Una ofensiva por la convivencia en España
Sería sensato que los políticos pactaran una tregua y aceptasen posponer el momento de las soluciones. La haya o no, a España le vendría bien un espacio en el que estuviera permitido repensarla de arriba a abajo
Miguel Pasquau Liaño 21/06/2019
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Nota: este texto no está recomendado para todos los públicos.
Este artículo es un desahogo. Presenta flancos que serán dianas perfectas para metralla variada, y felizmente me doy cuenta de que no me importa. Sobre todo la metralla de “iluso”, pero también las de “bienintencionado”, “tibio”, “confuso”: me da igual, porque es un desahogo. No va contra nadie, pero no está escrito para todos. Guarda una secreta aspiración; no es la de convencer de nada, sino la de expresar un deseo que será entendido por un perfil de lectores que sé que existe, y que tiene dificultades para autoafirmarse. Trata de España, y de su mayor punto de incomodidad: el conflicto catalán. Y pretende animar a hablar a un tipo de catalanes y al resto de españoles que llevan tiempo sin saber qué decir porque descreen de lo que están oyendo.
Para abreviar, denominaré “conflicto catalán” a la aspiración de una parte de la población catalana de independizarse de España y constituirse en República reconocida internacionalmente, enfrentada a la determinación del Estado de impedir que su integridad territorial quede expuesta al azar de un referéndum. El derecho de autodeterminación (que, como aclaró el Tribunal Internacional de La Haya, no es contrario al Derecho Internacional, pero no es exigible a los Estados conformados constitucionalmente respecto de los pueblos que suscribieron el pacto constitucional), frente a la integridad del Estado y la indivisibilidad de su soberanía popular. Son dos posiciones inconciliables, que chocan entre sí: tal y como se plantean sólo cabe la victoria de una y la derrota de otra y, en última instancia, no admite término medio: o se apuesta por la indivisibilidad, o se apuesta por la autodeterminación. Se trata, además, para colmo, de dos principios o aspiraciones irreprochables desde el punto de vista de la legitimidad política: no se puede obligar al nacionalismo o separatismo a dejar de aspirar políticamente, en serio y de verdad, a un Estado propio, ni se puede obligar a la mayoría de un Estado a permitir una descomposición contra su voluntad.
La sombra del procés amenaza con ser alargada
Pudo no haberse llegado a este punto, pero se llegó. El soberanismo, por razones complejas que algún día habría que analizar con intención de acertar, y que no pueden simplificarse con los términos “humillación” ni “adoctrinamiento”, pasó de la política a algo más en el denominado “procés”. Ese “algo más” podemos definirlo objetivamente como una determinación por alcanzar la independencia por la vía de hecho, con “abuso” del marco institucional y un amplio apoyo ciudadano, intentando forzar desde un Parlamento y un Ejecutivo la ruptura del marco legal, constitucional y estatutario que fundamentaba su autoridad: bastaría, para justificar la expresión “abuso”, con decir que fue una ley electoral fundada en el marco estatutario vigente, y no el número de votos, lo que les dio mayoría absoluta en el Parlamento. Lo intentaron mediante la celebración de un referéndum arrancado al Estado con el uso de los mecanismos institucionales y el apoyo de una (parte de la) sociedad civil comprometida, que diera cobertura a una declaración de independencia, acaso reconocida internacionalmente. Ese empeño fracasó, al menos en su primer intento, por un lado por la enfrentada determinación del Estado de impedirlo, acudiendo al Tribunal Constitucional y recurriendo al artículo 155 CE, pero añadiendo también –esto es una opinión– una desafortunadísima gestión de la desactivación del referéndum, mediante un inesperado uso de la fuerza policial tan ineficaz e inútil como desproporcionado, como si realmente del resultado de aquel referéndum fuera a depender la integridad del Estado; y por otro lado por la falta de apoyo internacional. Hay varias secuelas. Por un lado, una población más dividida dentro de Cataluña y un mayor distanciamiento afectivo entre buena parte de la sociedad catalana y buena parte de la sociedad española. Por otro lado, un cierto colapso institucional: en mayor medida en Cataluña, donde las instituciones se han situado deliberadamente en modo de provisionalidad e interinidad, y en menor medida en el Estado, donde resulta enormemente complicado forjar consensos sobre muchos aspectos políticos (no sólo me refiero a una investidura o a unos presupuestos), por la falta de incentivos de las fuerzas políticas catalanas para comprometerse con las políticas de un Estado al que no quieren pertenecer, así como por la desmesura con que pequeños matices en este asunto se agigantan dramáticamente como argumento electoral: “no pacto con quien pacta con quien pacta con quien pacta con los golpistas”. Y por último, la trascendental secuela de un proceso judicial en el que nos estamos jugando mucho: no sólo la suerte personal de los acusados.
