Reportaje
Cuando los bosques lloran de miedo
Los activistas de Hambach cumplen siete años de ocupación en uno de los bosques más antiguos de Europa. Tras los incidentes ocurridos durante el intento de desalojo en setiembre, la empresa minera RWE y el gobierno han postergado la tala hasta 2020
Marc Solanes Colonia , 15/05/2019

Activistas en el bosque de Hambach.
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El suelo chirriaba mientras avanzábamos por una especie de pasarela de madera que se identificaba como la entrada a la caseta informativa justo a las puertas de uno de los bosques más antiguos de Europa. “¿Quieres café, té o agua caliente?”, me pregunta el chico de la capa desde la otra punta del habitáculo. Le respondo que no. Se encoge de hombros con una expresión de indiferencia y, seguidamente, se sirve un tazón de café de dimensiones desproporcionadas para afrontar lo que se predecía como un día lluvioso que descargaría con virulencia. Eran las nueve de la mañana y acabábamos de llegar a Hambach, el bosque ocupado por activistas ecológicos desde 2012: el pasado mes de setiembre se produjo el despliegue policial más grande desde la II Guerra Mundial para intentar desalojarlo.
Desconocíamos el nombre de la persona que nos acompañaría durante todo el día. Se hacía llamar Lluna, hasta que descubrimos que ese era el nombre de la región del bosque donde vivía. El hombre vestido de superhéroe, que tampoco reveló su nombre, nos calmó asegurándonos que alguien vendría a recibirnos. Minutos más tarde entra alguien por la puerta, con una capucha embutida hasta las cejas y una braga encintada hasta los ojos. “¿Marc? Encantado, me llamo Tempest. Si me dejas unos minutos, me tomo un café y empezamos la ruta por el bosque”, me dijo. Saluda con igual cordialidad a la fotógrafa que me acompañaba, Maricel, y se sienta a mi lado sosteniendo otra taza de café también desproporcionada.
La ocupación de Hambach empezó siete años atrás, cuando la empresa minera RWE estaba a punto de hacer desaparecer casi todo lo que quedaba de bosque para ampliar la mina de carbón que lo rodea. Actualmente, aún resisten aproximadamente un centenar de activistas que recibieron entre la alegría y la incertidumbre el pacto entre el Gobierno y la energética de no avanzar más en la tala de árboles hasta, como mínimo, octubre de 2020. “Fue un intento de desalojo muy violento. Los golpes, arañazos y empujones fueron el pan de cada día hasta que el juez dictaminó la suspensión de la operación”, explica Tempest, mientras nos conduce a los límites entre el bosque y la mina. Poco a poco va dejando entrever su rostro por fuera de la braga, pero la confianza aún no ha llegado al punto de atreverse a quitarse la capucha.
En mayo de 2012 empezaron a llegar al bosque activistas de movimientos muy distintos procedentes de toda Alemania para evitar el avance de las máquinas encargadas de talar los pocos árboles que quedaban en pie. Después de dos años de apariciones intermitentes, el grupo de defensa de Hambach constituido en ese momento decide instalarse de forma ininterrumpida en el bosque y empezar a construir habitáculos, a ras de suelo en un primer momento, y en las copas de los árboles posteriormente. El proyecto de avance de la mina, aprobado por el gobierno del Estado, pretende eliminar la mitad de lo que queda de bosque, de cuya extensión original solo sobrevive el 5%.
Este mismo gobierno, por inverosímil que parezca, plantea un adiós definitivo al uso del carbón para el año 2038. Para ello, se prevé una ayuda financiera cercana a los 40.000 millones de euros, de los cuales 15.000 millones irían destinados al estado de Renania del Norte-Westfalia. A poco más de ocho meses para terminar el año, se prevé que Alemania no cumpla sus objetivos de emisiones para 2020, un hecho que se debe a la continua dependencia del carbón como fuente de energía. Sólo en Hambach, aún quedan 2.500 millones de toneladas de lignito por extraer.
Durante nuestra ruta, la mayoría de los activistas se cubren rápidamente el rostro cuando aparecemos en sus distritos, y nos miran con estupor desde lo alto de las casas-árbol que pueblan gran parte del bosque, a más de 20 metros de altura del suelo. Me ofrecen, con un tono de voz que me permite imaginar una mueca de gentileza bajo el pasamontañas, una rebanada de melón y un asiento alrededor del fuego en el campamento de tierra del segundo distrito donde nos internamos. Tempest nos cuenta, mientras calienta sus rudas manos pobladas de callos a pocos centímetros de la llama, que se organizan por grupos de trabajo según las necesidades que vayan surgiendo, dotándose de una estructura flexible debido a “la delicada situación que se vive”. Encargado de la comisión de medios de comunicación, pasa la mayor parte de los días haciendo la misma ruta con los periodistas, casi todos freelance, que acuden para reportajear la situación en Hambach.
