
Rafael Sánchez Ferlosio y Agustín García Calvo.
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Agustín se fue a Sevilla, acompañado por Juaco, el mayor de sus cuatro hijos, a tomar posesión de las cátedras de Latín y Griego en la universidad, pasadas las Navidades de 1958, y no volvería a Zamora hasta las vacaciones de Semana Santa. Antes de marcharse nos animó a los antiguos alumnos suyos del instituto, y algunos también actores del grupo de teatro que había formado para llevar Macbeth y obras de Lorca por los pueblos, y que íbamos a conversar con él a la llamada –y, para nosotros, ya hasta siempre– la Finca, para que hiciésemos teatro leído; y, con esa finalidad, estuvimos ensayando Nuestra Natacha,de Alejandro Casona, una obra que a Agustín, no me explico bien por qué, le gustaba mucho. A mí me asignaron el papel del oso que canta (y que, como yo de cantar menos que nada, recitaba): “La luna de Roncesvalles / lava el pañuelo en la fuente, / lo lava en el agua clara, / lo tiende en la rama verde”.
Después de haberse marchado, la leímos en el salón de actos de un organismo de los sindicatos verticales (como si todas las organizaciones no lo fuesen), Educación y Descanso. Y bien porque no hubiese diversiones en Zamora después de las Navidades, o porque hiciese mucho frío y nuestro espectáculo era gratis, o porque asistieron todos nuestros conocidos y familiares, unos para burlarse y otros para aplaudir, lo cierto es que el salón estaba a rebosar –si bien es verdad que su aforo no era para asistencia de multitudes. En primera fila Josefina y todos los amigos de Agustín residentes en Zamora: Santiago (que encantaría a Rafael, cuando lo conoció más tarde, por su manera declamatoria de hablar), Rafael y su entonces novia, Adela o Adelita, y Eduardo, que no dejaba de observar a Josefina, de la que estaba secretamente enamorado. Todos ellos para darnos ánimos. La lectura fue un éxito y, al día siguiente, El Correo de Zamora dedicaba una crónica al acontecimiento, valorándolo como muestra de las sanas inquietudes de los jóvenes zamoranos. Así de despistados estaban.
Agustín nos había dejado una traducción muy retocada de la Prostituta respetuosa de Sartre (de la que tal vez David, el listo de nuestra pandilla, había sido el primer traductor); mas, como con semejante título y el nombre de su autor en el Gobierno Civil nunca nos habrían dado la autorización para una lectura pública, Agustín los había sustituido: el título por no me acuerdo cuál (Sabela, su hija, seguramente lo sabrá y se lo preguntaré), y el nombre del autor por el de un amigo suyo, un tal Austin, si no recuerdo mal, al que se suponía profesor nada menos que en Australia.
Normalmente se presentaba una copia de la obra a leer en una oficina del Gobierno Civil –al que nosotros entraríamos por ese motivo por primera vez– y un par de días después te daban el visto bueno. Pero, en esa ocasión, nos dijeron que el secretario del Gobernador nos quería ver y nos dieron cita para un día y una hora determinados. Nosotros, que nunca nos habíamos visto en otra, fuimos a consultar a Santiago, por ser abogado, quien nos aconsejó que dijéramos que nos la había dejado Agustín y que el autor era un condiscípulo suyo, profesor de castellano, sin desviarnos de ese guión. Que fue lo que hicimos, si bien temblando. El secretario, un tal Nafría, con pinta de cínico epicúreo, nos recibió en su despacho, sentado bajo un gran retrato de Franco, dándonos la impresión de que sospechaba que todo era un engaño, pero que desconocía que el verdadero autor era Sartre. Nos hizo unas cuantas preguntas capciosas, pero nosotros no nos salimos del guion que nos había trazado Santiago; y, finalmente, autorizó la lectura, aunque dejando bien claro que no se chupaba el dedo.
No obstante, lo que el poder real había autorizado lo impediría la sociedad civil, que diría un cursi, pues no encontramos ninguna amiga que se atreviera a leer el papel de prostituta. Conque nos pasamos a los “jóvenes” autores nacionales, que habían fundado un grupo denominado Teatro Nuevo, en el que estaban Alfonso Paso, Alfonso Sastre, Medardo Fraile y otros; protegidos, según cuenta el propio Medardo en sus memorias, al menos en sus comienzos, por la mujer de Franco y su hija Carmencita.
lo que el poder real había autorizado lo impediría la sociedad civil, que diría un cursi, pues no encontramos ninguna amiga que se atreviera a leer el papel de prostituta
Para entonces, ya no contábamos con el salón de actos de Educación y Descanso, por tenerlo ocupado sus propietarios con sus actividades, pero nos dejaron otro más pequeño, en la calle Santa Clara, al lado del Casino, en un tercer o cuarto piso al que se llegaba por unas escaleras empinadas (de lo que los mal pensados dedujeron que era para poner dificultades a los posibles asistentes) y de un aforo muy reducido: unas cincuenta personas, con la particularidad de que parecía un aula, con los asientos en semicírculo y en escalera, por lo que no sé a quién, seguramente a Santiago o a Eduardo, se les ocurrió que nos permitiría abrir un coloquio al finalizar la lectura.
