes.
Con un pie en el precipicio
Luego está el fenómeno llamado “caer por un precipicio”, según el cual un nuevo material o técnica funciona a las mil maravillas durante una generación o dos e impulsa a todos los competidores de un sector, y luego comienza a tener consecuencias negativas o sencillamente deja de funcionar. La revolución verde, como se señaló antes, podría terminar siendo un buen ejemplo. Otro ejemplo podría ser la silvicultura de plantación, que ha fracasado en ocasiones porque el complejo sistema ecológico de apoyo que necesita un bosque sano se pierde en un bosque de explotación comercial. Y los precios del petróleo son tan volátiles, y las reservas tan hipotéticas, que es posible que también haya un precipicio, o al menos una gran piedra en el camino, en nuestro futuro.
Easterbrook escribe que quiere hacer que el optimismo sea “intelectualmente respetable otra vez” (la misma misión que emprendió con el anterior volumen que publicó en 2004, La paradoja del progreso); e insiste en que el optimismo no es pura complacencia. No necesariamente, no lo es. Pero el optimismo puede significar confianza en que los grandes problemas de la humanidad puedan resolverse, o puede significar confianza en que esos problemas puedan resolverse haciendo más o menos las mismas cosas que estamos haciendo ahora, con las mismas personas al mando. Easterbrook asegura continuamente a sus lectores que las “fuerzas del mercado” tienen todo bajo control. “Si se hubiese creado una agencia gubernamental para desarrollar sismología en tres dimensiones”, bromea, “la agencia habría construido edificios imponentes, habría contratado cientos de auxiliares administrativos asociados, presionado para obtener incrementos presupuestarios anuales y nunca habría producido nada de petróleo”. El eterno humor libertario. “La producción de gas y petróleo ha aumentado en Estados Unidos y en otros países sobre todo porque hubo iniciativas privadas que burlaron los lentos sistemas políticos plagados de clientelismo, quejas de intereses especiales y carentes de la más mínima comprensión de economía básica”. Tras esa labia hechicera sobre la suprema sabiduría de los mercados se encuentra un estado crónico de corrupción organizada. Las iniciativas gubernamentales nunca han conseguido competir con la empresa privada en Estados Unidos porque las empresas son las dueñas del gobierno. No comprender este hecho es carecer de la menor idea de cómo funciona la política en una democracia capitalista. Por otra parte, Easterbrook sí que se toma el cambio climático en serio y, ¡oh, sorpresa!, incluye un capítulo hacia el final en el que defiende la renta básica universal.
A pesar de su irregularidad ideológica, Es mejor de lo que parece es un libro útil porque pondrá a prueba el temple de los tecnoescépticos. Pero por encima de todo, supone un contundente recordatorio de que existen grandes fuerzas, con una tremenda inercia, con una inmensa experiencia acumulada y con ideas propias sobre cómo solucionar los principales problemas materiales del futuro: alimentación, salud, energía y transporte. Cualquier proyecto revolucionario que merezca la pena considerar tendrá que comenzar elaborando planes de transición detallados.
El futuro, calculado
Los planes detallados no son algo que interese a la celebridad futurista Yuval Noah Harari. Easterbrook es sincero, lógico y justo, mientras que Harari es caprichoso, imaginativo, atrevido y muy dado a escribir frases saltarinas y vertiginosas como la siguiente, con la que Easterbrook ni siquiera puede soñar: “A medida que la Inquisición española y el KGB dan paso a Google y Baidu, lo más probable es que se demuestre que el ‘libre albedrío’ no es más que un mito y el liberalismo pierda sus ventajas prácticas”. Harari, un enjuto historiador israelí, saltó a la fama con Sapiens (2014), una historia generalista de nuestra especie, y Homo Deus (2017), una mirada hacia el futuro de nuestra especie (o, posiblemente, ausencia de él). Ambos libros transmitían una cantidad considerable de información interesante, junto con numerosas ideas muy serias, y todo con un estilo desenfadado y despreocupado; y por eso han vendido, entre los dos, cerca de doce millones de copias. Con tantos lectores pendientes de cada una de sus palabras, ¿quién podría resistirse a la tentación de ofrecerles consejo o, más bien, como Harari prefiere describir su objetivo, “claridad”?
En El graduado, un astuto empresario le susurra al oído “¡plástico!” a Dustin Hoffman, y abre así una ventana al futuro. La visión de Harari también se puede resumir en una palabra mágica, que suena tan poco glamurosa como “plástico”, pero que está no menos cargada de futuro. Algún día (en algunos casos ya) cuidaremos de nuestra salud, gestionaremos nuestros negocios, libraremos nuestras guerras, elegiremos nuestros líderes, llevaremos a cabo nuestra investigación científica, formaremos nuestros gustos estéticos, impartiremos nuestra educación, administraremos nuestra psicoterapia, organizaremos nuestras amistades, planearemos nuestras vacaciones, limpiaremos nuestras casas, conduciremos nuestros coches y seleccionaremos nuestro entretenimiento hogareño por medio de… ¡algoritmos!