Nos invita a comer con un gesto amable una vez llegamos a Lluna, su distrito, bajo una lona azul improvisada que a duras penas nos protege de la tímida lluvia que lleva amenazando desde media mañana. El menú se basa en pan con guacamole casero que nuestro anfitrión baja de una cocina colgante entre dos árboles y que reza, en inglés: “La revolución empieza en tu cocina”. Se unen un par de invitados más, vecinos del barrio, que nos saludan con el rostro destapado. Aquí se hace difícil entablar una conversación del todo honesta con nadie. Cada vez que nos presentamos a alguien debemos sufrir un exigente proceso de escrutinio físico y mental en el que no se emite un veredicto hasta que no se intercambian un número de frases suficiente como para saber si fingimos ser periodistas militantes o no. Y en la mayoría de los casos, para añadirle más complejidad al asunto, el tiempo que pasamos con cada nuevo inquilino no es suficiente para someternos a ese examen.
Recogemos tablones reciclados de un recóndito lugar del bosque donde acumulan materiales que encuentran por los pueblos cercanos después que Tempest nos pida amablemente que lo ayudemos a construir las paredes de su nuevo hogar. “El 95% de lo que utilizamos es reciclado o material natural sostenible”, afirma el activista mientras me enseña a retirar los clavos oxidados de la madera tratada. Y así discurren sus días, entre charlas interminables con medios de medio mundo y la construcción de estructuras colgantes en lo alto de los árboles en sus ratos libres. Después de subir el material hasta arriba nos lleva a territorio de la mina, a pocos metros de su casa. “Vigilad, tenemos cinco minutos hasta que llegue la seguridad privada de RWE”, advierte. Se cubre el rostro casi por completo dejando sólo una pequeña ranura a la altura de los ojos y nos indica que lo sigamos. Contemplamos, inmersos en un silencio casi sepulcral, el inmenso agujero negro que se cierne imponente ante nosotros. Ante un horizonte que parece casi infinito, donde se mezclan el negro carbón con miles de tonalidades terrosas, se observa el avance de unas máquinas que desde nuestra posición apenas conseguimos atisbar con claridad. Se trata, en realidad, de las excavadoras más grandes del mundo: 200 metros de longitud y un peso que supera las 14.000 toneladas.
La seguridad privada aparece en un tiempo récord, según puedo ver en la expresión de Tempest. Acelerando como si no hubiera mañana, frenan justo delante de mis narices y me ordenan tirar al suelo todo lo que llevo en las manos. Parece ser que un bolígrafo BIC y una libreta barata son armas potencialmente peligrosas. Me hablan en alemán hasta que ya no puedo seguir la conversación y les pido, amablemente, que cambien al inglés. “Estás en Alemania y tendrías que saber alemán”, me grita el cabecilla que, curiosamente, parece de origen turco a juzgar por sus facciones. Cuando le consigo enseñar mi acreditación de prensa, después de una larga pelea verbal, cambia radicalmente la expresión de su cara y me explica, en un tono demasiado amigable, que no puedo estar allí sin acreditación especial y que me acompañan a la salida.
El pasado 19 de setiembre, durante el intento de desalojo, un periodista alemán que cubría las protestas para un blog falleció al caer al vacío desde una altura de 15 metros. La caída se produjo desde lo alto de un puente colgante que unía dos casas, justo después de colgar un vídeo en las redes de los efectivos de la Policía llevando a cabo la operación de desahucio. Parece ser que la muerte del bloguero, que no pudo ser reanimado por los equipos de emergencia después de practicarle los primeros auxilios, ha creado un precedente en el trato de estos cazadores de intrusos.
Minutos antes de la puesta de sol, nos despedimos de Tempest con un apretón de manos y un abrazo. Siento impotencia por una lucha que, lejos de ser una de las victorias más importantes para el movimiento de resistencia ecologista a nivel mundial, no tendrá nada que hacer cuando el Estado y RWE decidan desplegar sus tentáculos al completo. Justo antes de partir, una de las voluntarias, de mediana edad y vecina de la zona, nos conduce hasta una de las casas árbol más cercanas a la entrada del bosque para que podamos fotografiar el interior de una de las viviendas. “Desde el intento de desocupación de setiembre vengo aquí todos los fines de semana. No podría hacer otra cosa que ayudarlos en todo lo que pueda”, nos explica, dibujando una sonrisa espléndida.
Sin el papel que juegan estos voluntarios sería imposible que los activistas salieran adelante después de todos los impedimentos a los que se han visto expuestos en los últimos siete años. “Debemos seguir al pie del cañón. Lo que ha hecho esta gente es histórico, y todos somos responsables de que salga bien”, concluye, entre lágrimas de emoción, mientras me tiende la mano para ayudarme a descender el último escalón de la escalera de salida de la cabaña.
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@markthebollocks
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Marc Solanes
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