TRIBUNA
Mujeres del mundo, ¡uníos!
La alianza entre el patriarcado de siempre y el capitalismo neoliberal desactiva la comprensión sistémica del mundo y de las relaciones sociales y convierte los deseos individuales en derecho a consumir, sacralizando la libertad de elección
Silvia Carrasco 27/03/2019
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Escribí este tuit en la víspera del #8M2019 aunque pareciera de otro tiempo, inspirándome en aquel mensaje original de Flora Tristán de 1840 dirigido a los obreros, en homenaje a su lucha indisociable, y a la de tantas otras, por la emancipación de la clase trabajadora y de las mujeres, porque es de total actualidad.
MUJERES DEL MUNDO, ¡UNÍOS! Rechacemos los cantos de sirena de nacionalismos y religiones que dividieron a la clase obrera, derribemos los falsos muros de las agendas que nos quieren enfrentar, que solo sirven a la alianza capitalismo+patriarcado.
#8M #feminismoobarbarie apelaba a un despertar ideológico que es ahora plenamente vigente porque nos enfrentamos a una profunda guerra cultural. Las guerras culturales son las más potentes de todas. A causa de sus ataques, dejamos de percibir la realidad desde la experiencia –aunque siempre esté mediada por la cultura-– interpretando nuestros desajustes y malestares a partir de relatos grandilocuentes y seductores que aparentemente lo explican todo y nos suman a la multitud. Relatos diseñados para neutralizar nuestra capacidad de transformación cultural desde la base. Porque estamos ante el rearme, la reacción, la resaca de la cuarta ola del feminismo. La que reclama hechos más allá de la igualdad formal, la que recuerda que los derechos de las mujeres son derechos humanos y exige que las instituciones de todos los niveles se enfrenten seriamente a la discriminación en el mundo. La que advierte que no vamos a dar ni un solo paso atrás en el camino recorrido cuando vemos crecer el fascismo, con su orden desigual y sus muros identitarios. Excelentes pensadoras e investigadoras lo vienen explicando muy bien: se trata de la alianza entre el patriarcado de siempre y el capitalismo neoliberal, que desactiva la comprensión sistémica del mundo y de las relaciones sociales, convirtiendo los deseos individuales en derecho a consumir todo lo que se ponga por delante y sacralizando la libertad de elección. Todo, de lo material a lo simbólico, expuesto en las vallas publicitarias que nos invaden desde las más variadas tecnologías.
Algunas consecuencias están siendo terribles. Aunque se proclame, a menudo se pervierte y se lanza a la basura el lema ilustrado Libertad, Igualdad y Fraternidad, actualizado por Rosa Luxemburgo cuando reclamaba igualdad para vivir, diversidad para convivir y una idea radical de libertad, medida por la libertad de los disidentes. Pero ahora más que nunca, es imprescindible recordar que ni la diversidad ni la libertad de cada persona pueden desigualar a nadie. Y que nuestro bagaje cultural como humanidad, con aciertos y errores en los muchos mundos creados, es la evidencia indeleble de que otros mundos son posibles pero que depende de la acción colectiva que los nuevos sean mejores. La acción colectiva requiere de sujetos políticos, y en esta guerra cultural, además de las ideas clave que fundamentaron la lucha por la emancipación, se está intentando triturar a los sujetos políticos clave desde los que hacer frente al capitalismo y al patriarcado, como posiciones privilegiadas de análisis y sus instrumentos: la clase obrera y los sindicatos, las mujeres y el feminismo.
La penetración cultural del neoliberalismo se disfrazó de novedad y poseyó a la izquierda, pillada por sorpresa mientras se zafaba del desastre post/soviético, en pleno atraco globalizador desde los ochenta. Ante ello, la indignación surgida de la última crisis y sus secuelas no son más que inofensivas pataletas si sucumbe al adanismo irreflexivo y se autodestruye, al tiempo que remata la desintegración de las viejas organizaciones en lugar de mejorarlas. Y aprovechando el tirón del individualismo y la insolidaridad que surge de la escasez continuada, estamos viendo ahora cómo los viejos nacionalismos carroñeros se apropian de todas las consignas, reescribiendo las genealogías de la lucha antifascista y emancipadora a mayor gloria de sí mismos. Ahí tienen a la burguesía catalana colaboracionista atribuyéndose el antifranquismo, o a las otras derechas defendiendo una idea de modernidad digna de la pesadilla de Metrópolis y pactando con los cavernarios.
