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Sabemos que existe una cosa llamada “zona monetaria óptima”, aunque es posible que los artífices del Tratado de Lisboa no fueran conscientes de ello. La crisis griega ha popularizado el concepto y, como su nombre indica, pone límites a lo que debería ser (idealmente) una zona monetaria única.
De igual forma, en la década de 1990, cuando en un extremo del continente europeo se desintegraban países como la URSS, Checoslovaquia y Yugoslavia, y sus Estados miembros constituyentes solicitaban el acceso a la Unión Europea, se formulaba una pregunta similar: ¿por qué dejar una unión para sumarse a otra, en lugar de conservar una independencia total? Una de las respuestas apareció en un artículo de 1996, en el que sostuve que para conseguir una renta mayor había que sacrificar la independencia legislativa (por ejemplo, la autoridad fiscal y monetaria total). Países como Estonia y Eslovenia estaban más que dispuestos a renunciar a la independencia monetaria y (en gran medida) fiscal, a cambio de recibir transferencias monetarias y contar con el marco institucional que proporcionaba la UE.
Pero este razonamiento seguía sin abordar otra pregunta: ¿existe un punto en el que un país pudiera considerar el coste, en términos de la libertad política perdida, demasiado oneroso y decidir mantenerse al margen, poniendo, por tanto, un límite a la expansión de la Unión? Quizá Suiza y Noruega sean buenos ejemplos.
Factor limitador
Casi nadie consideró la desigualdad como un factor limitador en el crecimiento de la Unión, pero existen al menos tres razones por las que podría serlo.
En primer lugar, una Unión con Estados miembros que tengan niveles de renta diferentes precisa grandes transferencias de los más ricos a los más pobres para funcionar con normalidad.
En segundo lugar, una Unión muy desigual, por definición, está compuesta por Estados miembros cuyas dotaciones de capital y de mano de obra son muy diferentes. Por tanto, la política económica más indicada para un miembro pobre podría no ser igual a la política más indicada para un miembro rico. (Aquí encontramos ecos de la zona monetaria óptima).
En tercer lugar, y quizá la razón más importante en la actualidad, si esa Unión implica libertad de circulación, los consiguientes flujos de mano de obra que le sucederán (gente yendo de los miembros pobres hacia los miembros ricos) podrían ser políticamente desestabilizadores, si los miembros ricos no están dispuestos a acoger a los inmigrantes.
El tercer aspecto podría ser en gran parte el responsable del brexit. Podría aducirse que si no se hubiera producido la ampliación de la UE hacia el este, no habría habido brexit. En ese sentido, y de manera implícita, la UE se enfrentó a su propia disyuntiva: podía tener al Reino Unido o a Europa del Este, pero no a ambos. Por medio de una sucesión de medidas, y en gran medida sin ser consciente de la decisión, la UE eligió lo segundo.
Ingresos diferentes
Las diferencias subyacentes en la renta de los países son el motivo de la circulación de personas. Por eso Rumanía calcula haber “perdido” casi dos millones de ciudadanos desde que accedió a la UE. Pero, ¿cómo de grandes son las diferencias de renta dentro de la Unión?
Empecemos por lo más sencillo y lo más importante: ignorar las diferencias de renta en el interior de los países y centrarse solo en la diferencia entre países de la UE (y asumir, por tanto, que todas las personas de un Estado miembro dado tienen el ingreso promedio o el producto interior bruto per cápita de ese Estado miembro), y tomemos como medida de desigualdad el coeficiente Gini, que va desde 0, cuando la igualdad es máxima, hasta 100, cuando toda la renta es propiedad de una única persona/entidad.
Los resultados son bastante llamativos. En 1980, cuando la UE estaba formada por solo 9 Estados miembros, el coeficiente Gini entre países era de solo 3 puntos. Cuando se juntaron en un solo grupo los 9 miembros, la cantidad que se añadió a la desigualdad total de la UE (como consecuencia de las diferencias de desarrollo que había entre ellos) fue absolutamente insignificante. Más del 90 % de la desigualdad que había en la UE9 se debía a las diferencias de renta que existían en el interior de cada país, es decir, las diferencias de renta que había entre ricos y pobres en Francia, en Holanda, etc.
