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Una imagen de las actrices de GLOW.
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Fue Joyce Carol Oates quien concluyó el mejor libro que yo haya leído jamás sobre boxeo (y he leído unos cuantos) con una sentencia inapelable: “El boxeo es el teatro trágico de los Estados Unidos de América”. Si cambiamos la tragedia por la comedia, creo que no habría ningún problema en extrapolar la frase de Oates a la lucha libre y decir que el gran teatro cómico de los Estados Unidos es el wrestling. O al menos lo fue durante décadas, cuando docenas de miles de espectadores abarrotaban los estadios y millones se agolpaban ante el televisor para ver a sus ídolos darse mamporros y pegarse batacazos tremendos. Ante el griterío ensordecedor de la multitud se representaba la lucha eterna entre el bien y el mal en clave de pantomima, aunque todavía a finales de los ochenta muchos norteamericanos se tomaban las peleas en serio, a juzgar por lo que dijo el dueño de la World Wrestling Entertainment, Vincent McMahon, cuando reconoció que los combates estaban amañados.
En 1986, a la sombra de la WWE, nació GLOW (siglas de Gorgeous Ladies of Wrestling), un modesto espectáculo de luchadoras que acentuaba aún más si cabe los aspectos estrafalarios del original masculino. El programa alcanzó cierta fama en la televisión estadounidense y hasta llegó a emitirse en España, pero nadie podía sospechar que iba a servir de base para la magnífica teleserie homónima en la plataforma Netflix. Dos guionistas, Liz Flahive y Carly Mensch, unieron sus fuerzas a Jenji Kohan, productora de Orange is the New Black, para crear una comedia con tintes dramáticos que diversos comentaristas no han dudado en señalar como un ingenioso y original discurso de reivindicación feminista.
Motivos no faltan, desde la abrumadora presencia de su elenco femenino hasta la complejidad de los personajes que interpretan, a años luz de las chicas de Sexo en Nueva York, Mujeres desesperadas y otras teleseries por el estilo. Frente a los caracteres planos y los conflictos de pareja habituales en esos productos supuestamente feministas, GLOW se caracteriza por mostrar a un grupo de jovencitas (actrices en paro la mayor parte de ellas) que se ayudan unas a otras dentro y fuera del trabajo, que muestran sin sonrojo sus virtudes y defectos, y que luchan por imponer su personalidad más allá de los burdos estereotipos en los que las han encasillado. De hecho, uno de los rasgos más sorprendentes de GLOW es el modo en que utiliza el humor para luchar contra esos estereotipos, no sólo de género sino también raciales, culturales y clasistas. Cuando Sam Sylvia, el fracasado director de cine al frente del tinglado (interpretado con magnífica solvencia por Marc Maron), quiere romper la relación que mantiene con una de las chicas, bastante más joven que él, ve con estupor no sólo cómo ella se le adelanta sino cómo elabora un diagnóstico bastante perspicaz de su lamentable historial de fracasos amorosos.
Mención especial merecen las dos protagonistas, Alison Brie y Betty Gilpin, quienes consiguen más o menos reanudar su amistad –rota por el adulterio cometido por el marido de una de ellas con la otra– gracias a la mascarada que sostienen sobre el cuadrilátero: una versión de la guerra fría con una malvada luchadora soviética enfrentada a una ingenua y explosiva rubia estadounidense. GLOW no sólo está en perfecta sintonía con las reivindicaciones feministas del momento sino que muestra cómo 14 mujeres de diversas razas y extracciones sociales pueden ser inteligentes, fascinantes, competitivas y solidarias al tiempo que van pisoteando tópicos y estereotipos.
Fue Joyce Carol Oates quien concluyó el mejor libro que yo haya leído jamás sobre boxeo (y he leído unos cuantos) con una sentencia inapelable: “El boxeo es el teatro trágico de los Estados Unidos de América”. Si cambiamos la tragedia por la comedia, creo que no habría ningún problema en extrapolar la frase de...
Autor >
David Torres
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