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En la entrega anterior, Vera Néante, viajera del tiempo, viajó a la Italia de los ochenta tras la pista de Nhial, un agente enemigo del Directorado Fall. Éste le dispara en una discoteca y huye por un portal temporal hacia otro verano. Todo, al ritmo del italodisco.
Néante está contrariada. Ha tenido que cambiar de verano sin prepararse el aterrizaje, y sin saber dónde va a parar, por lo que pierde unos preciosos minutos esperando que la central le haga llegar el paquete de documentación y ropa que alguno de sus duendecillos habrá compilado a la carrera. Por suerte, un fulano pelirrojo vestido de Tarzán galáctico no lo va a tener fácil para esconderse, sea la época que sea. Y la vegetación que Néante ve a su alrededor es claramente centroeuropea, sin antenas ni signos de modernidad evidente. “Ya te tengo, listo”, piensa para sí misma. Pero cuando abre la valija, la cosa comienza a parecerle menos fácil. En el paquete que le han mandado siquiera hay un uniforme de criada decimonónica –lo que la sitúa en cualquier punto desde principios del XIX hasta la I Guerra Mundial–, una nota “Contacta con Estee O. en el Grand Hotel para que te ayude” y un ejemplar de El balneario, de Vázquez Montalbán. ¿A qué mierda de época ha ido a parar? Cada vez se curran menos los paquetes de ayuda… Tampoco el traductor simultáneo, que se activa cuando comienza a oir unas voces más allá de los árboles, le da ninguna pista: el indicador le muestra que está saltando del francés al alemán, y de éste al inglés, al portugués, y al checo, y al ruso. Ni idea de dónde se encuentra ni de en qué año está. Tras los abetos, un jardín lleno de mesas con gente que ríe y charla. Algunos van vestidos con gruesos albornoces, y otros llevan uniformes militares o delicados vestidos de tul blanco. Una orquestina toca a la sombra del techo en forma de paraguas de un escenario redondo, y unos niños, haciendo girar un círculo, se dedican a espantar al perrito pomerania que pasea una dama rubia. Del pelirrojo, ni señales, y si esto es, como se teme Néante, la Mitteleuropa del XIX, un hombre de su complexión física puede pasar desapercibido con relativa facilidad.
Los temores de Néante no mejoran cuando se da cuenta de que en las diversas mesas la mayoría de los vasos contienen agua, servida de unas jarras de cristal del bueno (en todas no, sin embargo: unos mostachudos generales se están atizando un champán de copas que parecen de cristal de Bohemia. Néante, que está rebañando sus neuronas, comienza a tener claro que está en un periodo en el que va a tener que ser discreta, aunque sus compañeros de época no lo sean). Tras la plataforma de la orquestina, una inmensa construcción neoclásica (pero sorprendentemente barroca, a golpe de estatuas de Hermes, dorados y ninfas escanciadoras a tutiplén), con un cartel de Grand Hotel sobre una entrada flanqueada por dos templetes más. No son tales, sino que se trata de fuentes cubiertas que brotan directamente de la tierra con un olor sulfuroso en las que una discreta cola espera para beber. ¿Qué hacer, seguir primero al hombre que le disparó o ir a buscar a O.? Néante no quiere arriesgarse a perder a su asesino, por lo que, en cuanto ve a un criado entrar por la puerta lateral, se cuela ella también. Toma un plumero de un estante donde hay un montón de ellos colgados con orden prusiano –ya no duda de que se encuentra en Centroeuropa– y cruza una cocina a pleno rendimiento. “Gost bif y bistec con patata, asado y togdos, y pudding fgito paga ese glotón de Von Bismagggck”, grita un chef, mientras dos criados con librea sacan botellas de un armario. Néante oye a uno ellos: “Con razón al canciller le han tenido que poner dos orinales en la habitación, ¡este tío tiene un estómago de hierro! Y si vieras los puros que se fuma… incluso tiene un aparato especial que le permite fumarse tres a la vez”. Ni rastro del pelirrojo.
Néante se escabulle por los pasillos del hotel fingiendo que quita el polvo de los espejos y ramos de flores que surcan los pasillos. Comienza a verse apurada, porque su némesis no está ni en el enorme comedor en el que, como en la larga mesa de un barco, comen personas de todo tono y condición, o en alguno de los más pequeños que quedan reservados para los grupos distinguidos. Intentando colarse en la sala a la que han llevado las bandejas de la cocina, Néante ve a la señora que antes paseaba al perrito guiñarle el ojo. Estee O.