Una década después, en 1990, el Gini entre países en la por aquel entonces UE12 se había duplicado y había subido a 6 puntos. Adelantémonos 14 años y, con la ampliación de países del este, el número de Estados miembros pasó a ser de 25 y el Gini una vez más se duplicó hasta llegar a los 13 puntos. Con la adición de Rumanía, Bulgaria y Croacia, ha subido aún más, aunque levemente (hasta 13,5).
En la actualidad, los cálculos de desigualdad interpersonal (es decir, entre todos los ciudadanos) dentro de la UE oscilan entre 37 y 39 puntos Gini. Esto significa que un tercio de la desigualdad de la UE en su conjunto (13,5 de 37-39) forma parte integrante del sistema, debido a las diferencias de renta subyacentes que existen entre los diferentes Estados miembros.
Comparemos a la UE28 con los US50 (Estados Unidos y sus 50 estados miembros). La desigualdad de los US50 en su conjunto es superior a la que existe en la UE28: el Gini de EE.UU. se sitúa en poco más de 40, mientras que el Gini europeo está en la parte media o superior de la treintena. No obstante, solo un 10 % de la desigualdad en EE.UU. es “consecuencia” de la desigualdad entre estados, mientras que en Europa, como hemos dicho, un 30 % de la desigualdad es consecuencia de las diferencias de renta entre los Estados miembros.
Difícil de arreglar
La desigualdad europea (que vista de esta forma se parece mucho a la desigualdad china, que también está motivada en gran medida por las diferencias de renta entre provincias) es mucho más difícil de arreglar. Precisa que haya transferencias estrictamente geográficas de poder adquisitivo de los miembros ricos a los pobres. Como las composiciones de la población son diferentes, esto se traduciría en transferencias de los holandeses hacia los búlgaros (por poner un ejemplo), pero como el presupuesto de la UE para llevar a cabo ese tipo de transferencias es de un 1% del PIB, se queda ridículamente escaso.
La solución alternativa es dejar que la gente migre y esto es lo que ha hecho la UE, con las evidentes consecuencias políticas actuales.
Entonces la pregunta está justificada: ¿la ampliación de la UE tiene límites, límites que impone la creciente desigualdad que provoca el acceso de nuevos y más pobres miembros? Solo con el acceso de Turquía, el Gini subyacente de una nueva unión sería de 17 puntos; si se sumaran también los cuatro candidatos de los Balcanes occidentales, el coeficiente llegaría hasta los 17,5 puntos. Esta desigualdad de fondo, que no depende de las políticas económicas nacionales o europeas (esto último porque el presupuesto de la UE es demasiado pequeño), representaría casi la mitad de toda la desigualdad que existe entre los 615 millones de ciudadanos de la Unión.
Sería una unión imposible de manejar.
Por ese motivo, la UE debería abandonar esa política insostenible, que parece ofrecerles a los países candidatos una potencial pertenencia al final de un túnel muy largo o, más bien, interminable. Esa política solo conduce a la frustración de ambas partes. La UE debería ver las cosas como son y crear una nueva categoría de países que no serán miembros durante un período realista de tiempo.
Quizá podría esperar hasta que esos potenciales miembros se enriquezcan por sus propios medios, lo que significa que la UE debería fomentar sin lugar a dudas mayores inversiones y participación china en esos países: justo lo contrario de lo que está haciendo ahora. O quizá debería esperar hasta que la convergencia de rentas entre los países de la UE y una menor desigualdad en el conjunto de la UE permitan que se produzca otra ronda de ampliación, que es poco probable que suceda antes de la segunda mitad de este siglo.
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Este artículo se publicó originalmente en inglés en Social Europe.
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Autor >
Branko Milanović
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