Quien quiera, que mida culpas: es normal, porque los daños son importantes. Pero cuidado con los culpómetros distorsionados y desafinados, que tienden a confundir las vigas con los granos según en qué ojo estén. Bueno sería que al medir no cayéramos en la facilidad de representarnos a los peores del otro bando, a los que dicen tonterías más gruesas o se aferran a tópicos que ya huelen. Hay mucho agravio acumulado, espectacularmente visible en Twitter y otras redes sociales en las que se producen incesantemente conversaciones cargadas de tópicos, de descalificación del otro, y se acaba frecuentemente con una grosería o una estupidez. ¿Tenemos claro que estúpidos, groseros, cínicos, ignorantes, fanáticos, imbéciles y cazurros los hay en todo tiempo y lugar? Pues si es así, intentemos poner delante a los mejores de los otros. Y veamos qué podemos hacer para escapar de un Día de la Marmota al que parecemos condenados.
Las prisas de la pureza
Algunos quieren salir con prisa: “vía eslovena”, dicen unos, creyendo –incluso de buena fe– que un épico desbordamiento ciudadano y una masiva desobediencia civil pueden hacer claudicar a la otra mitad de la población y al Estado que está de su parte; “más 155 ya” dicen otros, creyendo –incluso de buena fe– que suspendiendo la representación política, haciendo leyes educativas y dirigiendo TV3 van a secar las fuentes del independentismo político, cuando más bien están nutriéndolo. Son los puros, los ortodoxos, y también los integristas, es decir, aquellos que confían tanto en sus fuerzas y en sus razones que no encuentran incentivo alguno para otra cosa que no sea una batalla purificadora, cuanto antes mejor. Me gusta recordar (ya lo he hecho alguna vez aquí) el diálogo entre Adso y Guillermo de Baskerville, al final de “El nombre de la rosa”. Adso preguntó a Guillermo (un “equidistante” entre la Inquisición y la heterodoxia) qué es lo que le molestaba de la pureza (es decir, de la ortodoxia), y Guillermo contestó: “la prisa”. Es decir, la confusión entre importancia y urgencia. Los integristas son dañinos. Son carroñeros: ganan en la entropía. El equilibrio es su rival, y lo denuestan, lo califican de debilidad moral. La armonía no les interesa. La complejidad, no la soportan. No reparan en el daño, porque saben alimentarse de los destrozos. Sólo les importa la ganancia de la victoria, no sus costes. Este artículo no va dirigido a ellos, y me siento íntimamente liberado de sus reproches de tía Virtudes. La “tía Virtudes”, en mi entorno, se cree kelseniana; la “tía Virtudes”, en Cataluña, se cree Gandhi, pero no creo que Kelsen ni Gandhi se llevaran muy bien con ellas.