Lo que fue nuestra perdición. Pues leyendo una obrita, creo que de Sastre, y de un argumento cuasi religioso, en la que yo leía un papel de cura o algo así, al acabar la lectura e iniciarse el coloquio, un antiguo miembro de la pandilla, que se había separado de nosotros tras hacer unos cursillos de Cristiandad, me preguntó lo que opinaba de Dios. Y yo, que por entonces me había convertido en un entusiasta de Dostoievski, le contesté chulescamente que no era santo de mi devoción. Y fue decirlo y la sala vaciarse, hasta que sólo quedamos los amigos y el cabronazo que me había hecho la pregunta para que picara.
Como fuere, nos marchamos para casa temiéndonos alguna intervención de las autoridades. Y, por la tarde, durante el paseo por Santa Clara, imaginándonos que todo el mundo nos miraba y señalaba. Pero lo único que ocurrió fue que, al día siguiente, el periódico del Obispado nos dedicó una columna en la que se aludía a unos jóvenes descreídos que paseaban hasta altas horas de la noche protegiéndose en la oscuridad para quién sabe qué actividades deshonestas. Lo cual nos causó un poco de miedo, pero al mismo tiempo nos sentimos fatuamente superiores a nuestros convecinos. Eso sí, tuvimos que olvidarnos de las lecturas por falta de local.
Lo que no tengo claro es quiénes formábamos el grupo que leía las obras. Yo, por supuesto –ya que, al volver de París, me había parecido una obligación dejar los estudios y ponerme a trabajar con mi padre, acompañándole en sus visitas a los veterinarios de los pueblos, en tanto que aprendía a conducir para, llegado el momento, sustituirle–. Es decir, que de no haber surgido un imprevisto, mi vida, probablemente, habría sido la de un agente comercial, que se habría casado con la hija única de un veterinario muy amigo de mi padre, y que tal vez habría militado en el partido socialista, en una cuasi consentida clandestinidad, atraído por Santiago, y hoy sería un senador jubilado. Pero esa es la historia que no germinó por una intervención imprevista de Agustín, que en alguna otra ocasión referiré.
Como la mayoría de los amigos de la pandilla estudiaban sus carreras universitarias fuera de Zamora, conmigo leerían los que se habían pasado, en cuarto, al magisterio. Es decir, Manolo, Balito y Julio, más Enrique, que trabajaba en el Instituto Nacional de Estadística para pagarse los estudios de Económicas y que a punto estuvo de tener un disgusto por su sinceridad o su ingenuidad. Ya que, habiendo sido elegido para la recogida de datos con los que se iba a elaborar, en la Delegación Provincial de Estadística en la que trabajaba, el primer informe oficial, según creo, sobre la situación socio económica de la provincia, le tocó hacerlo en Puebla de Sanabria, donde, al parecer, cenando en una taberna, se le escapó algún comentario imprudente sobre el régimen, sin apercibirse que a su lado había dos guardias civiles de paisano, quienes le detuvieron en el acto y se lo llevaron al cuartelillo para interrogarlo. Salvándose de ser expulsado del Instituto de Estadística –y acaso juzgado– gracias a la protección de su jefe, de cuyo nombre lamentablemente no consigo acordarme –tal vez un no sé cuántos Bedate–, y que tenía un pie defectuoso, calzado con una bota más pequeña que la otra y andando con bastón. No obstante, las autoridades exigieron, para no procesarle, que fuese trasladado a otra ciudad, y nos quedamos sin su colaboración teatral.
En esas estábamos cuando, una mañana, días antes del inicio de la Semana Santa, nos encontramos a Josefina, o ella había venido a buscarnos, y nos informó de que Agustín llegaba al anochecer en el tren de Madrid y que vendría a la tertulia que hacíamos después de cenar en la cafetería Viher, en la calle Santa Clara. Y puesto que ya habían vuelto todos los amigos de sus respectivas universidades –también Félix, entonces juez en Roa–, aquella noche la tertulia estuvo al completo para recibir a Agustín.
