REPORTAJE
“Todos son valientes. Todos nos buscamos la vida”
El caso de Mohamed Antara ilustra la realidad de los menores extranjeros no acompañados que llegan a nuestro país. Confinados en centros de acogida hasta los 18, vuelven luego a ser carne de indigencia
Miguel Ángel Ortega Lucas 5/06/2019
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar puede leer la revista en abierto. Si puedes permitirte aportar 50 euros anuales, pincha en agora.ctxt.es. Gracias.
“Claro, pasé miedo... No, no sólo yo; todos son valientes. Todos nos buscamos la vida”.
Lo dice sonriendo, vivaracho, con los ojos oscuros encendidos como faros. Quizás con la misma sonrisa con que vislumbró el primer faro de la noche, hace meses, aproximándose en la oscuridad a las playas de Tarifa.
–Tus padres, ¿sabían que venías?
–Sí. Ellos saben que en Marruecos no hay nada. Mi madre no trabaja y mi padre ahora tampoco.
Mohamed Antara [así le llamaremos para preservar su identidad] tenía 17 años cuando se embarcó en Tánger, el pasado otoño, en una patera atestada de jóvenes que ansiaban “buscarse la vida” en la orilla opuesta del Mediterráneo. No sabía castellano entonces –lo ha aprendido con una velocidad y solvencia insólitas–, pero sí tenía muy clara la ruta.
Así como pudo saber, por sus amigos que ya estaban en España, con quién negociar su viaje clandestino, sabía que, de ser interceptado por la policía, pasaría a vivir en un centro de acogida, o piso tutelado: la primera estación en nuestro país para un mena (‘menor extranjero no acompañado’; los muchachos que consiguen llegar a Europa sin papeles ni adultos a su cargo. Según fuentes gubernamentales, en 2018 consiguieron entrar más de 6.000 en España, un 160% más que el año anterior). No saben, en realidad, qué son esos pisos, pero suponen el único comienzo posible para una nueva vida en Europa.
Antara también sabía que los pisos tutelados andaluces resultan “mucho peores” que los de Madrid o Barcelona; según consenso entre sus compañeros, son “más sucios”, la comida “no es buena”, no les dan ropa y suelen estar “lejos de la ciudad”. Por eso, lo primero que hizo al llegar a Tarifa fue acudir a una mezquita: “Va mucha gente y hablan árabe”. Allí podía encontrar ayuda. Un hombre le dio el dinero para tomar un autobús a Madrid. “Dormí en la calle dos días... Me dijo la policía: ¿quieres ir a comisaría? Yo dije que sí y ya está. Y luego ya directamente al centro de Hortaleza” –uno de los centros de acogida de menores de peor reputación en nuestro país, protagonista de amplia polémica por el hacinamiento de internos y los casos de violencia derivados–. No resultó mejor que los descritos en Andalucía: “La gente dormía en el pasillo. No te dan ropa. Si llegas tarde no puedes comer”. No sufrió malos tratos, pero sí vio cómo los sufrían otros. Allí pasó un mes, antes de pasar a un piso menos problemático.
La estancia de los menores extranjeros sin papeles en estos sitios, vale decir su respaldo administrativo, se extiende exclusivamente hasta el día en que cumplen 18 años. Después, deben irse. Sin documentación ni condiciones distintas a las que llegaron, en la inmensa mayoría de los casos. Antara está contento, mucho, porque tras varios meses en otro piso ha conseguido lo que casi nadie en sus circunstancias: que el engranaje burocrático le haya permitido dar los pasos que se le exigen para poder seguir arraigándose en España, conseguir un trabajo y “mandar dinero a su familia”. Hasta días antes de su cumpleaños, en el mes de abril, aún no sabía si podría seguir bajo un techo y con permiso temporal de residencia o quedaría en la calle. Ya mayor de edad, ilegal y a la intemperie, tendría todas las papeletas para ser carne de cañón: tomar alguno de los caminos que llevan a la indigencia, la explotación laboral irregular, o un CIE.
