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Fotograma de 'Chernobyl' de HBO.
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El 26 de abril de 1986 ocurrió lo imposible: el reactor 4 de la central nuclear de Chernóbil explotó por los aires exponiendo durante días al mundo a unos niveles de radioactividad sin precedentes en la historia de la humanidad. Una catástrofe cuyas ondas siguen oscilando con fuerza en el lago de lo social a pesar del tiempo transcurrido: más de 30 años que, como los 20 en el tango de Gardel, no son nada. Y no lo son porque todavía hoy hay quien parece decidido a seguir avivando ilusiones nucleares que nos acechan como una pesadilla del eterno retorno.
En este contexto es de agradecer que la nueva serie coproducida por HBO y Sky se lance a narrar el incidente nuclear más grave del siglo XX. La producción ha despertado un aluvión de comentarios y críticas positivas por su capacidad para abordar este suceso mediante un impresionante despliegue técnico y artístico. Esto, unido a una cuidada estrategia de marketing, ha desatado un torrente de comentarios y recomendaciones. En lo que sigue nuestra intención será evaluar esta serie a la luz de esas recurrentes ilusiones nucleares. Ver cómo en el caso de algunas de ellas Chernobyl tiene la capacidad de convertirse en un potente revulsivo mientras que, para otras, sus cinco capítulos son un ejemplo más de una larga historia de mistificación que todavía hoy nos impide mirar a los ojos al abismo que la energía nuclear y el mundo que esta ha abierto a nuestros pies.
La nuestra es la era de una crisis energética global sin precedentes que apenas empieza a manifestarse. Al agotamiento de los combustibles fósiles se une el acuciante problema del cambio climático y, ante ello, a los viejos defensores de lo nuclear se les unen incluso voces que se reivindican ecologistas, como por ejemplo Lovelock, para plantear que la energía del átomo es la única opción que nos queda para salvar el planeta Tierra y, simultáneamente, el demencial modo de vida consumista que el capitalismo industrial ha ido construyendo en su superficie en las últimas décadas.
En este contexto es interesante que series de televisión como Chernobyl, o la alemana Dark, nos refresquen la memoria sobre los desastres que lo nuclear carga a sus espaldas. Y más aún, que en su metraje nos transmitan implícitamente una advertencia sobre los riesgos presentes y futuros de esta energía. Sin embargo, lo que estas no logran es hacernos ver que estos riesgos van mucho más allá de la posibilidad de un desastre, por espeluznante que ésta sea. La energía nuclear tiene más pasado que futuro. Las reservas de uranio, su principal combustible, son escasas y están sujetas a dinámicas de agotamiento análogas a las de los combustibles fósiles. Además, aunque la energía nuclear no emita gases de efecto invernadero (que sí que son emitidos en los procesos de construcción, transporte y mantenimiento de las centrales), es una energía sucia que produce residuos radiactivos con un potencial contaminante de miles de años, y para los que no tenemos otra solución que su almacenamiento en piscinas y almacenes de residuos de capacidad necesariamente limitada. Como guinda del pastel nuclear, debemos entender además que su uso está directamente relacionado con la producción de armas de destrucción masiva. En muchas ocasiones, debido al enorme coste de la energía nuclear, su inversión sólo se justifica por su aplicación a la industria de la guerra. Invertir en nucleares es aumentar el arsenal de un mundo sobrado ya de capacidad para autodestruirse.
Siendo así, no puede más que mover a la reflexión profunda el hecho de que la fascinación nuclear siga cautivando a algunos. Esto es así en parte porque nuestra época, para bien o, más probablemente, para mal, está cosida con el hilo de lo nuclear desde que el día 6 de agosto de 1945 el bombardero Enola Gay descargara desde su vientre la bomba nuclear que devastó Hiroshima. Fecundaba así a un mundo que daría a luz a vástagos dantescos: la destrucción masiva y la demostración de poder que representa el control militar de la energía nuclear. Por primera vez en nuestra historia alcanzábamos la capacidad de autodestruirnos como especie. El miedo a la guerra nuclear anidaría en todas las generaciones siguientes, y el botón nuclear se convertiría en una representación clave de la supuesta capacidad todopoderosa del ser humano para gobernar el mundo gracias a la tecnología (lo que en realidad no fue más que un aumento considerable de nuestra capacidad para la destrucción a gran escala).
No es de extrañar que, en ese contexto, la energía nuclear comenzase a promoverse como una aplicación civil de ese inmenso poder, una forma de ponerlo al servicio de la sociedad y, sobre todo, de la economía. Así como tampoco es de extrañar que buena parte del mundo de la ciencia y la tecnología abandonase cualquier atisbo de conciencia crítica para lanzarse en pos del paraíso que preconizaba lo nuclear, al igual que hace hoy con otras tantas ilusiones tecnooptimistas. Ya no estamos en los años 50, ni siquiera en los 70, y por ello no puede dejar de ser alarmante que la ilusiones nucleares sigan en pie. Parece que nuestro modo de vida está tan íntimamente ligado a lo nuclear que aún hay quien prefiere asumir sus riesgos a la mera posibilidad de transformar nuestro modo de vida y las incertidumbres que implica. Hay quien prefiere seguir viviendo un poco más en la extralimitación energética pese a que el inevitable coste posterior sea devastador.
