Análisis
Macron, los chalecos amarillos y la Quinta República
Al rechazar un referéndum y encerrarse en un laberinto del que difícilmente puede salir, el presidente encarna todas las dificultades de un régimen exánime
Guillermo Arenas 15/05/2019
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Dentro de la vorágine provocada por los “chalecos amarillos”, y a unos días de las elecciones europeas, tendríamos motivos de inquietud si nos fiásemos de lo que ciertos medios de comunicación relatan sobre el inquilino del Elíseo. Según el más alarmista, Le Parisien, el presidente Macron no estaría solamente “agotado” y “aislado” sino, directamente, “cerca del burn-out”. Hasta el punto de que un “círculo cercano” habría transmitido a los periodistas –“off the record”, por supuesto– su profunda preocupación por el estado nervioso de Emmanuel Macron. Le Parisien agrega, con una nota más romántica, que, frente a esta situación, su esposa, Brigitte, decidió alejarse del personal del palacio presidencial para recibir a su marido, extenuado tras un consejo europeo, a solas, y le cocinó una tortilla (francesa), “como en los viejos tiempos”.
Estas “revelaciones” contrastan drásticamente con el relato que se impuso durante la campaña presidencial. En aquel momento, medios de comunicación y aliados del candidato alabaron ad nauseam su dinamismo arrollador y su capacidad para aguantar interminables jornadas de trabajo durmiendo tan solo cuatro horas. Tras el desastroso mandato de François Hollande, debía tomar el relevo un hombre joven y fresco, un conquistador al estilo de Napoleón Bonaparte, con más pinta de CEO de start-up hiperactivo que de tecnócrata inerte.
En este contexto, Emmanuel Macron convocaba el 25 de abril su primera rueda de prensa en el Elíseo. El acontecimiento fue particularmente mediatizado puesto que se trataba de un ejercicio totalmente inédito desde que el exasesor de François Hollande asumiera la presidencia. Tras 719 días en el poder, por fin el presidente Macron convocaba a los periodistas a una rueda de prensa en la salle des fêtes del palacio –un espacio de 1.000 metros cuadrados en el cual se organizan las ceremonias de investidura presidenciales y cuya remodelación, al gusto de Brigitte Macron, costó 500.000 euros–. Tras haber expuesto medidas ya conocidas y haber rechazado algunas de las grandes reivindicaciones de los “chalecos amarillos”, el presidente pareció, según el conjunto de sus oponentes y según los “chalecos amarillos” más mediáticos, no haberse dado cuenta de la gravedad de la situación. En definitiva, se criticaba su aparente sordera ante reivindicaciones consideradas como populares y legítimas y su incapacidad para establecer un diálogo institucional con el cuerpo electoral a través de la organización de un referéndum. ¿Pero, por qué tal concentración de ataques –y también de expectativa– en la figura del presidente? ¿Por qué tal decepción ante la negativa de Emmanuel Macron de convocar un referéndum?
El presidente de la República, a la manera de un “monarca republicano”, ejerce competencias sumamente importantes –no sólo ejecutivas– y goza de una inmensa dosis de legitimidad. No obstante, dos condiciones han de ser reunidas para que el presidente pueda mantener su legitimidad y ejercer su poder de manera consentida: tener un fusible y asumir un diálogo institucional con el pueblo, es decir aceptar la dimensión cesarista del régimen.
El presidente de la República sigue siendo, hoy en día, una institución política profundamente marcada por la figura y por el pensamiento constitucional del general de Gaulle. La Quinta República es, de hecho, una creación puramente “gaullienne”, cuyo espíritu corresponde a los grandes equilibrios trazados por Charles de Gaulle en su famoso discurso de Bayeux, en verano de 1946. En aquel entonces, Francia se encontraba bloqueada en un complicado periodo constituyente tras el rechazo en referéndum del proyecto de Constitución de abril de 1946. El héroe de la Resistencia trataba, a través de su discurso, de influir en la actividad de la Asamblea constituyente, con un éxito nulo pues la Constitución del 27 de octubre de 1946, que proclama la IV República, se encuentra en las antípodas de la visión de de Gaulle.
No es sino en mayo de 1958, cuando el “más ilustre de los franceses” –como lo llamó el presidente de aquel entonces, René Coty– vuelve al primer plano de la política nacional, tras doce años de “travesía del desierto”. Habiendo sabido esperar su momento y aprovechando la situación dramática que atraviesa Francia por la guerra de descolonización argelina, De Gaulle le administra la estocada final a un régimen agónico en tan sólo unos meses. Su Gobierno es investido por un parlamento sometido al chantaje (el tan marcial “¡O yo o el caos!”), el 1 de junio de 1958 y recibe, dos días después, plenos poderes para restablecer el orden republicano en Argelia y pilotar la redacción de un proyecto gubernamental de Constitución. Se trata de una situación inédita y completamente anómala desde el punto de vista democrático. Ni elecciones constituyentes, ni elecciones legislativas, ni elecciones de ningún tipo. Solamente un hombre, encumbrado por la Historia, a la cabeza de un gobierno de tecnócratas, entre los cuales se encuentra su fiel colaborador Michel Debré, ministro de Justicia. Bajo la autoridad moral de De Gaulle y la dirección técnica de Debré, se recogen las grandes líneas del discurso de Bayeux en un texto que es refrendado por una gran mayoría de electores (82,6%), el 28 de setiembre de 1958. De este modo, la unción popular permite purificar de sus pecados originarios un procedimiento que tuvo mucho en común, al menos sobre el plano formal, con la siniestra toma de poder del mariscal Pétain el 10 de julio de 1940.
Así es como nace, en un contexto de guerra civil, una V República que sitúa al presidente como la piedra angular –según la metáfora arquitectónica de Debré– del edificio institucional. Pero este edificio no fue coronado hasta 1962, cuando el presidente De Gaulle, tras una interpretación extensiva y poco escrupulosa de la Constitución, convocó un referéndum para revisar su artículo 6 e introducir la elección del presidente por sufragio universal directo. A partir de ese momento, su importante grado de legitimidad y las competencias precisas que le confiere la Constitución convertirán al presidente en el jefe de Estado más poderoso de Europa occidental.
La institución presidencial asume, en efecto, tres grandes funciones: garante de la continuidad del Estado y del respeto de la Constitución, jefe del Ejecutivo y árbitro institucional. Como garante de la Constitución –función eminentemente inspirada por el pensamiento de Carl Schmitt–, el presidente puede, por ejemplo, ejercer una dictadura temporal acumulando el ejercicio del poder legislativo y ejecutivo (en virtud del artículo 16 de la Constitución). Como jefe del Ejecutivo, el presidente nombra al Primer ministro y a cada uno de los ministros y dispone de competencias reglamentarias autónomas. En tanto que árbitro, el presidente puede solicitar a otros órganos o poderes del Estado para que se pronuncien con respecto a un conflicto interinstitucional. Puede, por ejemplo, disolver la Asamblea nacional (la cámara baja del Parlamento) y solicitar, de esta manera, al cuerpo electoral para que resuelva un conflicto entre la mayoría parlamentaria y el gobierno (o el propio presidente). Puede, sobre todo, convocar un referéndum (en virtud del artículo 11) para someter al cuerpo electoral la adopción de un proyecto de ley… O de reforma constitucional, como hizo el general en 1962.
Esta última competencia permite al presidente mantener el vínculo privilegiado que le une al cuerpo electoral y renovar así su legitimidad, al más puro estilo cesarista. Por supuesto, las críticas que se pueden formular contra la institución presidencial son evidentes y es probable que Locke y Montesquieu lleven décadas revolviéndose en sus tumbas. No obstante, desde los presupuestos teóricos de general de Gaulle, es decir partiendo de la convicción de que la sociedad francesa no se puede gobernar desde el parlamento, una figura presidencial legítima y omnipotente aparecía como una exigencia existencial para la estabilidad política. A la fascinación por los hombres fuertes y al vacío creado tras la decapitación del monarca se unían argumentos mucho más pragmáticos, muy persuasivos tras dos repúblicas parlamentarias (la III y la IV) globalmente consideradas (probablemente de manera algo injusta) como ineficaces. Asimismo, cabe resaltar que las competencias decisivas del presidente de la República estaban íntimamente ligadas a su fuerte legitimidad popular y, sobre todo, a su capacidad para “dialogar” directamente con el cuerpo electoral. De hecho, el general De Gaulle tuvo la iniciativa de cuatro de los nueve referéndums que se han convocado en Francia desde 1958, siendo el presidente que más ha convocado en menos tiempo. Para De Gaulle, era su vínculo privilegiado con el pueblo francés lo que le permitía ejercer un poder tan amplio y casi sin contrapoderes. En ese sentido, no dudó en dimitir cuando “perdió” un último referéndum en 1969.
Esta lógica híper-presidencialista –en el marco de un régimen parlamentario (puesto que el gobierno proviene de la mayoría parlamentaria) altamente desequilibrado a favor del Ejecutivo– explica pues que la figura jefe de Estado (y jefe de gobierno de facto) cristalice los afectos. Se trata de un fenómeno común a los grandes regímenes representativos occidentales, incluso en aquellos que, siendo regímenes parlamentarios, deberían situar al parlamento en el centro de su actividad institucional. En el caso francés, no obstante, la anulación del parlamento ha sido tan brutal y la sumisión del Gobierno al presidente (y no al Primer ministro) tan asumida que este último queda sólo en primera línea en situaciones de crisis.
En el caso actual, en lo que concierne a Emmanuel Macron, su posición es doblemente arriesgada. Por un lado, el joven presidente llegó al poder en mayo de 2017 al calor de un movimiento general de desalojo de los viejos cuerpos del campo de la política: François Hollande ni siquiera se presentó a su reelección, y Nicolas Sarkozy y Alain Juppé perdieron las primarias de la derecha. Los medios de comunicación no se pararon especialmente a analizar su programa y el pensamiento ultraliberal que lo animaba. Su partido, “En Marche!” fue un vehículo personalista (comparte acrónimo con Emmanuel Macron), construido ad hoc para ganar la elección presidencial. Nadie condujo la campaña en primera línea junto con el candidato y, una vez este último llegado al Elíseo, nadie destacó realmente en el Ejecutivo o desde su populosa mayoría parlamentaria. Esta personalización al extremo de la conquista y del ejercicio del poder, esta verticalidad, le impide ahora tener el más mínimo fusible que absorba por él la ira y el descontento. Por otro lado, la dimensión “gaullienne” de la institución presidencial, que implica una dosis de democracia directa a través de la elección y del referéndum, parece estar cruelmente ausente en un contexto de profunda crisis social.
Al rechazar la utilización del referéndum y encerrarse él mismo en un laberinto del que difícilmente puede salir, Emmanuel Macron encarna perfectamente las dificultades de un régimen exánime si no redescubre su potencial para reconectar con la expresión directa de la soberanía nacional.
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