El sentido de esos pisos tutelados, gestionados por empresas concesionarias elegidas por los gobiernos autonómicos, sería dar a estos jóvenes no sólo un techo, sino recursos para que su estancia, en régimen de control, haya tenido sentido. Según cuenta Antara, la rutina suele consistir en la limpieza del apartamento (de la cual puede depender que reciban o no la ínfima paga semanal para gastos propios), el aprendizaje de español y la asistencia a nebulosos cursos formativos en los cuales los chavales cifran todas sus expectativas para cuando salgan de allí. Antara, cuyo caso también es excepcional por haber estudiado hasta bien entrada la adolescencia en Marruecos, sacó en claro de todo aquello un diploma: por un curso de nueve horas de “auxiliar de camarero”.
“¿Pero cuándo ha existido eso?”, se pregunta Eduardo Gutiérrez Nogal. Sociólogo con larga experiencia como educador en pisos tutelados de Madrid, Gutiérrez asegura que la telaraña burocrático-empresarial “se inventa títulos” como ése sólo por “rentabilizar” o justificar de alguna forma la estancia de los menas hasta que salgan a la calle. “No son conscientes de entrar en un engranaje que no les deja escapar. Van literalmente a la deriva”: en el momento en que dan problemas,“les ‘derivan’, de un educador a un trabajador social, o a un psiquiatra...”. Pero, precisamente por ese juego de la oca de las derivaciones,“estos chavales generan dinero por sí mismos. Cada uno de ellos produce, por así decirlo, aunque luego no les revierte nada, casi 4.000 euros al mes. Dinero público que las administraciones [las CC.AA.] dan a empresas para que la gestionen”.
Ejemplos: “Con que busques Fundación Samu en Google, verás los trapicheos que se han llevado en Andalucía. Usaban un cortijo de chavales para celebrar bodas... O la Fundación O’Belen [cerrada en 2017, con altos cargos del PP, Iberdrola y Endesa en su equipo fundador], que tenía un montón de denuncias por maltrato”. “Ha habido incluso muertes en centros como ésos. Hamid, que murió con 13 años... Una chica, atiborrada de pastillas, que se tiró de una furgoneta en marcha. Todo enmascarado de suicidio”.
Desde aproximadamente los años 90, comenzó a imponerse una nueva lógica mercantil en el sector de la asistencia social: “Les llaman usuarios”, a quienes ocupan estos centros, “pero es que es al revés: son las entidades las que hacen uso de ellos. Cuando ya no son rentables, que es a los 18 años, los tiran”. Rentables para el engranaje público-privado que gestiona sus estancias, creando “nichos laborales” que no existirían sin ellos. “Los chavales son el sustento del negocio”.
Según su última experiencia en un piso tutelado de Madrid, aparte de techo y comida, a los muchachos “les dan lo mínimo para vestirse; zapatillas de 7 euros que están reventadas en mes y medio, tres mudas de ropa interior...”. “No se les da voz ni se les escucha. No se les educa; se les quiere adiestrar, mediante el sistema de premios y castigos”. (Gutiérrez fue despedido “de repente y sin explicación”, dice, del último centro en que trabajó, gestionado por Fundación Samu, aunque está convencido de que se debió a “no acatar la línea” de “represión” impuesta. “De los catorce” educadores que había cuando él empezó allí, dice, “quedan la mitad”; se han ido yendo “por despidos, bajas o abandonos, con el caso grave de una compañera que sufrió acoso laboral”).
En ese piso, los menas “sólo tienen derecho a tres llamadas a la semana, que no pueden exceder los 15 minutos y que tienen que hacerse delante de un educador, apuntando además el motivo de la llamada y a quien llaman... Conozco a gente en la cárcel que tiene mejores condiciones”. Salvo por el toque de queda nocturno, a las 23 horas, pueden entrar y salir libremente durante el día, pero con “5 euros de asignación económica, que pueden convertirse en 10 si se portan bien y en 0 si se portan mal”, tampoco pueden ir muy lejos, sobre todo en Madrid. Suelen juntarse en pandilla para dar vueltas por el centro (algunos, como Antara, ahorran lo que pueden para comprar ropa).