A eso de las diez y media o las once, Agustín apareció en compañía de Josefina y de un desconocido, que resultó ser Rafael Sánchez Ferlosio, del que habíamos oído hablar a Agustín, quien nos había recomendado la lectura de El Jarama, lo que, por cierto, no hicimos, puesto que por aquellas fechas a nosotros no nos atraían los autores españoles. A Josep Pla, por ejemplo, que se contaría entre mis preferidos cuando estudiara filosofía en Madrid, y del que habíamos sabido de su existencia ya en Zamora, porque uno de la pandilla, Julio Temprano, compraba todas las semanas el semanario Destino en el kiosco de periódicos que había cerca de la Plaza Mayor, para que su padre leyera su colaboración semanal en la revista, en ningún momento se nos ocurría ni ojearlo. Lo mismo con El Jarama.
De lo que se hablase en la tertulia del Viher sólo recuerdo que Rafael estuvo escuchando y sonsacando a Josefina –que era una excelente narradora– historias de la brujería en Sayago, de las que siempre he tenido la impresión que ella se las creía, lo mismo que las facultades curativas de los mejunjes de los curanderos, pues, años más tarde, me tiré, con ella y con Paco, su compañero de entonces, un viaje de por lo menos dos horas la ida y otras tantas la vuelta, más un buen rato de pie en la ladera de una colina, en Sanabria, casi en los límites con Portugal, esperando que volviese un curandero que había subido a las cumbres a por unas hierbas milagrosas y que, a la bajada, revolvió en unos calderos de agua de los que, a continuación, fue dando a beber en un mismo vaso a quienes se acercaban, a cambio de la voluntad. Igualmente, unos veranos antes, los amigos, sin importarnos el calor, la estuvimos acompañando por las tardes, descalza ella, durante una semana, hasta el Cristo de Morales, a unos tres o cuatro kilómetro de Zamora, a encender un vela para obtener no se qué.
Agustín y Josefina abandonaron la tertulia pronto, quedándose con nosotros Rafael. Posteriormente, viendo que no dejaba de preguntar a Agustín sobre temas gramaticales, hubo alguno que comentó que se habían ido antes para que no se les metiera en el dormitorio, preguntando por algún latinajo. El puesto de narrador, creo recordar, lo ocupó Félix, no sólo por ser el mayor y el más atrevido de entre nosotros, sino por tener historias que contar del juzgado y hacerlo con mucha ironía, lo que a nosotros nos divertía y yo diría que también a Rafael.
decir que Rafael era un entusiasta de algo es tanto como afirmar que lo sabía todo de eso mismo, o casi
A eso de las doce, cuando empezaron, como siempre, a apagar las luces del salón, nosotros iniciamos nuestro habitual paseo nocturno, echando a andar hasta el cuartel del final de la Avenida y a veces hasta el Alto de los Curas, volviendo hasta Viriato o incluso la catedral, antes de retirarnos a dormir, según un estilo que Carmiña, en algunos de sus recuerdos, califica del de los amigos de Zamora, que consistía, según ella, en ir caminando en fila, de una acera a la otra, los que hablaban y discutían en el centro, hacia el que se movían los que se preparaban para participar, desplazando a quienes lo tenían ocupado. No obstante, aunque bien que me gustaría acordarme de lo que hablamos aquella noche con Rafael, esas son de las palabras que se lleva el viento.
Al día siguiente, cuando paseábamos a mediodía por Santa Clara, aparecieron Josefina, Agustín y Rafael, y todos juntos nos fuimos a una taberna, en una de las callejas próximas a la iglesia de San Juan, que había abierto un sanabrés y donde servían unas raciones de pulpo con patatas cocidas y pimentón que ahora me tienen prohibidas los médicos, pero que entonces a todos, Rafael incluido, nos supieron a gloria. Y fue mientras comíamos y bebíamos y no sé si alguien se echaba una copla, cuando Agustín propuso alquilar una furgoneta para, después de comer, irnos a visitar el pueblo de Moreruela, de donde era originaria su familia, y en cuyas proximidades estaban las ruinas del monasterio del mismo nombre, o al contrario. La proximidad de uno y otro le permitían a Agustín presentarse a veces, yo no diría que de broma, como consecuencia de las relaciones ilícitas entre monjes del monasterio y mozas del pueblo.
Bromas aparte, y decidida la excursión, algunos de nosotros, con Josefina, Agustín y Rafael, en una furgoneta alquilada, nos dirigimos, después de comer, a la Granja de Moreruela, donde nos paramos unos minutos para que Agustín saludara a sus familiares, quienes nos invitaron a la más diminuta copa de anís que he bebido en mi vida.