Cuando no hay condiciones que hagan posible la solución que creemos teóricamente mejor, no tiene sentido batirse en duelo, salvo que el objetivo sea la batalla misma. En ese escenario, la prisa es un problema, y las treguas son una decisión difícil, elaborada, pero racional. Quizás estemos en un momento en que el único acuerdo al que podría llegarse sería precisamente una tregua (incluso unilateral), que a nadie hace renunciar a nada, salvo a la prisa. Pero hay, además, otro problema: la lógica de los partidos, que viven de sus resultados electorales, y dejan siempre para otra ocasión algunas propuestas en las que quizás creen pero que traen riesgos electorales. Sólo en momentos excepcionales encontramos atisbos de lúcida audacia, y no estoy seguro de que estemos en la antesala de uno de ellos. Los cálculos tácticos pesan y están acentuando la situación de bloqueo, que es la peor para todos pero da de comer a muchos. Manda el corto plazo. Las grandes reformas suelen llevarse por delante a quien pone la cara: acuérdense de Adolfo Suárez: lo mejor que hizo todavía dura, pero él duró menos de seis años.
Salir del armario
Propongo, pido, deseo que quienes sepan y puedan, pasen a la acción, sin prisas y sin órdenes de partido. Que lo hagan quienes quieran a España pero se sientan incómodos con cómo la están defendiendo y cómo está renunciando a su mejor versión. Quienes por afecto y empatía, y no por sentido de propiedad, no se imaginan a una España sin Cataluña. Quienes por españoles vivieron con gran desazón y vergüenza propia el espectáculo policial del 1-O. Quienes no son complacientes con el procés pero no necesitan una sentencia dura como forma de reparación de un agravio, sino que se alegrarían de una sentencia que hiciera el mínimo uso posible del derecho penal, dentro de la legalidad que vincula al tribunal. Quienes, en Cataluña, sean o no independentistas, no suscriben el todo o nada en el que parecen instalados la mayoría parlamentaria y el Govern. Propongo que pasen a la acción para implicarse en un diálogo que no puede delegarse exclusivamente en los partidos. Los partidos, que hablen donde quieran, como quieran y cuando quieran, pero si ese diálogo no viene arrastrado o acompañado por una conversación entre nosotros, corre el riesgo de artificiosidad, tacticismo y apaño. Da igual que muchos no estén interesados, incluso da igual que muchos ronden el debate público en actitud de vigilancia y te regañen cada vez que dices “pero”. Hay que salir del armario.
Estoy pensando en tantos españoles que –en Cataluña y fuera de ella– se han sentido atenazados por las dos ortodoxias hegemónicas: la independentista y la del constitucionalismo bunkerizado y empequeñecido. La de los que creen que ya se han ido de España y sólo falta un sello, y la de los que hacen de la defensa del statu quo una dramática cuestión de ser o no ser. La de los que no pierden ocasión de denostar el Estado “Ñ” que no habría salido aún del franquismo, y la de los que sacan las uÑas cuando se habla de España y te excomulgan si no comulgas con todas y cada una de las piezas del discurso reactivo del Estado. Yo estoy harto de estos globos que nos dejan sin aire, y juraría que muchas mujeres y hombres de toda España querrían despertarse una mañana con una noticia que cambiase todo ese escenario, como aquella mañana de hace más de diez años en que, después de ciertas tensiones agónicas, anunciaban en la radio un acuerdo entre Zapatero y Mas sobre la reforma del Estatuto de Cataluña. Esa noticia que hoy nadie imagina. (Ya, ya estoy escuchando los rumores: “¡ese fue el gran error!”, “¡se les da un dedo y te comen la mano!”, “Mas se bajó los pantalones”, etc.).