Es frecuente, entonces, el conflicto con los educadores, a priori sus únicos puntos de apoyo y referencia: son adolescentes, algunos casi niños, solos, en un lugar desconocido, cuyo idioma y costumbres no conocen, y que se ven tratados como delincuentes en régimen de vigilancia. “Algunos te dicen: ‘eres como mi hermano, mi padre...’. Si en vez de eso somos chivatos, policías... –continúa Gutiérrez–. Otra consigna que dan los jefes: ‘distancia’. Pero vamos a ver: son personas. En lo pedagógico es absolutamente necesario el afecto; necesitan sentirse seguros, queridos... Si les tratas bien, en general responden muy bien. Pero como se les maltrata, se les amenaza, les quitan los móviles, muchos están en guerra” [y son posibles, entonces, noticias como ésta, de dudosa interpretación]. Pero no tienen elección: o el piso tutelado, que les ampara jurídicamente en el territorio, o la ilegalidad, el CIE o la deportación... Y “pueden soltarte en la frontera de Marruecos con Argelia aunque seas de Senegal”, apunta el educador.
No era esto lo que imaginaban al salir de su país. “Parece que tienen miedo de que sean independientes. Les hacen inútiles, para que trabajen luego en lo que nadie quiere hacer. Aquí han venido a buscarse la vida, ganar dinero y mandarlo a las familias. Se imaginaban buscando curro. Algunos quieren llegar a Francia, a Alemania... Vienen con una idea completamente deformada, alimentada por lo que ven en la televisión, o por algunos que al volver a su país no cuentan la realidad, por no preocupar o no quedar mal”.
Para Lourdes Reyzábal, presidenta de la fundación Raíces, un menor extranjero en situación de desamparo debe ser tutelado en España igual que uno nacional, con la propia Ley de Extranjería en la mano: “No podemos hablar de niños migrantes ilegales”. Debieran ser “acompañados en su proceso de autonomía” hasta cumplir la mayoría de edad, dice. Hay que acabar con las paradojas por las cuales pueden tener derecho de residencia temporal pero no autorización para trabajar; y tener que acreditar ingresos, luego, para poder quedarse, pero sin manera de obtenerlos. Los que consiguen en el margen necesario un contrato de trabajo que les permita normalizar su vida aquí “son dos o tres”.
Según Reyzábal, la propia administración está “contraviniendo las leyes”. “Lo que ocurre es que los distintos gobiernos, y ahí da igual el PSOE que el PP, saben que si cumplen con esos derechos tendrán más difícil controlar los flujos migratorios. Lo que hacen es practicar políticas que contravienen esa ley, incluso modificando la edad de los chavales, para que pasen cuanto antes a ser adultos”. [Algo que nosotros mismos confirmamos: Antara viene acompañado a la entrevista de un amigo de Senegal que asegura tener 15 años; después de los exámenes físicos que suelen hacer las CC.AA. para determinar la edad, pasó a tener oficialmente 17 para la administración madrileña.] “Si los haces adultos ya no tienen esos derechos... El mensaje que quieren enviar es que España no da papeles. Quieren conseguir que no vengan. Y se vulneran sus derechos de manera bestial para que se acaben yendo. El de Hortaleza es el centro de acogida de mayor maltrato de menores. Las comunidades les pagan billetes de autobús para que se vayan a otras y quitárselos de encima”.
Julia –otra educadora dimitida de su puesto recientemente– explica que la fortuna ha sonreído a Mohamed Antara por varios flancos a un tiempo. Por una parte, contaba con un documento de identidad de su país de origen en regla, y España tiene acuerdos con Marruecos para facilitar los trámites para un pasaporte. Además, es educado, dócil; no presenta el perfil frecuente de mena: “La gran mayoría de ellos vienen de la extrema pobreza, chicos que tuvieron que ponerse a trabajar a los 10 años, de familias que viven en una sola habitación. Les cuesta adaptarse”. Y recibir órdenes porque sí.
Los trámites que varios educadores hicieron por su cuenta dieron sus frutos para que Mohamed pudiera acceder a un piso para mayores de 18 años gestionado por una entidad independiente de la Comunidad de Madrid. No pudo entrar en ninguno de los que hay concertados en la región para mayores, gestionados por 11 entidades privadas y que en total ofertan “menos de cien plazas” para los centenares de muchachos en la situación de Antara. En Madrid, apunta también Julia, hay ahora “solamente dos técnicos gestionando las residencias. Lo que antes se hacía en días, ahora tarda cuatro meses”. “La percepción que tengo”, dice, respecto a la empresa que ha tutelado a Antara todo este tiempo, “es que les da igual” lo que les pase, a él y a los demás, una vez cumplen los 18. “La administración no les obliga a que salgan con permiso de residencia”. Simplemente les dejan en la calle al dejar de ser menores.