Por desgracia, Chernobyl es más una crítica al mundo soviético que a la energía nuclear como fenómeno sociopolítico. En una de las escenas de la serie, uno de los responsables políticos del Estado soviético ordena poner a los ciudadanos de Prípiat en cuarentena, exponiéndolos así a niveles inmensos de radioactividad. No es casualidad que, antes de tomar esta decisión que condenará a muerte a miles de personas, se invoque el verdadero nombre de la central nuclear devastada: Vladímir Illich Lenin. Lenin como símbolo del poder centralizado, de la servidumbre de la mayoría del cuerpo social, de un sistema soviético irracional y secuestrado por los imperativos de la burocracia. Sin embargo, la extensión de la crítica que realiza la serie debería abordar el hecho de que la organización social responsable de la catástrofe es, al mismo tiempo, la requerida a nivel técnico para desarrollar el uso de la energía nuclear en sus aplicaciones civiles o militares. Toda sociedad nuclear tiene que ser fuertemente jerárquica, burocrática, dirigida de forma centralizada y basada en la producción en masa. Un modelo de sociedad intrínsecamente antidemocrático que encaja a la perfección con la dictadura soviética que, pilotada por Gorbáchov, fue responsable de la catástrofe. Pero una serie de características que, no lo olvidemos, describen también a las sociedades capitalistas industriales en las que vivimos, y que cargan a sus espaldas con catástrofes como la de Three Mile Island o la de Fukushima.
La imposición de modelos antidemocráticos exigida por la nuclearización debería ser uno de los argumentos fundamentales sobre los que sustentar nuestra negativa a su uso
Esa imposición de modelos antidemocráticos exigida por la nuclearización debería ser uno de los argumentos fundamentales sobre los que sustentar nuestra negativa a su uso. En palabras de Jaime Semprún, “la cuestión nuclear no es técnica ni científica, ni siquiera ecológica, sino simplemente social”. Esta reflexión escapa al metraje de Chernobyl, incapaz de mostrar que la aparición y extensión de la energía nuclear, como la de otras tecnologías industriales, ha requerido y ha impulsado al mismo tiempo una profunda transformación civilizatoria. El abismo existente entre la insignificancia de acciones como pulsar un botón y consecuencias tan brutales como la explosión de la bomba atómica constituye lo que Günther Anders denominaba un desnivel prometeico. Y este desnivel, este desconocimiento de las consecuencias de nuestros propios actos, es la base de la tranquilidad de conciencia del mundo contemporáneo. La complejidad técnica y social de nuestras sociedades imposibilita que actúen nuestros mecanismos de empatía, y que nos sintamos plenamente responsables de las consecuencias que genera, por ejemplo, nuestro consumo de recursos. La democracia es incompatible con una sociedad de individuos irresponsables, por eso la decisión sobre el uso de nucleares no puede ser una decisión meramente técnica.
Quizá resulta excesivo esperar de la serie que refleje todas estas críticas, sin embargo, resulta llamativo que en el maremoto de noticias en torno a Chernobyl que ha inundado los periódicos y las redes en las últimas semanas casi nadie haya recordado los libros de Anders, Semprún o Roger y Bella Belbéoch, los autores del quizá mejor libro publicado hasta la fecha sobre la catástrofe nuclear, “Chernobyl, una catástrofe”1.
O quizá no tan llamativo teniendo en cuenta que todos estos autores mostraron de manera contundente que lo nuclear no es separable de nuestro mundo, sino que lo requiere y es consustancial al mismo. Oponerse a la energía nuclear es oponerse a la sociedad industrial (capitalista o soviética) centralizada, jerárquica y burocrática.
Más aún, es imposible no ver que la energía nuclear, sus inventores y sus gestores “navegan en el mismo barco”. Nos arrastran con ellos hacia un mundo en el que el peligro de la energía nuclear se convierte en el chantaje permanente de un poder que se presenta ahora, de la mano de sus adalides científicos, como incuestionable. Sólo el Estado, la ciencia y el mercado pueden mantener a raya la hidra nuclear, sólo ellos pueden protegernos de su propio chantaje civilizatorio.
Así, otra de las críticas que pueden realizarse a la serie es la manera en la que sigue dando aliento y crédito a una de las mitologías fundacionales de la modernidad: el cientifismo. Desde nuestro punto de vista todavía nadie ha mejorado la definición que el grupo francés Survivre… et vivre realizó de este fenómeno allá por el año 1971. Aunque esta es demasiado extensa para reproducirla, este pequeño fragmento puede bastar para sintetizar su posición:
La ciencia ha creado una ideología propia que cuenta con muchas de las características de una nueva religión. Podemos llamarla cientifismo [...]. El cientifismo hoy ha arraigado profundamente en todos los países del mundo, sean estos capitalistas o “socialistas”, desarrollados o en vías de desarrollo [...]. Ha, de lejos, sustituido a todas las religiones tradicionales [...]. El poder de la palabra “ciencia” sobre la mente del gran público es de naturaleza casi mística, y sin duda irracional. La ciencia es, para las masas, e incluso para muchos científicos, como magia negra. Y su autoridad es a la vez indiscutible e incomprensible2.
