TRIBUNA
En política no hay divinos
En la izquierda acabamos de ver cómo el incremento de lo diagnosticado por Freud como ‘narcisismo de las pequeñas diferencias’ redunda en una fragmentación que conduce a derrotas
José Antonio Pérez Tapias 28/05/2019
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Las convocatorias electorales suponen, cuando se abren las urnas y se procede al recuento, procesos de aterrizaje, exitosos para unos, turbulentos y accidentados para otros. En campaña, todos quieren elevarse a los cielos, a veces incluso asaltarlos. Tras el tiempo de vuelo, hay que pisar tierra. Entonces es el momento, incluso para quienes ganan, de tener muy presente que en política no hay divinos, y menos en política democrática, la cual, de suyo, no los admite. La política no está pensada para el reino de los cielos; tampoco para una sociedad de demonios, por más que Kant formulara una hipótesis ficción imaginando que la inteligencia diabólica al menos se inclinaría por algo parecido a pactos políticos aunque fuera por mera razón estratégica –los mafiosos también alcanzan consensos–.
Lo político es, pues, asunto terrenal, propio de la inmanencia de nuestro mundo. La cuestión es si la política, desde la ambivalencia del poder y la ambigüedad de sus dinámicas, servirá para humanizarlo y, de camino, humanizarnos. ¿Servirá para que avancemos hacia ese homo humanus con el que soñaba ya el republicano Cicerón? No nos ocultaremos que nos acompañan muchas dudas al respecto. Pero en medio de ellas podemos retener algunas certezas: quien se presente como divino no hace política, aunque le favorezca el azar con éxitos inmediatos, que serán anticipo de fracasos; cuando se pretende una supuesta política de efectos taumatúrgicos o consecuencias poco menos que milagrosas, no es acción política, sino engaño demagógico de corto recorrido.
En los tiempos que corren, de licuefacción de lo social, en los que cualquier corriente puede ganar de improviso un inusitado impulso, la realidad parece prestarse para que emerjan personajes endiosados. No aparecen solo por méritos propios, sino por ser productos ajustados a procesos sociales en los que se adecuan a determinadas demandas, las cuales se canalizan mediante el marketing electoral y se presentan como estudiada oferta en una sociedad del espectáculo hipertecnificada. Un relato con buena carga emotiva engarza a líderes y masas, construidas éstas a base de aglutinar individuos mediante estrategias mediáticas y utilización de redes sociales en internet. Tales son los ingredientes de los procesos electorales actuales, lo que no quita que los votantes jueguen con la opacidad de su decisión y los cálculos conforme a sus intereses. Son precisamente los electores quienes en democracia, y acogiéndose a la combinatoria de los grandes números proporcionados a base del voto de cada cual, conjugan el apoyo a partidos, con sus respectivos liderazgos, y el derrumbamiento de políticos idolatrados, con la correspondiente caída de sus respectivos partidos. A un lado y otro del espectro político, del que no hay quien suprima el eje izquierda derecha, se producen esos ajustes, o desajustes, según desde dónde se miren. Así ha pasado en las recientes elecciones en España, municipales y autonómicas, con el telón de fondo –demasiado arrojado al fondo– de las elecciones para el Parlamento Europeo.
El PSOE gana y el PP canta victoria (y los independentistas catalanes hacen lo propio)
El cómputo global de votos ha dado la victoria al Partido Socialista. Y así también en las elecciones europeas, marcando notable distancia respecto al Partido Popular, e incluso respecto al conjunto de las derechas (Ciudadanos y Vox añadidos). La proeza merece felicitación. El PSOE ha sabido mantener el impulso de las elecciones generales anteriores, concitando el voto útil para frenar a unas derechas desplazadas a una posición ultra percibida como amenazante por buena parte de la ciudadanía. Lo paradójico de la situación, como se ha señalado por todos los comentaristas, es que tan buen resultado en votos no se ve secundado por posibilidades de gobierno en la misma medida, ya en ayuntamientos, ya en comunidades autónomas. Las derechas, que arrinconaron su insistencia en que gobernara la lista más votada, aprendieron la lógica de pactos, llevada al extremo de aplicarla sin pudor para contar con el apoyo de la fuerza neofascista que es Vox. Así, teniendo mayoría de diputados o de concejales, según los casos, el PSOE se encuentra con que en muchos casos no va a poder formar gobierno. Los casos de la Comunidad Autónoma de Madrid y del Ayuntamiento de la capital de España ejemplifican paradigmáticamente lo que la aritmética al modo parlamentario puede proporcionar. No todo, sin embargo, es achacable a números. Junto al buen resultado de una estrategia electoral desplegada bajo el liderazgo del Secretario General del PSOE y presidente del gobierno in pectore, no deja de ser cierto que apuestas personales suyas –personalistas– respecto a candidaturas, en especial para la municipal, no han dado de sí lo esperado sin más base que una apuesta confiada al milagro.