Enrique Martínez Reguera, psicólogo, filósofo, humanista, pionero en establecer pisos de acogida en el Madrid de los años 70, recuerda el caso relativamente reciente (podría contarlos por decenas) de un muchacho de Costa de Marfil que llegó a pie hasta Marruecos, atravesando varios países, y que “cruzó a nado el Estrecho”. “Cuando faltaban dos semanas para que cumpliera los 18” en un centro de acogida del sur, “le compraron un billete y lo mandaron a la estación de autobuses de Madrid”. Le dijeron que iría a recogerlo un señor llamado “Méndez Álvaro”. Pero Méndez Álvaro es en realidad el nombre de la estación sur de autobuses. “Estuvo horas esperando en la estación”, hasta que alguien le despertó del engaño. A través de una monja que conocía de su estancia en Ceuta, a la que pudo llamar, dio con Martínez Reguera. Éste le acogió. Consiguieron la nacionalidad, con tiempo y paciencia. Ahora, el chaval “trabaja en París, en una empresa importante”.
“No necesitan tutela”, afirma Reguera, con la autoridad de sus cuarenta años de experiencia tratando con ellos, “sino que se respeten sus derechos. Y el primero es el reconocimiento de que existen realmente. Todo lo demás es un fraude, un montaje. Han reinventado la esclavitud con chavales sin papeles para que además legitimen el miedo ciudadano, la intervención policial, el racismo...”. “Un chavalillo que atraviesa varios países caminando, que salta una valla, que pasa meses viviendo en un monte, que se juega la vida para atravesar con una patera el Estrecho... está demostrando una capacidad extraordinaria para hacer frente a la vida. Con una finalidad casi siempre preciosa: a ver si consiguen dinero para su familia. Demuestran una sensibilidad humana impresionante; un arraigo, que aquí estamos perdiendo; y una valentía y una capacidad para salir adelante tremendas. Pueden traernos sus valores de entrega, su preparación para la vida.... Estos muchachos no necesitan tutela de nadie. Lo único que necesitan es que se cumpla el derecho internacional, es decir, el derecho a la vida”.
–...Yo quiero ayudar a mi familia y ya está –dice Antara, sentado, junto a su amigo senegalés, en una cafetería del centro de Madrid. En cuya terraza no nos han dejado seguir mucho tiempo sentados: tres personas en una mesa, en tan privilegiado lugar, son muchas para una sola consumición, y los dos chavales –niños casi– han rechazado una y otra vez pedir nada. Ahora dan tientos clandestinos, como pidiendo perdón, a la tarta que el periodista ha pedido para él solo, con tres cucharillas.
–¿Pero te gustaría seguir estudiando?
–Sí. Pero en Marruecos había que pagar por todo.
–¿Qué soñabas ser en Marruecos?
–Quería ser jugador de fútbol. Y economista... ¡Me gusta el olor del dinero! –se ríe con su propia broma, abiertamente ya: los faros otra vez, destellando en los ojos oscuros del muchacho de 18 años recién cumplidos.
Sonríe, Antara. Está feliz. Si todo va bien (¿acaso él contempla lo contrario?), podrá quedarse el tiempo suficiente para regularizar del todo su situación, conseguir un trabajo. Cualquier cosa le vale para empezar. Repite invariablemente, cuando se le pregunta qué trabajo podría hacer aquí: “Camarero”. Lo haría bien; es avispado, agradable, y tiene mucha paciencia. También le encantan el cine y las novelas. Sus libros favoritos, dice, son de Víctor Hugo: Los miserables y El último día de un condenado.
--------------------
[Hace apenas unos días, el colectivo ExMenas lanzó en Youtube este vídeo, en que se puede ver y escuchar directamente a algunos de ellos: https://www.youtube.com/watch?v=BLvRlySI64k]
CTXT se financia en un 40% con aportaciones de sus suscriptoras y suscriptores. Esas contribuciones nos permiten no depender de la publicidad, y blindar nuestra independencia. Y así, la gente que no puede pagar...
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí