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Comunidades cooperativas en tiempos de catástrofes

La crisis ecosocial nos garantiza periodos convulsos. Mientras esperamos lo inesperado, haríamos bien en aumentar la resiliencia con dinámicas de apoyo mutuo

José Luis Fdez Casadevante ‘Kois’ / Nerea Morán 31/07/2019

<p>Voluntarios limpian chapapote de una playa gallega.</p>

Voluntarios limpian chapapote de una playa gallega.

LA SEXTA

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Al contrario de la ola polar que amenaza el futuro de los siete reinos de Juego de Tronos, la catástrofe que se avecina sobre nuestras sociedades es una crisis ecosocial, cuyo exponente más visible sería la emergencia climática y su verano perpetuo. Un escenario que nos garantiza que vamos a asistir a una creciente proliferación de desastres ambientales y shocks socioeconómicos; lo excepcional va a convertirse en parte de nuestra normalidad.

Estos acontecimientos singulares que por su dimensión o dramatismo interrumpen la normalidad, suelen inaugurar un periodo en el que se abren huecos para que sucedan fenómenos que días antes resultaban impensables o imposibles. En muchas de estas situaciones de emergencia se despliegan de forma espontánea comportamientos sociales basados en el altruismo y la generosidad. Episodios marcados por un fuerte protagonismo de la sociedad civil, donde se demuestra una alta capacidad de resiliencia y creatividad, pues frente a las catástrofes suelen oponerse altas dosis de empatía; surgen inesperados liderazgos anónimos y se reinventan mecanismos de solidaridad y ayuda mutua.

Rebecca Solnit ha estudiado varios de estos fenómenos espontáneos de solidaridad comunitaria (Gran incendio de San Francisco, terremoto de México DF, huracán Katryna en New Orleans, huracán Sandy en New York…) y los ha bautizado como paraísos construidos en el infierno. Situaciones donde la cotidianeidad se ha quebrado y resulta obligatorio recrear condiciones inmediatas para la supervivencia. Esto se logra mediante estrategias de salvación colectivas, que generan nuevas formas de sociabilidad, fomentan el sentido de pertenencia compartida y un sentido de compromiso individual, a través de tareas que generan una sensación de bienestar a quienes las ejecutan, por arriesgadas, sacrificadas o tediosas que sean. Una nueva cotidianeidad que se hace cargo de la fragilidad de la vida y su cuidado como prioridad, que premia comportamientos altruistas, cooperativos  o colaborativos. 

Esto se traduce en la capacidad para redefinir las prioridades y escalas de valores: como poner la vida por encima de la propiedad o la necesidad sobre lógicas legales o cálculos de mercado; en la imposición de protocolos para compartir de formas socialmente justas recursos escasos como el agua, los alimentos o las medicinas; la preocupación y el cuidado por los extraños en hospitales de campaña, cocinas colectivas o albergues improvisados. Un despliegue de inéditas dinámicas comunitarias, pues según Solnit los desastres son algunas veces una puerta trasera al paraíso, hacemos lo que deseamos y tenemos la posibilidad de cuidar de nuestros hermanos y hermanas. Los desastres ofrecen una liberación temporal de las preocupaciones, inhibiciones y ansiedades asociadas con el pasado y el futuro porque fuerzan a concentrar la atención total en el momento inmediato, resolver las necesidades diarias sin los condicionantes de la vida cotidiana.


Un fenómeno constatado por otros autores que han sistematizado diversas investigaciones sobre catástrofes, como las de Charles Fritz, que pasó de estudiar el comportamiento de la sociedad londinense en los refugios durante los bombardeos nazis a otro tipo de graves incidentes. Años de trabajo le llevaron a constatar que pocas comunidades que han padecido una catástrofe caían en el pánico prolongado o el caos, sino que por el contrario el resultado solía ser el fortalecimiento de  los vínculos sociales y que la gente se esforzaba por aportar y reconstruir el bien común. Su teoría sostiene que los desastres empujan a la gente a pautas de relación más orgánicas, provocan una “comunidad de víctimas” que permite a las personas empatizar fácilmente y establecer conexiones tranquilizadoras con quienes han vivido lo mismo.

El periodista Enrnest Junger comparte este enfoque en su libro Tribu, editado por Capitán Swing. En sus páginas afirma que en estas ocasiones “las diferencias de clase se borran temporalmente, las disparidades de ingresos se tornan irrelevantes, no se da  importancia a la raza, y se valora a los individuos sencillamente por lo que están dispuestos a hacer por el grupo. Es una especie de fugaz utopía social, enormemente gratificante para la persona media y directamente terapéutica para los que padecen enfermedades mentales”.

Una vez que la predecible vida cotidiana es alterada de forma azarosa por desastres estos suelen conllevar un margen de descontrol institucional, una pérdida de certezas ante las que aparecen todas las cautelas y miedos del poder hacia el comportamiento de sus sociedades actuando libremente. Sin la tutela institucional se anticipa la vuelta al estado de naturaleza, al salvaje todos contra todos. En estas situaciones las Administraciones Públicas suelen evidenciar una percepción negativa sobre su ciudadanía, marcada por la hostilidad, el miedo y la desconfianza hacia quienes van a usar la catástrofe como una ocasión perfecta para la subversión, el saqueo o la desestabilización. Una idea reiterativa en el tiempo, que va desde el ejército británico y su miedo a la proliferación del comunismo en los refugios antiaéreos de la II Guerra Mundial, hasta el ejército norteamericano y su obsesión por los saqueos durante la inundación de New Orleans.

En nuestra geografía podemos recordar lo sucedido con el hundimiento del petrolero Prestige frente a las costas gallegas, cuando las gentes del mar, pescadores y vecindarios de la costa, se volcaron en recoger el fuel con sus propias manos o improvisando mecanismos artesanales desde los barcos. En los días inmediatamente posteriores empezaron a llegar a la costa gallega miles de voluntarios de la sociedad civil para colaborar con las operaciones de limpieza. Según datos oficiales, que seguramente se quedan cortos, más de 65.000 personas acudieron de toda España y Europa para luchar contra el fuel. Alojados en polideportivos, alimentados por las comunidades locales, con sus trajes blancos llenos de manchas negras simbolizaron la solidaridad que abrazó la costa gallega. 

Respuestas que con muchas similitudes podemos encontrar en los atentados del 11M en Madrid y la ciudadanía auxiliando a las personas heridas, con enormes colas para donar sangre o los taxis funcionando como ambulancias; los incendios veraniegos en los que vecindarios enteros organizan cadenas humanas para colaborar en la extinción del fuego… 

Situaciones excepcionales en las que la efervescencia comunitaria es capaz de disolver el individualismo, de transmitir a la gente sus enormes capacidades y hacerla consciente del poder que tiene, a la vez que se impregna de un sentido de responsabilidad cívica. Como afirma Solnit un extraño placer recorre a las personas que han enfrentado catástrofes pues vivencian deseos negados de vida pública, de sentirse útiles socialmente y de pertenecer a una comunidad inclusiva. 

Un enfoque compartido por la literatura sobre sociología de los desastres y por quienes se encargan de asesorar a las comunidades que quieren estar preparadas ante situaciones de riesgo; pues ponen énfasis en una serie de rasgos como desarrollar la flexibilidad y la capacidad de improvisación, establecer relaciones sociales igualitarias y menos jerárquicas, fomentar el sentido de pertenencia y la participación. Una suerte de invitación a trasladar a la vida cotidiana formas de organización social que solemos asociar a una sociedad más utópica. No se trata de promover una mirada ingenua, que pretenda universalizar y hacer permanentes los patrones de comportamiento que acontecen en momentos extraordinarios, sino de ser capaces de reconocer en estas gestas sociales los gestos que deberíamos cultivar, identificando esbozos de lo que el mundo podría llegar a ser.