Por supuesto, como cualquier otra religión o mitología, la ciencia necesita sus héroes y sus sacerdotes. Los científicos se convierten así en salvadores íntegros y desinteresados, en buscadores incansables de la verdad que sacrifican su vida por el bien común. Más aún, en interlocutores privilegiados con verdades inaccesibles para el resto de los mortales que, gracias a la intercesión de sus rituales e instrumentos, permiten al resto de simples humanos aspirar a la salvación si no del alma, al menos de sus frágiles cuerpos expuestos a las nocividades del mundo industrial.
Legasov y Khomyuk son precisamente los encargados de jugar este papel heróico-salvador en Chernobyl. Frente a las irracionalidades de los líderes políticos, los intereses mezquinos de los técnicos locales y la incompetencia de los trabajadores; los dos científicos se nos presentan capítulo tras capítulo como humanistas altruistas dispuestos a sacrificar su propia vida por descubrir la verdad de lo ocurrido y hacer valer dicha verdad frente al irracional y burocrático Estado Soviético, a la sazón condenado por defecto por cualquier espectador del Occidente liberal.
Y, sin embargo, no podemos olvidar que Khomyuk es un personaje inventado, y que Legasov era un alto cargo de uno de los institutos de investigación más importantes de la URSS. Es decir, un burócrata de alto rango como cualquier otro de los que aparecen en el metraje de la serie, acostumbrado a la lucha fratricida por el estatus y producto de un orden de dominación que realmente nunca estuvo dispuesto a poner en cuestión. El incendiario alegato de Legasov frente a los tribunales de la URSS que cierra la serie nunca sucedió, se trata de una licencia dramática que permite al director alzar a la posición de héroe a quien nunca fue más que un burócrata con mala conciencia (responsable, por otro lado, de miles de muertes por sus acciones y omisiones).
De hecho, quizá la mejor manera de pensar sobre qué implica una catástrofe nuclear no sea ver una serie de televisión. El revival más realista y aciago de la catástrofe de Chernóbil lo vivimos hace tan sólo un puñado de años en Japón, cuando un terremoto llevó a que lo esta-vez-sí-imposible sucediese de nuevo: la catástrofe nuclear de Fukushima.
En “Resilience in Fukushima: Contribution to a Political Economy of Consent”2, el francés Thierry Ribault sintetiza casi una década de trabajo para mostrar el modo en que la deificación de la ciencia, engarzada con la gestión neoliberal de la catástrofe a través de conceptos como el de resiliencia, está permitiendo que una de las mayores catástrofes ecológicas y sanitarias de la historia pase desapercibida y no tenga ni tan siquiera la fuerza suficiente como para poner sobre la mesa la necesidad de un cuestionamiento integral del papel social jugado por la energía nuclear. En este artículo magistral es posible encontrar los argumentos clave que muestran el papel que, junto a gestores, empresarios y políticos, los científicos juegan en la tétrica tarea de normalizar el riesgo nuclear y justificar la posibilidad, y casi la deseabilidad, de convivir con niveles de radiación que con toda seguridad producirán la muerte de miles de personas.
¿Seremos capaces de mirar a la cara a esta catástrofe, y a la catástrofe general que implica la existencia de energía nuclear en nuestro planeta, y tomar medidas democráticas y colectivas al respecto? ¿O acaso habrá que esperar hasta que, dentro de 30 años, alguien decida convertir Fukushima en una serie de televisión para darnos por enterados?
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1. Dicho libro no ha conocido edición en español, sólo en francés. Roger Belbéoch y Bella Belbeóch, Tchernobyl, une catastrophe (Paris: Éditions La Lenteur, 2012). Algunos textos suyos se publicaron en castellano en Roger Belbéoch, Chernoblues de la servidumbre voluntaria a la necesidad de servidumbre; seguido de La sociedad nuclear (Granada: Malapata Biblioteca Social Hermanos Quero, 2011).
2. Céline Pessis, Survivre et vivre: critique de la science, naissance de l’écologie (Montreuil: Echappée, 2014), p. 145-146.
3. Thierry Ribault, “Resilience in Fukushima: Contribution to a Political Economy of Consent”, Alternatives: Global, Local, Political, 5 de junio de 2019, 030437541985335, https://doi.org/10.1177/0304375419853350.
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Adrián Almazán Gómez es doctor en Filosofía y militante de Ecologistas en Acción. Alberto L. Fernández es activista en medios de información comunitarios y luchas en defensa del territorio en México.
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Adrián Almazán Gómez / Alberto L. Fernández
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