Cinco notas sobre Juan Marsé
A propósito de una relectura de algunas de las novelas de Juan Marsé, el autor reflexiona sobre algunos rasgos particulares del novelista
G. T. 27/04/2018
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1. Marsé es un novelista lenticular. Como esas pinturas que según el ángulo y la distancia desde las que se observan pueden lucir como una señora que nos da la espalda mientras contempla el mar o la cara barbada de Lincoln, la imagen de su narrativa se altera según la posición que adoptamos como lectores. Rodeado por la prosa de los setenta, tan entregada a la sustancia del estilo (Benet, Ferlosio, los Goytisolo) como despreocupada por el avance de la trama, Marsé se le figura al ojo un narrador clásico. Si lo leemos rodeado por el “estilo internacional” de nuestro tiempo, que tantas veces parece aspirar a resolverse en un guión, las suyas son páginas de una nutritiva densidad, muy capaces de desentenderse del argumento.
2. Leer una novela de la que se ha oído hablar tanto como en el caso de Últimas tardes con Teresa (1966) implica el borrado de la imagen que uno se ha hecho “de oídas” (o “de leídas”). Leer novelas, perder novelas. En mi simulacro, Últimas tardes... venía a ser algo así como un ajuste de cuentas del mundo charnego con el pijerío catalán. Un oscuro muchacho que asalta torres para desvalijar princesitas rubias. Ni hablar. Parte de la grandeza de la novela está en la capacidad de describir los dos mundos respetando sus respectivas cargas de atractivo, y sus privativos lastres de sordidez y de insustancialidad. Pero donde más alto vuelan estas tardes es en la batalla que libran sus protagonistas para sustraerse de las expectativas que el “medio” ha reservado para ellos y que se superpone (de manera muy emocionante) al esfuerzo de Marsé por complicar los tópicos (el anhelo del Pijoparte por refinarse, la voluntad de Teresa de salirse del carril; pequeños pasos, encapsulados en un verano que terminará aislado del conjunto de su vida, pero tan inmensos para ellos) con cuidado casi quirúrgico de no desfigurarles con el ácido del idealismo. La insólita ternura que desprende el libro procede (quizás) de tantos pasos en falso dados con la mejor de las voluntades.
3. La novela es un medio para escenificar lo difícil que es desprenderse de un marco (social, político, económico, sexual) que paradójicamente, por mucho que intentemos someternos a él, tampoco logrará nunca contenernos por completo.
4. El humor se dice de muchas maneras: ironía, sarcasmo, parodia, sátira… La oscura historia de la prima Montse (1970) es una novela bañada de sarcasmo; con episodios paródicos (la nouvelle incrustada sobre los colorines: campamentos para convertir al catolicismo elementos humanos con la fe dispersa o ausente) sustentados en la recreación (precisa y gozosa) de su propio lenguaje (aquí Marsé recuerda al implacable Joyce del Retrato del artista adoslescente). Pero basta leer los desganados y divertidísimos cuentos de Marsé para darse cuenta de hasta qué punto su talento se inclinaba hacia la sátira, la forma inferior de humor novelístico, pues siempre está dispuesta a darnos la razón, acorralar al adversario, y cegar la comprensión. La batalla de Marsé para embridar la sátira debió de ser formidable. Porque lo que los lectores encontramos en Últimas tardes... o en La oscura historia... es un humor transformado en ironía, la forma superior del humor, que tanto contribuye a la comprensión distante de lo que una novela pone en juego. Bajo la luz de la sátira o el sarcasmo la imagen de Montse se hubiese abrasado, sería una figura sin valor.
5. La dictadura franquista plantea un problema técnico fascinante a los narradores: si embellecen su época, incurren en una doble inmoralidad: histórica y artística (las buenas novelas no dicen mentiras); si retratan fielmente la época corren el riesgo de quedar atrapadas en una cajita de sordidez. Cada novelista plantea su propia solución, pero ninguna es tan imaginativa como la de Marsé: las aventis. Historias fantásticas (de contornos juveniles) que se superponen a los hechos muertos para sustituirlos por el rumor de las palabras, siempre vivas y cambiantes. Al fin y al cabo, un episodio se vive de una manera pero puede contarse de cien formas distintas. Si te dicen que caí (1982) está escrita usando está técnica insólita: una secuencia de espirales de fantasía. Pero aquí no se trata de “embellecer” y mucho menos de “falsear”, Marsé escribe desde la conciencia (o la constatación) que de una realidad malsana solo puede emanar una imaginación taimada, que sin renunciar a sus poderes fascinantes nos va estrechando en cada giro al núcleo sórdido de la época.
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G. T.
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