Primero dictaminaron la desaparición de la clase obrera, provocando una imprudente alegría entre aquellos que así creían confirmar en sus imaginarios su nueva pertenencia a la clase media, distinguiéndose por la vía del endeudamiento, fundamentalmente hipotecario, de los inequívocos rasgos de la subalternidad: lo público y lo colectivo como estigmas despreciables de unas vidas anteriores austeras y esforzadas, aparentemente solidarias por necesidad más que por inclinación. A la vista de todos, ya no hicieron falta las camisas pardas, azules o negras para imponer las condiciones del capital sobre el trabajo.
Pasaron después al feminismo, el movimiento e ideología transversal de lucha por la igualdad protagonizado por las mujeres como sujeto político, más fuerte que nunca y por ello atacado desde todos los frentes. Ahí se aplican, intentando disfrazar de supuesta pluralidad democrática lo que es fragmentación política en toda regla para debilitar al adversario. Lamentablemente, se han apuntado ya algunos éxitos. Unos acuñan y empuñan la palabra feminazi; hay quien rebusca en libros sagrados escritos por hombres certezas antiguas compatibles con la emancipación, libros a menudo invocados en las guerras que se libran desde siempre en los cuerpos de las mujeres –escribo esto mientras condenan a la abogada Nasrin Sotoudeh a 33 años de cárcel y 148 latigazos. Y aun otras y otros blanquean a una parte del patriarcado neoliberal añadiéndole el sufijo “hetero”, como si un homo-patriarcado fuera aceptable. Además, gana terreno el plural en femenino o neutro en boca de todos, con el que desaparecemos nosotras y nuestras palabras. Como si la desigualdad derivada del régimen de género hegemónico desapareciera borrando el género y no la desigualdad. Como si la deshumanización, dominación y explotación mundial de las mujeres por el hecho de serlo dependiera de cómo se identifican o se sienten –paradójicamente, sin pensar a las mujeres como seres más allá de lo sexual, que está en la raíz de la objetificación de la que nos emancipa el feminismo. Los señores de la guerra cultural tienen todos los medios, incluidos, como siempre en la historia, una parte importante de las propias víctimas. Ya lo advirtió Simone de Beauvoir.
Pero el feminismo es más fuerte. Desde los marcos sociales y filosóficos de cada momento, ha empujado todos los límites y se ha hecho más profundo incorporando la complejidad de todas las voces y las vidas. De México a la India, de Filipinas a Israel, de Turquía a Argentina, de Brasil a Indonesia, de Nigeria a Marruecos. Es ilustrado, porque investiga, analiza y explica el origen de nuestra desigualdad y sus máscaras clasistas y etnocéntricas. Es popular y diverso, porque hunde sus raíces en las experiencias de todas y cada una de las mujeres que somos y que nos han precedido. Es revolucionario, porque además de pensar el mundo de otra manera quiere transformarlo. Es global, porque su horizonte es la posibilidad de una vida digna en esta tierra para todas y todos. Finalmente, es fácil de comprender: luchamos contra la mercantilización de la vida en todas sus formas. Contra la violencia sexual, económica y simbólica. Contra el consumo de seres humanos por la vía de la explotación sexual y reproductiva. Contra un modelo de sexualidad masculina que propone la agresión y el dolor como transgresión hedonista, incompatible con la socialización en el respeto y la igualdad entre mujeres y hombres. Contra el androcentrismo, que toma al hombre como medida de todas las cosas y se presenta truculentamente como paradigma de las aspiraciones de igualdad de las mujeres, algo que no ocurre jamás a la inversa.
Nuestro mundo se deshace, literalmente, a manos de un insaciable modo de producción extractivo en beneficio ilimitado de unos pocos, y nos encontramos a las puertas del abismo como humanidad. Una verdad inapelable del ecofeminismo, con Vandana Shiva a la cabeza recordando que el feminismo debe acabar con el capitalismo, con Berta Cáceres asesinada por intentar hacerlo, plantándole cara a la depredación... Si fuera inútil, ¡nadie se molestaría en atacar al feminismo y a las feministas! Seamos consecuentes, todos deberíamos ser feministas, como reclama Chimamanda Ngozi Adichie, como defiende con su vida Malala Youzafzai.
Esta es una elección ideológica, sí. Un relato alternativo del mundo y del futuro, pero viene de lejos. En él se reconocen las mujeres de todas partes que se mueven contra las barreras, los muros y las fronteras. Y también muchos hombres. Este #8M2019, por Clara Campoamor y por mi madre, obrera y feminista, que nunca dejó de votar en unas elecciones cuando pudo, ni de decir lo que pensaba aunque incomodara, quise gritar: Mujeres del mundo, ¡Uníos! Y no voy a dejar de hacerlo. Esta guerra, la vamos a ganar.
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Silvia Carrasco es profesora del Departament d’Antropologia Social i cultural y miembro del EMIGRA-Centre d’Estudis i Ricerca en Migracions de la Universitat Autónoma de Barcelona.
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