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“No tenía una buena relación con mi madre. Cuando contrajo Alzheimer, por primera vez compartimos ternura y complicidad. Se produjeron entonces cosas que no nos habían sucedido nunca. Desapareció una barrera entre nosotros: su carácter. De lo que se deduce que, sí, claro, el Alzheimer es una enfermedad terrible. Pero, y he aquí lo importante, el carácter también lo es. En este caso concreto, ambas enfermedades no podían coexistir a la vez y, durante un tiempo, desapareció la más inhumana”.

Hace meses que escuché estas palabras en la boca de un amigo. En tiempo real. Es decir, ambos las escuchamos a la vez, e ignoramos su significado hasta el momento preciso en el que se moduló. El resultado fue, sin duda, turbador. Lo sigue siendo para mí. Que el carácter sea una enfermedad equivale a aseverar que la identidad es una enfermedad. Y aquí, creo, hay que discernir entre personalidad y carácter. El carácter requiere libertad, decisión y elección. Es, tal vez, la paleta de la identidad, el punto en el que, como los colores, se mezclan las identidades. Es un punto ruidoso. Es una región del yo sumamente pública. Por lo mismo, sumamente básica. Es un yo y una identidad sumamente frágil y precaria, y con poca utilidad. Tal vez, que el yo no sea el tú. No confundirte con ningún otro. Así entendido, el carácter es un sustituto urgente de la personalidad, ese objeto tan costoso que requiere fracaso, duda y al otro. Es algo tan pequeño y tan poco costoso que desaparece, huye derrotado, en fin, con una enfermedad que es lo contrario a todo ese ruido. Lo que orienta a que es una enfermedad parecida.