Los algoritmos (si necesitas una explicación, probablemente estés anclado en el siglo XX y deberías reiniciar de forma inmediata) son métodos generalizados para solucionar problemas. Existen algoritmos para realizar diagnósticos médicos, búsquedas en bases de datos jurídicas, jugar al ajedrez, cocinar una sopa de verduras y, el más famoso de todos, para realizar búsquedas en Google. Los algoritmos siempre han existido (había algoritmos para evitar a los depredadores de la sabana hace un millón de años), pero gracias a dos desarrollos trascendentales que han tenido lugar en el siglo XXI están preparados para apoderarse del mundo.
durante algún tiempo, por lo menos, solo los ricos podrán comprar poderes sobrehumanos e inmunidad frente al dolor y la muerte
El primero es la revolución biotecnológica. Las antiguas bases de datos sobre la unicidad del ser humano se están volviendo irrelevantes, a medida que los científicos continúan entendiendo cómo funciona un sistema interno y un órgano detrás de otro y, cada vez con mayor frecuencia, cómo arreglarlos y hasta sustituirlos. Nadie se opone a que la bioingeniería correctiva ayude a las víctimas de enfermedades o accidentes, pero como indica Harari, la tecnología no se detendrá ahí (ni en ningún punto) por sí sola. El perfeccionamiento, ya sea mediante mejoras corporales al por mayor o mediante ingeniería genética personalizada, es nuestro futuro predeterminado. Bueno, no “nuestro” futuro: durante algún tiempo, por lo menos, solo los ricos podrán comprar poderes sobrehumanos e inmunidad frente al dolor y la muerte. “Si no tenemos cuidado, los nietos de los magnates de Silicon Valley y los multimillonarios rusos podrían convertirse en una especie aparte que sea superior a los nietos de los hillbillys de los Apalaches y los aldeanos siberianos”.
La mente no importa
La revolución de las tecnologías de la información está avanzando de la mano de la revolución biotecnológica y es difícil decidir cuál de las dos es más preocupante. Una de las características de la primera es la miniaturización: cualquier móvil inteligente actual posee mayor potencia de cálculo que el módulo que aterrizó en la luna en 1969. Otra de sus características es el aprendizaje automático. Harari nos cuenta una anécdota enigmática. Google decidió desafiar al actual campeón de ajedrez electrónico, Stockfish 8, con un nuevo programa, AlphaZero. Stockfish era capaz de evaluar setenta millones de posiciones de ajedrez por segundo; AlphaZero era solo una milésima más rápido, pero incorporaba algunos nuevos principios de aprendizaje automático. AlphaZero no estaba programado con ninguna estrategia de ajedrez, ni tampoco con ninguna partida previa que analizar, solo le dijeron cuáles eran las reglas y le dieron cuatro horas para que aprendiera ajedrez por sí solo. AlphaZero barrió a Stockfish 28-0, con 72 empates. Que un equipo amateur ganara la liga profesional de fútbol (por goleada) habría sido menos sorprendente.
Harari distingue entre inteligencia y conciencia. Estamos acostumbrados a verlas en conjunto, pero puede que nunca haya máquinas con conciencia. Sin embargo, eso no significa que las inteligencias artificiales no aprendan a conocernos mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos o, en cualquier caso, lo suficientemente bien como para realizar la mayoría de los trabajos interpersonales que existen en el sector servicios, donde los trabajos que ha reemplazado la automatización han quedado por lo general relegados al pasado.
21 lecciones para el siglo XXI, a pesar de toda la brillantez de Harari, no excede de los límites morales de una charla TED
En ese caso, los humanos resultarán bastante innecesarios. Harari advierte con frecuencia a los lectores de que el problema político del futuro no será la opresión o la explotación, sino más bien la irrelevancia. Puede que la reorientación continua a cargo de las arcas públicas (la solución escandinava) no sea suficiente: habrá un montón de gente que no podrá aprender nada que una máquina no sepa hacer mejor y más barato. La solución humanitaria sería la renta básica universal o, en caso alternativo, unos servicios básicos universales gratuitos (educación, asistencia sanitaria, transporte, etc.). La solución inhumana (en la que sencillamente mueren innumerables personas superfluas, en su mayoría de países pobres) la evita Harari con esta patética broma: “¿Pero estarían también de acuerdo los votantes estadounidenses en que estos impuestos se dedicaran a asistir a personas desempleadas en lugares que Trump ha calificado de ‘países de mierda’? Si piensas que eso es así, lo mismo te daría pensar que Papá Noel y el conejo de Pascua solucionarán el problema”. Este es un ejemplo más (junto con su incapacidad en todo momento para recomendar, o incluso exponer, que la gente actúe en conjunto por motivos políticos) de por qué 21 lecciones para el siglo XXI, a pesar de toda la brillantez de Harari, no excede de los límites morales de una charla TED: nunca describas los crímenes de, ni exhortes a que la gente actúe contra, los poderes corporativos, financieros y gubernamentales establecidos, que son, al fin y al cabo, tan buenos amigos de las buenas personas que dirigen las charlas TED.
