OBRAS Y SOMBRAS
Francisca Aguirre ya está en Ítaca
La poeta, Premio Nacional de las Letras, falleció tras casi 90 años de memoria arrodillada ante el espanto de su infancia de posguerra
Miguel Ángel Ortega Lucas 17/04/2019
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Francisca Aguirre.
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...Llegaron hasta un salón de proporciones intimidatorias, en donde les ordenaron aguardar en silencio; se miraron unas a otras pidiéndose socorro con los ojos y, de pronto, Margarita, Susy y Paquita, de siete, nueve y once años, vieron a Carmencita, hija del hombre todopoderoso, a unos tres pasos de distancia. Francisca Aguirre le recitó a aquella adolescente la felicitación por su onomástica y le entregó el ramo de flores, y entonces la hija del hombre todopoderoso vio con perplejidad cómo aquellas tres niñas se hincaban de rodillas ante ella y oyó cómo la mayor, arrodillada y mirándola fijamente a los ojos, le rogaba que transmitiese a su papá la súplica de cambiarle a Lorenzo Aguirre la condena de muerte por la de cadena perpetua.
Esa escena ocurrió el 16 de julio de 1942, festividad de la Virgen del Carmen. Pero ya sabemos que hay cosas que suceden para siempre.
En la vida de la escritora Francisca Aguirre (Alicante, 1930-Madrid, 2019), al menos, algunas cosas, demasiadas, sucedieron para siempre. No significa que no viviera (todo lo contrario), que no riera, que no conociera la victoria cotidiana de existir; es sólo que la primogénita del pintor republicano Lorenzo Aguirre era hija también de los tutores del consuelo llamados Antonio Machado, César Vallejo. Quiere decirse que sabía bien que sólo quien llora hasta el fondo sabe lo que vale la alegría; de igual modo que sólo el valiente sabe del todo lo que es el miedo.
Por eso,
Lo mejor que podemos hacer es no asustarnos.
Pero quién aprende tal cosa del todo. Ella tuvo que intentarlo muy temprano, a palmetazos de la vida, de la barbarie española que le tocó vivir. La escena transcrita al comienzo la recordaba su compañero de vida Félix Grande –en la inolvidable La balada del abuelo Palancas–: aquel día de verano en que Jesusa Aguirre, hermana del pintor, “mujerona resuelta, pudiente y de derechas”, alquiló un Rolls Royce y se plantó en el palacio de El Pardo, con sus tres sobrinas y la excusa de hacer una ofrenda a la hija del dictador Francisco Franco, para que la mayor de ellas terminara pidiendo de rodillas a Carmencita que su papá de ella le perdonase la vida al suyo.
De rodillas. “Pidiéndose”, las tres hermanas, “socorro con los ojos”.
En la noche fui hasta el mar a pedir socorro
y el mar me respondió: socorro.
(...) Ítaca y yo fuimos al minotauro acuático
para pedir socorro
y el mar nos respondió: socorro.
Triste fiera: socorro.
Así comenzaba el primer libro que publicó Francisca Aguirre, Ítaca (1972), honrado el año anterior con el premio Leopoldo Panero. Ya sabía bien, Paca Aguirre, que todo pide socorro en este mundo, que hasta lo más impetuoso y arrogante puede ser una pobre bestia huérfana rugiendo de soledad en su laberinto; sólo hay que saber hacer oído, tener la piedad y la paciencia de escucharlo.
Hay que tener paciencia. También esto tuvo que aprenderlo, con mucha prisa, Francisca Aguirre, a quien gustaba aconsejar a los rapaces con los consejos de su maestro Machado: Sabe esperar, aguarda que la marea fluya... Porque el arte es largo, la vida es corta y, además no importa. “No importa, no importa...” –emerge este recuerdo de ella, sentada en su casa de la calle de Alenza, mirando como un cóndor por encima de las gafas en algún atardecer machadiano de hace una década, o de antes de ayer–. Suele decirse de ella que fue una escritora tardía,por publicar ese su primer libro de poemas rebasados los cuarenta años. Ella vino a decir que se trataba de una cuestión de auto exigencia. Si así era, lo cumplió: la depuración formal y sentimental de ese primer libro es ya la de una voz adulta, plena, la de una mujer que sabe quién es por la vía palmaria de lo perdido, pero también de lo que queda.