Desde el bar, donde era imposible emborracharse, nos dirigimos andando hacia las ruinas del monasterio cisterciense de Santa María de Moreruela, como a unos cuatro kilómetros del pueblo, por una pradera cruzada por un riachuelo y cigüeñas revoloteando sobre nuestras cabezas. A todos nos entusiasmó lo que quedaba del edificio, más aún a Rafael, quien, como sabría después, era un entusiasta de la arquitectura. Y decir que Rafael era un entusiasta de algo es tanto como afirmar que lo sabía todo de eso mismo, o casi.
En fin, a lo que íbamos y por lo que no se me ha olvidado aquella excursión. Después de recorrer todos los rincones del monasterio, con los comentarios de Rafael señalándonos detalles que nos habrían pasado desapercibidos sin sus indicaciones, de repente se subió a una piedras y, desde ellas, a lo que quedaba de uno de los muros de la iglesia, donde se sentó, abrió el bolsón de cuero que no abandonaba, y donde llevaba sus cuadernos, en los que apuntaba lo que hablaba de gramática con Agustín, y, sacando un libro en italiano, de pastas rojas, leyó el título: Minima Moralia, y el nombre del autor, Theodor Adorno, que yo al menos, pero diría que todos, oía por primera vez, y del que nos tradujo, como la cosa más natural del mundo, unas páginas acerca de las desgracias que les suelen sobrevenir a las mujeres hermosas, lo que nos dejó a todos con la boca cerrada durante la vuelta al pueblo.
Los tres jóvenes formaban parte de un grupo pacifista que se oponía a la instalación de misiles de la OTAN y se manifestaban bajo el lema “Antes rojos que muertos”
Ese mismo día, ya por la noche, cuando esperábamos a Agustín y Rafael en el café Lisboa, puesto que Josefina se había quedado en casa por sentirse cansada, aparecieron los dos con unos desconocidos, tres jóvenes alemanes a los que había enviado un amigo íntimo de Agustín, José Luis Rúa, al que nosotros conoceríamos uno o dos años después, anarquista de pura cepa, estoico si los hay, licenciado en Clásicas, con un víctor en la catedral de Salamanca, donde había sido un tiempo ayudante de Tovar, pero que entonces daba clases particulares en Gijón y ayudaba a su madre en un puesto de verduras en el mercado.
Los tres jóvenes formaban parte de un grupo pacifista que se oponía a la instalación de misiles de la OTAN en Europa y que se manifestaban bajo el lema “Antes rojos que muertos”, que a nosotros, como nos pillaba lejos, no nos llamó mucho la atención. Sí, en cambio, su exposición de la teoría marxista, concretamente lo de la estructura y la superestructura, que ya me gustaría saber a cuento de qué apareció en la conversación, acaso por la celebración de la Semana Santa. En cualquier caso, tanto Rafael como Agustín, sobre todo Agustín, empezaron a poner en cuestión ese vínculo y la misma distinción, con tantas disquisiciones que los todavía en pañales nos perdimos. ¡Y menos mal que llegó la hora de ver la procesión!
Rafael se volvió para Madrid al día siguiente, en uno de esos trenes que le gustaban porque eran lentos y había que hacer transbordos. En este caso, paraba en Medina del Campo y había que esperar un par de horas o más, lo que le permitía incluso echar un ojeada al castillo de la Mota, para montarse luego en otro tren que le llevara a Madrid.
Y mira tú por donde, eso me trae a la memoria el vacío existencial entre la llegada de Agustín a Madrid desde Sevilla, a eso de las diez y media o las once, y las seis o siete horas que tenía que esperar para coger el tren hacia Zamora, a pasar las vacaciones. Y en ese momento de no saber qué hacer, se le habría ocurrido llamar a su amiga y condiscípula en la facultad de Letras de Salamanca, Carmiña para los amigos, quien lo invitó a llegarse a la casa de Doctor Esquerdo, donde años después yo me pasaría muchísimas horas olvidado de mis deberes en la universidad. Fue allí donde Rafael encontró la mina de oro, en cuerpo presente, para proseguir sus ya iniciadas investigaciones sobre el lenguaje a resultas de su minuciosa lectura de la Teoría del lenguaje de Bühler. Y como una mina no se debe abandonar sin agotarla, Rafael cargó con su ligero equipaje y se fue para Zamora con Agustín.
No recuerdo que volviese a Zamora aquel verano. Lo volvería a tratar ya estudiando en Sevilla; es decir, aproximadamente un año después. En cualquier caso, eso es ya otra historia, con dos personajes de leyenda, Isauro y Vara.
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Autor >
Eugenio Gallego
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