Eso no se puede hacer aquí
Dudo que alguna vez hayan invitado a Chris Hedges a dar una charla TED. Si le han invitado, estoy seguro de que alguien perdió su trabajo por hacerlo. Hedges es tan colérico y elocuente como Harari mordaz y moderno. Estados Unidos: la gira de despedida es la crónica de una decadencia, el retablo de una anomia, el retrato de un deterioro. Al igual que en sus otros libros, Hedges sale a la calle y encuentra gente desamparada o abandonada, cuenta lo que le dicen y utiliza su sufrimiento como base para dar un sermón político. En su libro, el elenco de personajes incluye a ludópatas, adictos, manifestantes antifa, supervivencialistas, presos y la ciudad de Scranton, en Pennsylvania.
Hedges tiene un don para dramatizar esos encuentros. Aparece una adicta/prostituta de Nueva Jersey, cuyas experiencias son casi demasiado dolorosas de escuchar. Asistimos a una escuela de San Francisco donde se enseña a los estudiantes que el abuso verbal puede hacerles sentir “empoderados”. Las actrices porno nos guían a través de las extraordinarias variedades de perversión sexual. Hedges acude a una “convención de preparacionistas” en Logan, Utah, donde algunos survivalistas como regaderas nos informan del aspecto físico de Jesús y María y nos explican la comida y armas que hay que aprovisionar para el fin de los tiempos. Algunos reclusos de Ohio y Alabama describen la imaginativa crueldad de la policía y los celadores y, lo que casi siempre es peor, su habitual servidumbre por deudas. Al principio me mostraba crítico con los interludios sermoneadores de Hedges, que a menudo son impactantes pero que con la misma frecuencia son demasiado largos, pero me di cuenta de que tienen una función adicional, además de informar y analizar, que simplemente es dar un respiro ante la dureza de sus retratos.
¿están las cosas mejorando o empeorando? Obviamente las dos: cosas diferentes para gente diferente en lugares diferentes
Mientras leía Estados Unidos me descubrí preguntándome: “¿Estamos hablando del mismo país que Gregg Easterbrook insiste en decir que nunca ha estado mejor?” El alcalde de Scranton, que antes era un centro de distribución de productos industriales, se lamenta: “Somos administración, educación y medicina, y si observas todas las ciudades, eso es lo que son. En realidad, ya no queda nada de industria en ningún lugar”. Y ¿qué pasa con la afirmación de Easterbrook de que la producción industrial en Estados Unidos está en su máximo histórico? “En casi todas las 19.000 municipalidades del país”, escribe Hedges, “una recaudación fiscal en decadencia o estancada, junto con unos costes cada vez más altos, han alcanzado proporciones críticas”. En Es mejor de lo que parece no había indicios de nada de esto. “Estados Unidos consume el 80 % de los opiáceos mundiales… Las sobredosis por opiáceos son la causa principal de fallecimientos en EE.UU. para las personas menores de 50… El número de muertes por sobredosis se ha cuadriplicado desde 1999”. El número de suicidios ha aumentado en un 30 % desde el inicio del siglo. Easterbrook no menciona la ofensiva de las empresas contra los sindicatos, mientras que Hedges cita a los economistas Anne Case y Angus Deaton (este último ganador de un premio Nobel): “Las estructuras tradicionales de asistencia social y económica se debilitaron poco a poco; ya no era posible que un hombre siguiera los pasos de su padre y de su abuelo en un trabajo manufacturero o que se hiciera miembro de un sindicato y comenzara a subir peldaños en la escala salarial… [El] derrumbe de la clase blanca y trabajadora con educación media tras el apogeo que experimentó durante la década de 1970 condujo a una variedad de ‘patologías’’… [y] estas fuerzas sociales cumulativas de acción lenta nos parecen candidatos plausibles para explicar el aumento de la morbilidad y mortalidad, y sobre todo el rol que desempeñan en los casos de suicidio”. Eso suena a país que está sufriendo, no uno que nunca estuvo en mejor forma.
Entonces, ¿están las cosas mejorando o empeorando? Obviamente las dos: cosas diferentes para gente diferente en lugares diferentes. Y ¿cuál es la mejor manera de responder a esta pregunta: recopilar estadísticas, invocar supuestos utópicos o distópicos de ciencia ficción o informar a fondo sobre la vida y sufrimiento de los individuos? Las tres. Habrá desencuentros políticos reales y con frecuencia encarnizados entre los defensores de cada uno de estos planteamientos, pero la presencia importante, y realmente dominante, en la política contemporánea estadounidense de plutócratas, irracionalistas y autoritarios, con sus respectivas visiones repulsivas del futuro, debería obligar al resto de nosotros a escucharnos los unos a los otros.
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George Scialabba es editor colaborador en The Baffler y autor de los libros Por la república y ¿Para qué sirven los intelectuales? Fue una institución de la Universidad de Harvard, donde trabajó como jefe de mantenimiento del Harvard’s Center for Government and International Studies y se graduó gracias a una beca social. En 2015, Scialabba se jubiló y fue homenajeado por Noam Chomsky, Barbara Ehrenreich y Thomas Frank, entre otros.
Traducción de Álvaro San José.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
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George Scialabba (The Baffler)
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