Las profesiones acostumbradas a lidiar con el riesgo de forma ordinaria establecen estrictos códigos éticos de actuación que se sustentan en la interdependencia y la confianza mutua ante las catástrofes. Pensemos en los mineros y su compromiso de movilizarse infatigablemente mientras haya posibilidad de rescatar a compañeros con vida, los bomberos y cuerpos especializados de rescate entrenados para enfrentar colectivamente los riesgos o el mismo ejército y los peligros asumidos para rescatar heridos en las rutinas de combate. Por contraste los paraísos construidos en el infierno son espontáneos ejercicios de solidaridad entre desconocidos, desesperados retos para la  creatividad colectiva, fugaces derroches de sociabilidad orgánica que difícilmente son sistematizados o protocolizados para el futuro. 

Algunas veces estos sucesos pasan a formar parte de la memoria colectiva, se instalan placas conmemorativas y se introducen en los libros de historia. Otras veces permanecen a la sombra de la historia oficial, como relatos clandestinos de una historia con minúscula grabada en la mente y el corazón de quienes los vivieron. Lo relevante es si estos episodios son capaces de sedimentar una difusa experiencia social, que en muchos casos se perderá con el tiempo, pero que en otros se consolidará como un acto reflejo, capaz de hacer responder a la sociedad de forma automática e involuntaria ante situaciones similares.

A pesar de las ejemplares e inspiradoras respuestas cívicas, conviene enfatizar que estas situaciones excepcionales no suelen ser las mejores aliadas para consolidar procesos de cambio social, pues por desgracia no se puede improvisar una cultura alternativa, un nuevo modelo productivo o estilos de vida sostenibles y prosociales. Sin embargo, como sistematizó Naomi Klein en La doctrina del shock, los poderes económicos y financieros sí han sido capaces de diseñar estrategias para aprovechar las catástrofes para profundizar en sus dinámicas de mercantilización, privatización, desplazamientos forzosos, socialización de las pérdidas y erosión de los derechos ciudadanos.

Indudablemente la vida de quienes han atravesado exitosamente una catástrofe no vuelve a ser igual, no hay reversibilidad, pues este tipo de experiencias transforman la percepción del mundo y la autopercepción de uno mismo; pero la normalidad siempre termina por volver a imponerse. Los desastres devienen pedagógicos cuando se logra mostrar las potencialidades de lidiar de forma humanista ante lo inesperado; evidenciando cómo el instinto de superveniencia es más cooperativo de lo que intuitivamente pensaríamos y como estas ejemplares respuestas ciudadanas pueden llegar a sedimentar experiencias que resulten inspiradoras en el futuro.

No en vano la popularización de la idea de resiliencia en el campo de las ciencias sociales viene de la psicología, cuando se usa para describir la capacidad que tienen las personas para rehacerse emocionalmente y continuar con su vida después de haber sido sometidas a grandes presiones (catástrofes, traumas, o situaciones ambientales adversas como pobreza o violencia). Los rasgos que hacen aumentar la resiliencia de una persona o comunidad serían la autoestima colectiva, la identidad cultural, el disponer de habilidades sociales, el encontrarse insertos en redes de apoyo, presencia de familiares o cuidadores competentes, tener un propósito significativo en la vida, creer que uno puede influir en lo que sucede a su alrededor o creer que se puede aprender de las experiencias negativas. 

La crisis ecosocial nos garantiza tiempos convulsos, así que mientras nos predisponernos a esperar lo inesperado, haríamos bien en aumentar la resiliencia mediante la reactualización e intensificación de dinámicas de apoyo mutuo. Ante las catástrofes por venir nos conviene anticipar en la medida de lo posible modestas doctrinas del shock cooperativas.

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José Luis Fdez Casadevante Kois es miembro de Garúa S. Coop. Mad. y del Foro de Transiciones. 

Nerea Morán es miembro de Germinando S. Coop. Mad. y del Foro de Transiciones.

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