España no está condenada ni al desmembramiento ni a una reacción nacionalista centrípeta de dientes apretados. España tiene nota de selectividad para aspirar a las carreras que quiera
Unos cuantos intelectuales, juristas, empresarios, universitarios, activistas sociales, políticos retirados, periodistas, etc., podrían dar el paso y formalizar un movimiento ciudadano dispuesto a ponerse en medio de manera organizada, estratégica, eficaz y que fuera capaz de decir, con fuerza, algo distinto a lo de siempre. Hay agua en la piscina, y mucha gente se sentiría aliviada. Hay que escapar de la resignación. España no está condenada ni al desmembramiento ni a una reacción nacionalista centrípeta de dientes apretados. España tiene nota de selectividad para aspirar a las carreras que quiera, puede salir de las arenas movedizas en que parece estar, y yo tengo la convicción (más bien es un recuerdo) de que conseguirá más si los catalanes están aquí, si se sienten de verdad llamados y no abducidos, si se les reconoce el protagonismo que merecen y quieren asumirlo. España no es sólo la espesa densidad que contamina a Madrid, también es Galicia, Andalucía, País Vasco, Valencia, tratando entre ellos. Esa España compuesta y compleja puede también librarse de sus vértigos. Arrastra vicios, ha perdido fuerza como proyecto aglutinador, tiene muchos defectos, pero es uno de los Estados con mayor protección de derechos y con mejores prestaciones sociales, un Estado con territorio, recursos económicos y potencial humano que le permiten competir en buenas condiciones dentro del prodigioso proyecto europeo, con una dispersión saludable del poder en entes autonómicos con competencias nada desdeñables, con un poder judicial sólido e independiente pese a la ósmosis entre su cúpula y los partidos políticos. ¿Por qué no salir de la resignación y de las inercias, y empujar a favor de una regeneración? Si esa “regeneración” desembocase en una “reconstitucionalización”, si resulta que descubrimos que algunos consensos del 78 no son los consensos de hoy aunque los sostengan con más o menos entusiasmo un 55%, no pasa nada: ya lo veríamos, pero aparquemos las prisas, no comencemos por la pregunta final, porque entonces el motor se “ahoga” y no arranca.
Hay muchas maneras de cuidar a España, que no consisten en simplemente conservarla y repetirla
Hay muchas maneras de cuidar a España, que no consisten en simplemente conservarla y repetirla. Hay mucha gente cabal, que piensa, siente y vota de manera distinta, pero no se ha encasquillado. No tienen que pedir permiso para hablar de España. Y no deben seguir esperando a que a algún partido se le ocurra algo, para apoyarlo o rechazarlo. Los independentistas no quieren hablar de España, sino de Cataluña. Cs y PP tienen un cajón de estribillos que parece bastarles, que no sirven como inicio de ninguna conversación. El PSOE, situado en el centro del escenario, por el que todo habría que pasar, está paralizado, no dice nada, porque no le interesa la clarificación y tiene demasiados vetos internos. Es su rémora maldita. Podemos está en posición idónea, y libre de marcas, para decir cosas nuevas, pero por alguna razón se quedó en lo del referéndum pactado, que por requerir un pacto, se desactiva como bálsamo de Fierabrás. Pero entre nosotros sí podemos hablar de lo que queramos, sin temas prohibidos, sin temor a la zancadilla desde la retaguardia, sin cálculos sobre cómo seguir manteniendo el voto tanto en Huelva como en Barcelona, libres de la pugna por el liderazgo entre Puigdemont y Junqueras. Entre nosotros podemos hablar tranquilamente de república, de federalismo, de qué pasó con el tribunal constitucional, de 155, de las lenguas, de cómo evitar la instrumentalización de las instituciones, de qué son las nacionalidades como diferentes a las regiones, de financiación autonómica, de reformas constitucionales, incluso de indultos y de referéndum, de todo lo que queramos. No sólo de lo fácil y poco comprometedor, como el Senado o la línea de sucesión dinástica. Hacen falta más voces comprometidas con España de otra manera, no podemos saber cuántos somos los que necesitamos escucharlas.
Sería sensato que los políticos pactaran una tregua y aceptasen posponer el momento de las soluciones. La haya o no, a España le vendría bien un espacio en el que estuviera permitido repensarla de arriba abajo y favorecer la convivencia. No es suficiente con las pinceladas de Twitter, con artículos sueltos, ni con conferencias aisladas. Yo estoy hablando de una ofensiva. Pero eso requiere que quienes pueden, quieran. Sepan que estamos esperándolos.
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Autor >
Miguel Pasquau Liaño
(Úbeda, 1959) Es magistrado, profesor de Derecho y novelista. Jurista de oficio y escritor por afición, ha firmado más de un centenar de artículos de prensa y es autor del blog 'Es peligroso asomarse'. http://www.migueldeesponera.blogspot.com/
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