No importa lo que pase, no nos separarán
La vida de Fernando Torres, siempre rodeada de pesados, cascarrabias, dementes y maniáticos del fútbol
Javier Divisa 22/06/2019
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Cuando el Niño llegó al Atleti con once años, nada más y nada menos, el Atleti tenía el doblete de la temporada 95/96 en sus vitrinas, pero él ya era indio aunque el Atleti se hubiera estado jugando una fase de ascenso a Segunda con el Cartagena y El Ejido, porque él no era del Atleti, simplemente era el Atleti. Le daba igual pasar penurias y sed en el desierto del Sahara que ser un triunfador de la vida tomando una copa de Veuve Clicquot en la Riviera Francesa. Esa era su querencia, el club por encima de las circunstancias. De todo. “Mi abuelo me inspiró a ser atlético porque en mi familia no había tradición al fútbol, él era del Atleti a muerte”. Con él empezó todo, qué pesados los abuelos.
Cuando cumplió 17 años fue convocado en el desierto para luchar por el ascenso a Primera División, y al ser Fernando el escudo del Atleti, habló como tal: “ha sido impresionante, es lo que he soñado toda mi vida”. Como lo normal de la vida (gracias Jardiel Poncela) es que los sueños no se cumplan sino que se ronquen, el Atleti siguió resoplando una año más en Segunda. Entonces llegó el otro abuelo, aparte de pesado, un cascarrabias del copón. Luis Aragonés. El sueño no era para tirar cohetes, pero el Atlético de Madrid volvió a Primera.
Cuando cumplió 19 años, en la temporada 2003/04, cómo no iba a llegar a capitán si ya era el escudo. Lo fue. No podemos imaginar hasta qué punto le puso la cabeza como un bombo, día sí, día también, su hermano futbolístico mayor, más pesado que los dos abuelos. Diego Pablo Simeone. En la premisa fundamental estaban de acuerdo: “somos lo que somos gracias a ellos”. Hablaban de la afición. En aquella época en el Atleti todo iba mal, menos Fernando Torres, que iba como una nave espacial hacia remotas galaxias. Como un cohete.
Cuando cumplió 23 años se fue al Liverpool por 36 millones de euros, y no dijo ningún tipo de chorrada impostada de jugador mediocre. Simplemente se limitó a dejar su impronta y sobre todo su vergüenza: “ojalá los jugadores que vengan puedan devolver al Atlético a Europa porque yo no lo he conseguido”. La vida de Fernando, siempre rodeada de pesados, cascarrabias, dementes y maniáticos del fútbol. Agárrense al sillón. Lo fichó para su proyecto Rafa Benítez y fue todo un ídolo para Anfield. Primera temporada, 24 goles, solo hubo uno mejor que él en toda la Premier, Cristiano Ronaldo.
Cuando cumplió 27 años se fue al Chelsea por 60 millones de euros y no triunfó, al menos no demostró el pastizal que pagaron por él, si bien logró su primera Copa de Europa pese a la hecatombe de la desorbitada inversión de Román Abramóvich. “Hay momentos que todo parece un desastre”. La vuelta a casa estaba cerca.
Cuando cumplió 30 años se fue a Lombardía y se debió aburrir como una lombarda. Jugó en el Milán. Se aburrieron todos, él, la afición, aunque en Milán en la última década aburrirse es lo previsible. No le metía un gol ni al arcoíris. Un año más tarde regresó a casa, incluso llegó a una final de Copa de Europa y lloró como un hombre a la manera de un niño de siete años sentado en las gradas. Lo pensó, lo dijo: “no importa lo que pase, no nos separarán”.
Con la Selección no solamente lo ganó todo, dos Eurocopas y un Mundial, sino que lo empezó todo, aquella heroicidad de Viena, el golazo ante Alemania, que definía a la perfección su juego: desborde, velocidad, fuerza, gol. Fue lo que siempre será: una leyenda, un caballero con unos abuelos pesadísimos, un muchacho con valores casi decimonónicos. Ya lo dijo Robert de Niro (Jimmy Conway): “Has aprendido dos cosas muy importantes. No traicionar a un amigo, y no irse nunca de la lengua”. Uno de los nuestros.
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