“Vamos a buscarlo en la Kurhaus. Seguro que allí se habrá podido esconder mejor”. O. se parece a Néante. Al fin y al cabo, tienen orígenes similares, aunque tenga un aire más frío que ella, pero que compensa siendo muy charlatana. Van andando en dirección a un edificio vecino, igualmente opulento. “No es la primera vez que tenemos un incidente en este tipo de veranos, aunque la verdad es que aquí se vive bien: la gente se muere relativamente poco, y les proporcionamos todo tipo de comodidades. Tenemos varias fuentes subterráneas, y agua medicinal también en las habitaciones. Y en el balneario pronto podrán optar por el baño moro, baños de luz eléctrica, baños con luz azul, baños con corriente alterna, baños de vapor, baños de agua fría, tratamientos de succión, vibración, aire caliente, masaje neumático, un gimnasio… Y también grandes baños que imitan las termas romanas ¡Dentro de un par de décadas, podrán hacerse incluso tratamientos de electroshock, si el médico los prescribe!” “¿Electroshock?”, masculla Néante.
“Sí. Tienes que tener en cuenta que durante el siglo XIX, al abrigo de la Ilustración, se comienza a depositar una enorme fe en la ciencia y la tecnología moderna, que impregna también la medicina y sus campos afines. Claro, también se mezclan muchas cosas que no son estrictamente medicina, como por ejemplo el masaje y la gimnasia, que hacia principio de siglo codificó un sueco que se llamaba Ling, y muchas tonterías, terapias medio místicas y dietas extrañas…”.
O. se ríe. No parece preocupada por el agente enemigo. “No saldrá de aquí, no te preocupes, con la visita de Bismarck tenemos a toda la policía movilizada y no se puede entrar ni salir de la zona termal. En los balnearios del centro de Europa se gestó toda la política de alianzas de la Europa del XIX, Congreso de Viena incluido. En estos veranos, toda la realeza del continente venía a tomar las aguas y lucir el palmito, y también lo hacían escritores y músicos. ¿Sabías que Goethe era un fucker de balneario total, para el que tomar las aguas era sinónimo de irse de picos pardos? ¿Y que Dostoievski se inspiró en sus pérdidas en los casinos de los balnearios prusianos para escribir El jugador (dice que “no hay esplendor ninguno en esas sórdidas salas”, el muy resentido)? Mira, ahora no puedo contártelo todo, pero si algún día tienes tiempo mírate el libro The Grand Spas of Central Europe, de David Clay Large, muy recomendable”.
Ambas mujeres llegan a la Kurhaus, y entran en el pabellón femenino. En la entrada O. guiña el ojo al portero. “Otro de los nuestros”, dice. “Aquí estamos bien cubiertos, porque es en verano cuando estallan las guerras del XIX. Cosas de la movilidad de los ejércitos”. El portero ha visto entrar a un pelirrojo vestido con un albornoz. Cruza una mirada con Néante y con O., saca su porra y señala con la mirada la puerta hacia los baños de fango. Unos baños de los que, lo ha visto ojeando el incongruente libro que le ha mandado la central, dice Vázquez Montalbán que “en la entrega del cuerpo al poder de los fangos hay algo de creencia en la existencia de lo que no vemos y de recuperación de un contacto con lo bueno y lo malo según su vinculación con la tierra misma. Es el barro, el miserable barro del que según las Sagradas Escrituras estás hecho, el que viene a curarte las pupas y a deshacerte las herrumbres de las junturas de tu cuerpo”. Las tres figuras se adentran sigilosamente en una sala en la que un grupo de hombres yacen semidesnudos en tumbonas. Sus pieles son del color de un sapo, cubiertas como están de húmeda tierra mojada. Todos ellos tienen la cabeza envuelta en una toalla y parecen respirar plácidamente, pero Néante sabe que uno busca destruirla.
En ese momento, estalla un griterío en el exterior de la Kurhaus y el traductor se vuelve loco. “¡Han atentado contra el canciller!” Los hombres de las tumbonas se ponen en pie de inmediato, y a uno de ellos se la cae la toalla mal colocada de la cabeza. Sale corriendo y se pierde entre los bañistas de las termas.
“Malditos anarquistas”, gruñe O., “siempre interfiriendo en la historia”. Néante ve aparecer un portal que se abre en la lejanía, en una de las cabinas donde se administran las temibles duchas escocesas y ve al pelirrojo correr hacia él y atravesarlo. Nhial se gira y la mira con ojos descarados. “Han disparado al Otto incorrecto”. Y el portal se cierra tras él.
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El siguiente capítulo de la serie se publicará el 14 de agosto.
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Autora >
Mar Calpena
Mar Calpena (Barcelona, 1973) es periodista, pero ha sido también traductora, escritora fantasma, editora de tebeos, quiromasajista y profesora de coctelería, lo cual se explica por la dispersión de sus intereses y por la precariedad del mercado laboral. CTXT.es y CTXT.cat son su campamento base, aunque es posible encontrarla en radios, teles y prensa hablando de gastronomía y/o política, aunque raramente al mismo tiempo.
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