El PP, con Ciudadanos recluido en posiciones subalternas, con la prematura seguridad de que gana las plazas de Madrid, no tardó en lanzar al vuelo las campanas de Génova, para repicar por echar a la izquierda del Ayuntamiento y salvar la Comunidad para sí, y de camino sostener el liderazgo de su presidente, con aspiraciones de divino a fuer de sortear lo efímero de una política inmisericorde para los derrotados. El PP transmite, pues, imagen de reforzado, camuflando así su derrota, para lo cual le sirve el traje que se fabrica con gobiernos posibles en muchas capitales –por ejemplo, cinco de las ocho andaluzas– gracias a tragaderas entrenadas para digerir como aliada a la ultraderecha.
Bebiendo ese amargo cáliz, el PSOE y su candidato a la Presidencia del Gobierno no pueden perder de vista cómo en Cataluña los independentistas celebran sus triunfos, el de ERC en el municipio de Barcelona y el de Junts por Catalunya en mayoría de ayuntamientos. El independentismo sigue ganando espacios, a la inversa del resto de España, donde el nacionalismo españolista encuentra reforzamiento por las derechas, e incluso apuntalamiento desde sectores del PSOE nada proclives siquiera a fórmulas federalistas, como son los que disfrutan las mayorías absolutas obtenidas en Extremadura y Castilla La Mancha. Complicado lo tiene quien ha de formar para toda España gobierno socialista en minoría, teniendo que resolver, entre esa endiablada polarización, cómo maneja el imprescindible pacto con Podemos. ¿O la manifiesta debilidad del partido de Pablo Iglesias hace más justificable el giro pragmático hacia Ciudadanos? ¿Sí con Rivera? Éste es otro divino enredado en sus propias fantasías, columpiándose de continuo entre planteamientos neoliberales y un no creíble regeneracionismo.
Del “momento populista” al “efecto innombrable”
Sí, Pedro Sánchez y el PSOE pueden verse en aprietos, sin que a ello sea ajeno el descalabro de Podemos. Esto forma parte de las noticias universales del momento, pues es inaudito que un partido político que ganó de manera fulgurante un caudal de apoyo ciudadano tan grande lo haya perdido con la misma rapidez con que lo obtuvo. ¡Ay, los dioses! Si existen, no perdonan la arrogancia. No es cuestión de achacar solo a factores subjetivos el hundimiento de Podemos, pero forma parte de opinión muy compartida que la manera en que se ha llevado su organización, en que se ejercido en ella el liderazgo, en que se han decidido cuestiones cruciales, han perjudicado a un proyecto que nació como alternativa a la llamada “vieja política”. Las rupturas internas, simbolizadas por el ostensible distanciamiento de Iglesias y Errejón, hasta dar lugar a proyectos distintos y electoralmente contrapuestos sin nada de “competencia virtuosa”, han alejado a bases sociales –inscritos– que ya albergaban la sensación de que contaban poco. Sin aclarar en debate político serio si adoptar un enfoque de izquierda alternativa u otro de reformismo transversal, lo sucedido ha sido a la postre el eclipse de lo que se denominó el “momento populista”, mal momento, por cierto, para sostener pretensiones de hegemonía en un panorama complejo en el que la realidad plurinacional del Estado dificulta la convocatoria de un pueblo con pretensiones constituyentes.
El populismo, por más que algunos quieran salvarlo en versión izquierdista, por donde se mueve con “naturalidad” y gana es por la derecha. A Vox, después de su despegue en Andalucía, se le han bajado los humos, pero no hay que engañarse, pues el caso es que tiene ahumadas a las derechas que se ven atrapadas en sus lazos al necesitar de ellos para anudar pactos. De Vox no se quiere hablar mucho, por eso de no nombrar la bicha, pero su efecto bien que se hace notar aun siendo innombrable. En Europa lo vemos, aunque se observe aún contenido por populares y socialdemócratas en retroceso –compensan los efectos ilusionantes de la socialdemocracia española, por más que coquetee con Macron–, con liberales y verdes en mejor momento, pero con el partido de Le Pen llevando la delantera en Francia y Salvini haciendo de las suyas en Italia.
Ante lo que tenemos delante, no nos valen divinos. En la izquierda acabamos de ver cómo el nefasto incremento de lo diagnosticado por Freud como “narcisismo de las pequeñas diferencias” no redunda en pluralismo, sino en fragmentación conducente a derrotas: culpables derrotas, no ya meramente ante partidos montaraces de la derecha, sino ante un capitalismo arrollador de todo vínculo social y de la necesaria responsabilidad ecológica. Hay razones, pues, para no olvidar este mensaje de la escritora colombiana Laura Restrepo en su obra titulada precisamente Los Divinos: “todo proceso de egolatría crece hasta que revienta”. En política, la egolatría se cura dimitiendo. No es que todo dependa de ello, pero ayuda a que no reventemos todos.
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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