Fue en esos años que siguieron, en esos libros de los años 70 (Los trescientos escalones; La otra música), donde cristalizó lo mejor de su voz, donde mejor enhebró el telar interminable de su memoria anterior y futura esta llaga viva, hermana en insomnios de Olga Orozco, de la derrota alucinada de José Hierro, del río cauterizante de su maestro y amigo Luis Rosales. Mujer menuda pero rotunda, de retranca mediterránea, que se emocionaba aún, a los ochenta años, al recordar a los familiares perdidos, con el desvalimiento y la inocencia de la niña de 11 que no dejó de ser nunca, y que parecía por lo mismo poseer una fortaleza que fuera a sobrevivir a todos los destrozos.
Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto
–como todos sabéis– que nunca debí hacerlo,
que hubiera yo debido meditarlo antes,
tener un poco de paciencia y tino
y no ingresar en ese tiempo loco
que cobra su alquiler en monedas de espanto.
Pero si Francisca Aguirre pudo conocer todo el espanto, también conoció toda la gracia en toneladas de amor, de amistad, de fiesta fraterna entre el vino y la poesía. Su casa fue durante décadas una fiesta de la reunión, con ella como matriarca; una conspiración por derrocar al miedo y despilfarrar la alegría, casi a puñados por los balcones de la calle de Alenza. En aquella mesa circular, entre las ruinas del atardecer, recibieron, Paca Aguirre y Félix Grande, a Jorge Luis Borges, del brazo del lazarillo ilustre Fernando Quiñones. En aquella mesa de la calle de Alenza consolaron, Paca y Félix, a Julio Cortázar después de perder a Carol; y les consoló a ellos, compartiendo guitarra y humo, Paco de Lucía. En aquella mesa se sentaban, al anochecer, Paca, Félix y su hija, la también poeta Guadalupe Grande, a leer por millonésima vez los versos del inca oracular César Vallejo: jugaban a pasarse el libro, leer los poemas en voz alta, y ver quién aguantaba más antes de que las lágrimas impidiesen al valiente seguir leyendo.
En el último tramo de su vida recibió algunos de los más altos reconocimientos de la cultura oficial de nuestro país, pero a esas alturas lo que pudiera agradecer su vanidad no sería comparable a lo que su gratitud debía a esas otras cosas intangibles que no pueden medirse en galardones de gloria, fuegos fatuos de un día: a lo que sí permanece y dura; a todo lo que –escribió para ella el amor de su vida– fue finalmente “el premio”: la vejez triunfal dándose de la mano, los dos juntos, después de todos los destrozos.
Pero...
Va a amanecer, Lorenzo. Te van a ejecutar.
“En la mañana del seis de octubre” de aquel 1942, dos monjas informaron a las pequeñas Susy y Paquita, en el colegio para hijas de presos políticos en que las internaron, “mientras las peinaban”, de que iban a llevarlas a la capilla: “para que rezaran por el alma de su padre a fin de liberarlo de la eternidad del Infierno”.
El pintor Lorenzo Aguirre había sido asesinado con garrote vil por el régimen franquista. De nada sirvió aquella ofrenda ante la hija del dictador. Francisca Aguirre no olvidó nunca, no quiso olvidar jamás, aquel crimen, la desolación y la infamia que debió soportar su familia desde entonces. El carácter es el destino, decían los moradores de su Ítaca. No sería descabellado aventurar que si su destino era ser poeta, el carácter indómito de Francisca Aguirre nadó siempre también, con determinación de náufrago metódico, durante toda su vida de casi noventa años, hacia la isla aquella prometida a la que ninguno llegaremos nunca vivos: sabiendo sin embargo que ese bracear sin miedo ni esperanza, con la sonrisa de quien compadece hasta al poder del mar, es la única salvación ante el derrumbe de todos los dioses, del crepúsculo último.
...Todo lo dejaremos atrás
y nada olvidaremos nunca,
porque no somos asesinos.
Nada nos quedará, pero esa nada
tendrá la imprecisión de lo que avanza y vive,
su medida azarosa,
y será suficiente para llenar esa otra nada
que abarca el breve espacio de una vida.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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